domingo, 30 de noviembre de 2008

Salmo 101 (100) y VI


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Apresuradamente hemos ido de versículo en versículo rozando apenas los temas. Pero pese a la premura, no ha podido por menos que asaltarnos una pregunta. ¿No había dicho al principio el descendiente de David que iba a cantar la misericordia y la justicia? Al final da la impresión de que solamente ha hablado de la última. ¿Por qué? ¿No va a tener lugar la primera en su gobierno? ¿Es que sobre la misericordia, por ser algo tan personal, no se pueden hacer programas?

Justicia y misericordia, con frecuencia, nos parecen incompatibles. Sin embargo, ¿serían posibles la una sin la otra? Sto. Tomás dice que la misericordia es el fundamento de toda justicia. La creación tiene un orden, conforme a la voluntad divina, y la justicia tiene que ver con ajustarse al querer de Dios. Pero la creación ha partido de la misericordia, porque qué mayor miseria que no existir. Pero, en el ámbito de la Historia, la misericordia necesita de la justicia. Ya que cómo se podría ser misericordioso si no se pudiera juzgar sobre el bien y el mal.

¿No será el programa de misericordia el último versículo?: “Hago desaparecer día tras día 
a los malvados del país, 
para extirpar de la Ciudad del Señor 
a todos los que hacen el mal”. Muchas afirmaciones de la Sagrada Escritura nos suelen escandalizar y normalmente es porque proyectamos sobre ellas nuestra mentalidad. Los reyes de la antigüedad judía tenían también la suya. El salmo línea tras linea se nos ha desbordado y ha apuntado más allá de ese rey que presenta a Dios sus propósitos de gobierno. ¿Qué querrá decir en este caso?

Toda la Biblia tiene solamente una clave de interpretación: Jesucristo. Los médicos amputan; los poderosos de entonces, como le aconteció al propio pueblo de Israel, organizaban deportaciones en masa; otras veces pasaban a espada a sus enemigos. Desgraciadamente esto sigue ocurriendo hoy. ¿Pero es ésta la única forma de que no haya malvados? ¿No sería lo ideal un rey que juzgara entre el bien y el mal y pudiera sanar el corazón enfermo? Si fuera así, si yo tuviera la posibilidad de escuchar, a la par de la verdad sobre mi vida, la oferta de la aniquilación del mal que, por mis decisiones, he hecho propio y, al hacerlo mío, me he hecho uno con él; si además aceptara ese don del rey, entonces habría desaparecido de la Ciudad del Señor un malvado. Y sería además un templo purificado donde se pudieran cumplir las palabras de Rm 12,1s:
Os exhorto, pues, hermanos, por la misericordia de Dios a ofrecer vuestros cuerpos como víctima viva, santa, grata a Dios, vuestro culto conforme al logos. Y no os adaptéis a este mundo, sino transformaos por la renovación de vuestra mente, para que podáis discernir cuál es la voluntad de Dios, lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto.
En las Escrituras, tenemos otro programa real sobre la misericordia y la justicia en una entronización:
También los soldados se burlaban de él y, acercándose para ofrecerle vinagre, le decían: «Si eres el rey de los judíos, ¡sálvate a ti mismo!». Sobre su cabeza había una inscripción: «Este es el rey de los judíos».
Uno de los malhechores crucificados lo insultaba, diciendo: «¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros». Pero el otro lo increpaba, diciéndole: «¿No tienes temor de Dios, tú que sufres la misma pena que él? Nosotros la sufrimos justamente, porque pagamos nuestras culpas, pero él no ha hecho nada malo». Y decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando vengas a establecer tu Reino». Él le respondió: «Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso» (Lc 23,36-43).
Y con este salmo, cuyo comentario comenzábamos el día de Cristo Rey, preguntándonos con él cuándo vendrá Dios a nosotros (v. 2), hemos entrado en el Adviento. Con él, con ese programa, he empezado yo también una aventura. Gracias a Dios el ideal del salmista es inalcanzable; si lo pudiera abarcar, intentaría hacerlo con mis solas fuerzas. Aunque a veces la evidencia de lo imposible no es suficiente y tenemos que estrellarnos para percatarnos de ello. Pero cuando palpamos nuestra indigencia y en la medida que lo hacemos, podemos apoyarnos en la posibilidad de todas nuestras posibilidades que es Dios.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Efectivamente, ese es el punto central del salmo. El camino perfecto es cumplir la voluntad de Dios por lo tanto su justicia.

Como Vd. bien dice la posibilidad que se me ofrece de "ESCUCHAR" la verdad de mi vida o sea mi pecado y aceptar esa oferta de aniquilación del mal en mí, me lleva a arrepentirme e implorar el perdón; entonces la misericordia de Dios se derrama sobre mi y Él me hace justo.

Querido Palladio, el mal está dentro de nosotros, no fuera.

RockyMarciano dijo...

Excelente serie de comentarios. Me gustaría resaltar este párrafo:

... ¿No sería lo ideal un rey que juzgara entre el bien y el mal y pudiera sanar el corazón enfermo? Si fuera así, si yo tuviera la posibilidad de escuchar, a la par de la verdad sobre mi vida, la oferta de la aniquilación del mal que, por mis decisiones, he hecho propio y, al hacerlo mío, me he hecho uno con él; si además aceptara ese don del rey, entonces habría desaparecido de la Ciudad del Señor un malvado.

En efecto, ese Rey es el que ha nacido en Belén, ha muerto en la cruz, ha resucitado y ha recibido en el Paraíso al buen ladrón.

Pero ¿cómo preparamos su venida durante el Adviento? ¿Cómo concretamente... cuando palpamos nuestra indigencia y en la medida que lo hacemos, podemos apoyarnos en la posibilidad de todas nuestras posibilidades que es Dios?

Me temo que todo el análisis ha sido algo teórico, que el autor (y este lector) puede estar en posesión de claves interpretativas, posibles consejos, propósitos... que no se ha decidido (no me decido) a proponer a otros. Yo casi no me los propongo a mí mismo.

¿Cómo aniquila Cristo Rey el mal que he hecho, que ha pasado a formar parte de mi ser? En primer lugar, por el Bautismo, que nos hace hijos de Dios y partícipes de su vida divina.

Y, después, especialmente con los sacramentos de la Penitencia, donde perdona nuestros pecados y nos reconcilia con Dios Padre, y la Eucaristía, donde se actualiza el Sacrificio de la Cruz, con el que nos ha redimido (o sea, rescatado pagando un precio) del pecado y de la muerte.

¿Por qué no preparamos una buena confesión durante este Adviento? Si hace tiempo que no acudimos al sacramento de la Reconciliación, nos llevaremos una gran alegría (que será aun mayor en el cielo).

Y si lo hacemos a menudo, ¿no encontraremos también tiempo para postrarnos ante el trono del Rey -el Sagrario- y pedirle confiadamente que nos haga ver cuáles son las causas de nuestros pecados? ¿Qué afectos desordenados nos negamos a abandonar?

¿No será que tenemos tiempo para todo menos para la oración, para conceder audiencia al Rey humilde que no cesa de decirnos "Mirad que estoy junto a la puerta y llamo: si alguien oye mi voz y me abre, entraré en su casa y cenaremos juntos" (Ap. 3,20)?

¿No será que "teniendo enchufe" con la Reina Madre despreciamos su apoyo, no vaya a ser que nos lleve con Ella al pie de la Cruz y veamos las consecuencias de nuestros pecados?

Pero si Ella es la que se da cuenta de que los novios "No tienen vino" y nos recomienda "Haced lo Él os diga". ¿Vamos a seguir bebiendo vino mediocre o queremos cenar con el Rey y embriagarnos del "buen vino guardado para el final" (Jn. 2, 3-10)?