jueves, 31 de diciembre de 2009

Antífona de Comunión. Sta. Mª. Madre de Dios/ Hb 13,8


Jesucristo es el mismo ayer y hoy y siempre (Hb 13,8).
Cada uno de nosotros somos el mismo a lo largo del tiempo, aunque, por los cambios, no seamos lo mismo. A esto no hace excepción Cristo. El evangelio de S. Lucas es claro al respecto. Jesús cambia a lo largo del tiempo.
El niño iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios lo acompañaba (Lc 2,40; cf. 2,52).
Sin embargo, hay algo en Jesús, además de su identidad personal, que no cambia y que, en cambio, en nosotros sí. Él no cometió pecado (cf. 1Pe 2,22) y, dicho en positivo, el cumplió siempre la voluntad del Padre, siempre es fiel a sí mismo (cf. 2Tim 2,13). El ser siempre el mismo tiene, por tanto, en Jesucristo, una profundidad incomparablemente mayor que en cualquiera de nosotros.

En la comunión, recibimos al que siempre es el mismo, el fundamento inconmovible sobre el que cimentar la vida y que nos da su solidez. Recibimos al mismo que estuvo en el seno de María, el mismo que nació en Belén, que caminó con los apóstoles por aquellas tierras, que predicó la Buena Nueva, que curó a los enfermos y endemoniados, que murió y resucitó. El mismo que está entronizado a la derecha del Padre y volverá en gloria a juzgar a vivos y muertos. Y al recibirlo a Él entramos en comunión con todos sus misterios.

Y el que es siempre el mismo, que no puede negarse a sí, tampoco puede ser cambiado ni manipulado. Por ello, recibirlo a Él es comulgar con la identidad del cristianismo, porque ella no está en nuestras invenciones, sino que está en Cristo.

martes, 29 de diciembre de 2009

El Mesías de Händel LXXXII

Os voy a declarar un misterio: No todos moriremos, pero todos nos veremos transformados. En un instante, en un abrir y cerrar de ojos, al toque de la última trompeta... (1Cor 15,51-52a).
Como quiera que se trata de la declaración de un misterio, es el bajo, primero con un recitativo, quien va a tomar ahora la palabra.

Pero la declaración del misterio, por parte de S. Pablo, lo es como misterio divino. Nosotros hablamos normalmente de misterio como aquello de lo que sabemos que no sabemos y nos atrae o necesitamos la averiguación de aquello que desconocemos, pero desde el supuesto de que esa ignorancia es algo momentáneo y salvable tarde o temprano por nuestra razón. Esperamos desvelarlo en un momento u otro con nuestro esfuerzo; se suele dar por sentado que los misterios de la naturaleza, por ejemplo, serán penetrados por la ciencia.

Pero lo que el apóstol pone ante nosotros es misterio en cuanto tal. Dios no es misterio porque de momento se escape a nuestro entendimiento, sino porque en sí mismo lo es para nosotros. Su trascendencia respecto a nuestra inteligencia es misterio. Y, en esta vida, paradójicamente, mediante la fe, lo conocemos como tal misterio. La razón por sí misma, a través del conocimiento de lo visible, ni siquiera llega a atisbar el misterio de la intimidad divina, de la vida de amor que hay entre Padre, Hijo y Espíritu Santo, aunque pueda llegar a saber de Dios: "Lo que puede conocerse de Dios lo tienen a la vista: Dios mismo se lo ha puesto delante" (Rm 1,19; cf. C.E.C. n 35). Y la exposición del misterio divino ante nuestro pobre logos no aparece propiamente como tal misterio, sino, a lo más, como problema intelectual a resolver o como absurdo lógico, pero no propiamente como misterio.

Y, gracias a la fe, todo se nos muestra como misterio: la naturaleza y la historia vehiculando el trascendente obrar salvífico de Dios para con nosotros.

No todos morirán antes de la venida en gloria del Señor. La resurrección de la carne para ellos lo será, a la par, que lo sea para quienes ya hayan entonces muerto. Pero esto no es un dato que abarquemos en la totalidad de su significación. En la fe, lo conocemos como misterio. ¿Pues qué puede saber nuestra razón sobre la resurrección de un cuerpo? ¿Qué puede decirnos nuestra inteligencia natural sobre que todos, vivos y muertos, seremos transformados?

Y misterio pues será obra divina y divina obra. Acción más allá de la causalidad intramundana, tanto natural como histórica ("en un instante, en un abrir y cerrar de ojos"); allende la historia ("al toque de la última trompeta").

Entonces...

lunes, 28 de diciembre de 2009

El Mesías de Händel LXXXI

Y, tras la confesión de la soprano, el coro canta:
Si por un hombre vino la muerte, por un hombre ha venido la resurrección. Si por Adán murieron todos, por Cristo volverán a la vida (1Cor 15,21s).
Los elementos compositivos acompañan claramente a los versículos paulinos. Tanto Adán como Cristo ejercen una mediación de carácter universal, aunque de signo distinto; al quedar todos por ambos afectados, es el coro el que canta. Por otra parte, el contraste entre muerte y vida queda expresado por los cambios de intensidad del sonido, alternando el débil con el fuerte, y también por el menor o mayor acompañamiento de instrumentos a las voces.

La resurrección final está vinculada, como triunfo, a la victoria de Cristo, pero, como conclusión de una historia marcada por el pecado, lo está también a Adán. La resurrección lo será gracias a Cristo, pero lo será porque necesitamos resucitar por haber muerto. Y es que, por la elección de un hombre contra la voluntad divina, entró el pecado en el mundo y por éste la muerte (cf. Rm 5,12.18).

La lejanía de Dios, el pecado, es algo que afecta al hombre en la totalidad de lo que es. Por ello, la muerte del alma, que es estar al margen de la gracia de Dios, es un daño para todo lo que somos. El pecado de Adán, la frustración de su mediación para con todos sus descendientes por su negación voluntaria del designio de Dios para él, comprometió a la totalidad de la humanidad en la totalidad de lo que los hombres somos. Una de las consecuencias del pecado de Adán es la separación de alma y cuerpo. Lo cual contrasta con la Virgen Inmaculada; la que no tiene mancha de pecado original fue asumpta al cielo en cuerpo y alma.

Nos es difícil, desde nuestro individualismo exacerbado, consecuencia del pecado, comprender la dimensión comunitaria del hombre que, de forma dramática, se manifiesta en el misterio del pecado original. Esta dimensión la podemos palpar, en su vertiente positiva, no solamente en la esperanza de la resurrección final, mediante la obra salvífica de un solo hombre, Jesús, el Hijo de Dios, sino también, de manera especial, en la comunión de los santos. En ella, ya pregustamos la sociedad celeste, en la que, tras la venida en gloria del Señor, estaremos, Dios lo quiera para cada uno de nosotros, en comunión perfecta de unos con otros, con toda la creación, con Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo y también con nosotros mismos, pues cuerpo y alma estarán en perfecta y gloriosa armonía. Lo que fracturó el pecado, será sanado y glorificado por Cristo.
Si el delito de uno trajo la condena a todos, también la justicia de uno traerá la justificación y la vida (Rm 5,18).

domingo, 27 de diciembre de 2009

Antífona de comunión. Sagrada Familia/Bar 3,38

Nuestro Dios apareció en el mundo y vivió entre los hombres (Bar 3,38).
Son muchas las teofanías de Dios a lo largo del AT. Pero la que celebramos estos días es de un orden totalmente distinto. No es que Dios se aparezca simplemente, es que lo hace haciéndose parte de éste mundo, haciéndose hombre. En el seno de María, ya estaba. En el parto, al que dijo "Luz" y ésta empezó a ser, la Virgen lo dio a luz. Es decir, lo puso ante las miradas de todos, a que la luz lo envolviera como un manto (cf. Sal 104,2) y fuera perceptible por todos. No se trata de la apariencia humana que, en los relatos mitológicos del paganismos, tomaban algunas veces los dioses y normalmente para alguna inmoralidad. No, aquí no es apariencia; en la Encarnación y Nacimiento, sin dejar de ser Dios, la segunda persona de la Trinidad se hace hombre. Aparece porque su carne es visible, palpable, etc. Y se hace hombre para morir por nosotros.

Nosotros no estamos en peor situación que los pastores o que los maestros de la Torá que lo escucharon en el Templo. A nosotros se nos aparece verdadera, real y sustancialmente su cuerpo y su sangre en la Eucaristía. Esta teofanía tiene lugar especialmente en tres momentos de la celebración: cuando el sacerdote muestra el cuerpo y la sangre en la consagración, tras la fracción del pan y cuando muestra al Señor en el momento de la comunión diciendo "el Cuerpo de Cristo".

En la Eucaristía, Dios está en medio de su pueblo. Y en el sagrario está ahí viviendo en medio de nosotros. Y, al comulgar, nuestro Creador, el que nos da el ser, hace de cada uno de nosotros su vivienda.

jueves, 24 de diciembre de 2009

Antífona de Comunión. Navidad.1/Is 40,5


La liturgia del día de Navidad es sumamente rica, pues tiene cuatro formularios distintos de misa para distintos momentos de la Solemnidad, cada uno de ellos con su correspondiente antífona de comunión. Las cuatro tienen en común la contemplación de Dios en la humanidad de Cristo, pero cada una presenta matices distintos. Centrémonos ahora en la de la misa vespertina de la vigilia.
Se revelará la gloria del Señor, y todos los hombres juntos verán la salvación de nuestro Dios (Is 40,5).
Lo mismo que a los testigos se les hizo manifiesta, en el recién nacido, sin dejar de ser trascendente a este mundo, la majestad divina, así a los fieles se revela también en las especies sacramentales la gloria de Dios. Aunque velado bajo la carne, a los presentes en Belén, por la fe, les era perceptible Dios regalándoles el conocimiento de su intimidad. A nosotros lo es bajo la apariencia de pan y de vino, pero también es en su sacratísima humanidad donde se nos manifiesta Dios.

No sólo conocer la gloria de la divinidad, sino también nuestra salvación, pues lo que contemplamos y comulgamos no es el Cuerpo y la Sangre de Cristo abstraídos de todo, sino el memorial del sacrificio redentor del Señor. María y José, los pastores y los magos de oriente contemplaron, aquel día, al que nació para morir. Nosotros contemplamos la oblación de su cuerpo hecha una vez para siempre (cf. Hb 10,10).

Sí, es ver, pero es más. Es también oír, la fracción del pan suena. Es tocar, bien al comulgar con la mano bien en la boca. Oler, especialmente cuando se sume el cáliz. Y gustar en la boca. Todo ello en fe. Los animales ven, oyen, tocan,... pero con un modo de enfrentamiento a la realidad muy pobre; lo hacen solamente de manera estimúlica. En virtud de la inteligencia, el hombre tiene un modo propio de enfrentamiento; cuando siente, siente realidad. Pero esto es insuficiente para contemplar la divinidad en la humanidad de Cristo. Gracias a la fe, tenemos el modo propio de enfrentamiento para la economía sacramental.

Y esa contemplación la hacemos juntos. Contemplamos en la asamblea eucarística, contemplamos el Cuerpo de Cristo en la comunión de su Cuerpo místico que es la Iglesia.

¡Feliz Navidad!

Que Dios nos conceda celebrar con gozo el nacimiento del Salvador y que Él nos bendiga el próximo año.

¡Feliz Navidad!

miércoles, 23 de diciembre de 2009

Hannah Arendt sobre la religiosidad


Llevar una existencia radicalmente religiosa en este mundo no significa sólo estar en soledad como individuo ante Dios, sino estarlo mientras los demás no están ante Dios (Hannah Arendt).

Uno de los temas más recurrentes del monacato primitivo es el de la oración continua. En ello, tenían el ideal de la oración, pues es lo que el mismo Señor nos mandó: "Es preciso orar en todo tiempo y no desfallecer" (Lc 18,1). Y con palabras de S. Pablo: "Orad sin cesar" (1Tes 5,17). Lo que anhelaban aquellos santos monjes es lo que Casiano llama, en sus Collationes, "orationis status" (estado de oración). Es decir, no se trata de hacer muchas oraciones, sino de vivir en una única oración.

Es esta sin duda la máxima expresión de religiosidad, vivir de tal modo que no haya espacios o tiempos profanos y otros sagrados. Vivir de manera que toda circunstancia sea lugar con el Dios-con-nosotros; que nada estorbe, sino que más bien todo favorezca el encuentro con Él. De modo que los momentos de soledad con Él sean encuentro con los hombres y los ratos con quienes estén de espaldas a Dios se vivan de cara a Él.

No se trata de una suma ininterrumpida de actos conscientes sobre Dios, de una sucesión ininterrumpida de jaculatorias, etc. La oración es comunicación y ésta no es solamente decir. Hay algo previo a cualquier palabra que pueda dirigir a Dios, hay algo anterior a cualquier acto que le pueda ofrecer,... hay algo en que todo ello está inscrito. Y no solamente esto, sino cualquier otra realidad: mi atención. Si está puesta en Dios, estoy ya en comunicación con Él, pues estoy pendiente de Él, lo estoy atendiendo.

Y atender a Dios no es atender a pensamientos sobre Él, ni es poner la atención en Él como se pone en una cosa particular, sino que es esa atención general amorosa de que nos habla S. Juan de la Cruz. Una vez más lo repetiremos, el crecimiento espiritual está, en gran medida, en la educación de la atención, en aprender a atender a Dios no como si fuera una cosa más entre otras, por magnífica que pudiera ser; pues, cuando mi atención es así, tiene que dejar unas cosas para atender otras. Pero, en esa atención general amorosa (elevatio mentis in Deum), no solamente no hay que dejar de estar en Dios para atender otras cosas, sino que todas ellas las tenemos en Dios. No es necesario, después de una tarea, hacer un acto particular diciendo "esto es para Ti"; no es menester hacer un paréntesis en medio del mundo para traer un recuerdo de Dios; no es preciso interrumpir la vida para orar, pues se está en oración. Ni es preciso interrumpir la oración para poder estar en el mundo.

Pero, aunque se esté en este estado permanente de oración, siempre es necesario estar a solas con Dios, estar solos los dos.

martes, 22 de diciembre de 2009

Irresponsabilidad y responsabilidad reales.

Religión en Libertad ha lanzado una campaña para pedir al Rey que no sancione con su firma la futura ley del aborto. Más allá de la oportunidad o no de esta recogida de firmas, de si servirá o no para algo, de si detendría o no la efectividad de la ley, etc. Este hecho nos plantea una cuestión de suma importancia en medio de la mentalidad en la que vivimos: las relaciones entre ley y conciencia.

Según el art. 62.a de la comatosa Constitución española, corresponde al Rey "sancionar y promulgar las leyes". Este acto, como todos aquellos ejecutados en su condición regia, "serán refrendados por el Presidente del Gobierno y, en su caso, por los Ministros competentes" (art. 64.1). De modo que "de los actos del Rey serán responsables las personas que los refrenden" (art. 64.2). Es decir, de esos actos el Rey es irresponsable. ¿Pero ante quién y de qué?

Esta irresponsabilidad es solamente jurídica. Pero el bien y el mal no emanan de las leyes humanas. De éstas, únicamente nace lo legal o ilegal. El Rey, lo mismo que cualquiera de nosotros, no es solamente alguien con personalidad jurídica, sino que es también y, ante todo, un sujeto moral. Precisamente la responsabilidad moral es el nido en el que se puede hablar de responsabilidad legal, pues la moral es anterior a cualquier ley. En una situación de absoluta anarquía, el hombre sigue siendo una criatura moral.

En el conflicto entre lo moral y lo legal, nace la necesidad de objetar motivos de conciencia ante una determinada ley. De lo que hasta la fecha no se ha hablado explícitamente, es de objetar motivos legales ante la conciencia. Aunque, en el fondo, algo así se ha dado en distintos regímenes autoritarios y totalitarios cuando se ha apelado a la obediencia debida; a la ley, claro está. En estos casos, ante lo que se está es ante una pretendida delegación de la conciencia.

Y digo pretendida porque ésta no se puede delegar nunca; soy yo quien responde, obrando de una determinada manera, a las preguntas que cada situación me presenta. Al ser una criatura libre, tengo que responder tomando una decisión. Los animales se limitan a seguir su instinto, en ellos no hay propiamente respuesta, sino reacción instintiva. Nosotros, en cambio, vivimos en diálogo con nuestro entorno y nuestro obrar es moral porque es voluntario y libre, tenemos que tomar una decisión sobre qué hacer. Inhibirse de responder o pretender delegar la decisión en otro es ya una decisión, es ya un acto moral. Y precisamente, porque respondemos ante lo que nos demanda una determinada situación, podemos hablar de responder ante alguien de nuestro obrar. Los animales no responden ante nadie porque no han respondido previamente, porque no tienen logos, no tienen en ningún momento una palabra que dar.

Por muy irresponsable que sea el Rey ante los tribunales, Juan Carlos de Borbón, el hombre, es un sujeto moral y, como tal, sus actos son morales. A esto no hace excepción ni la sanción ni la promulgación de una ley. Y otro tanto podemos decir de nosotros mismos, aunque no tengamos esos altos cometidos en nuestra vida. Ni los usos ni las costumbres ni las modas ni las leyes nos eximen de tomar decisiones en conciencia.

Y todos, creyentes y no creyentes, reyes y no reyes, responderemos ante el tribunal divino. Si esto no fuera así, si no hubiera una responsabilidad última absoluta, ¿cabría hablar de bien y mal en este mundo? Sin juicio final, ¿no quedaría reducido el obrar humano a lo conveniente, a lo relativo, a la ley del más fuerte?

domingo, 20 de diciembre de 2009

Antífona de comunión A-IV/Is 7,14


Mirad: la Virgen está encinta y dará a luz un hijo, y le pondrá por nombre Dios-con-nosotros (Is 7,14).
Este versículo del profeta, en el entorno eucarístico, nos invita a mirar que Aquél a quien vamos a recibir es Hijo de la Virgen-Madre. El cuerpo de Cristo es un cuerpo verdaderamente humano, nacido de una mujer. Lo mismo que su humanidad no era una simple apariencia, su presencia eucarística no es una metáfora o un símbolo.

Esa humanidad del Señor lo es plenamente. La profecía nos habla de que es un hombre, lo mismo que todos, en la historia. Y ésta lo es de salvación y está ritmada por las promesas de Dios y su cumplimiento. Al comulgar, lo hacemos con esa historia.

Pero la Virgen está encinta por obra del Espíritu Santo y a quien va a dar a luz es al Hijo eterno del Padre. En su seno, la segunda persona de la Trinidad ha unido hipostáticamente a su naturaleza divina, la humana. Su cuerpo va a ser inseparable del Verbo; ni siquiera en la muerte, aunque separado del alma humana en ese momento, lo estuvo del Hijo de Dios. Al recibir el cuerpo de Cristo, recibimos a Jesús entero.

La Virgen dará un nombre al recién nacido. Es una servidora que cumple el encargo recibido de Dios. Y, como nombre que viene de Él, no es algo superpuesto, no es un mero soplo de voz, no es huero. Ese cuerpo que recibimos en la comunión es Dios-con-nosotros. Esta antífona es una profecía que se cumplió y que se cumple para mí en cada celebración de la Eucaristía: Jesús está con nosotros.

sábado, 19 de diciembre de 2009

Fecundidades. Lucas 1,39-45

Este encuentro es sencillamente estremecedor. Y lo es porque, como todos los misterios del Señor, no es algo ajeno a mí. La virgen-madre es la que viene a mí, la maternidad de María se me dona, yo no voy a por ella, no la puedo arrebatar, no la puedo conquistar. La Iglesia me entrega a Jesús.

Y este misterio nos habla también del encuentro de dos fecundidades distintas. María es virgen y madre, Isabel es estéril y madre, como otras mujeres del Antiguo Testamento. Nuestra vida es semejante a la de la prima de la Virgen. Somos estériles y no podemos dar frutos de vida eterna con nuestras solas fuerzas. Pero no es solamente que seamos estériles, es que hemos intentado ser fecundos con nuestro esfuerzo meramente humano; esto es la soberbia. Pero Dios, lo mismo que en el caso de Isabel y Zacarías, se ha apiadado de nosotros, y ha hecho que, por gracia, podamos ser fecundos. Nos ha regalado la conversión.

¡Qué distinta la fecundidad de la Madre, la nuestra! Ella nunca ha intentado dar frutos de vida eterna con las solas fuerzas humanas, ella nunca ha obrado soberbiamente. Todas sus obras, desde su concepción inmaculada, tienen una misteriosa fecundidad virginal.

La Virgen viene a mí y me abraza y yo me agarro a ella. Solamente así, manteniéndome unido a su fecundidad, puedo permanecer unido como miembro al cuerpo de su Hijo, que es la Iglesia. Madre de Dios, que ninguno de nosotros se aleje de tus brazos.

martes, 15 de diciembre de 2009

El Mesías de Händel LXXX


Y la primera aria de esta tercera parte la concluye así la soprano:
[Porque] Cristo resucitó de entre los muertos: el primero de todos (1Cor 15,20).
El acto de fe en la resurrección del último día no está asentado en el vacío, sino en la resurrección del Señor. Ciertamente, si Cristo no ha resucitado, nuestra fe es vana; pero si solamente fuera algo que le afectara únicamente a Él, nuestra esperanza en Cristo acabaría en esta vida (cf. 1Cor 15,17-20). Pero no, Él ha resucitado como primero, como primicia de la resurrección final.
Por el bautismo fuisteis sepultados con Él y habéis resucitado con él, porque habéis creído en la fuerza de Dios que lo resucitó de entre los muertos (Col 2,12).
Hemos sido incorporados al misterio pascual del Señor por las aguas bautismales, la fe nos ha dado acceso a una nueva vida. Tenemos la garantía sobre la que se asienta la esperanza en esa resurrección futura.
Por el bautismo fuimos sepultados con Él en la muerte, para que, así como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva. Porque, si hemos quedado incorporados a Él por una muerte como la suya, lo estaremos también por una resurrección como la suya (Rm 6,4s).
A la Cabeza, seguirán los miembros de su cuerpo, que es la Iglesia. La historia, después de aquél domingo, de aquél primer día de la semana, es también misterio pascual y todos los bautizados estamos incorporados a él. Es ésta nuestra auténtica identidad y nuestra vocación. Por ello, como vivimos esa vida de gloria, nuestra vida ha de ser conforme a ella. Vivir la santidad en la que estamos, vivir el amor en que habitamos, vivir la resurrección que nos da vida es la verdad de nuestra existencia. Y viviendo así, viviendo el cielo en la tierra, lo hacemos presente y visible en esta vida para los demás. La historia está preñada por las últimas realidades; nuestro mundo está empapado de escatología.

Si hemos muerto con Cristo y si con Él vivimos ya en esta tierra la vida de amor de las tres divinas personas, estamos libres de toda norma y atadura y libres para cumplir en todo la voluntad de Dios.
Si moristeis con Cristo a lo elemental del mundo, ¿por qué os sometéis a reglas como si aún vivierais sujetos al mundo? (Col 2,20s).
No deberíamos tener más ley que el amor, nuestra única atadura debería ser el soplo del Espíritu. Pero como vivimos en este mundo, como aún hay mucho por purificar en nosotros, hemos de trabajar, con la fuerza de Dios, para irnos desatando de toda ligadura, por fina que sea, para poder volar plenamente en las alas del Espíritu.

lunes, 14 de diciembre de 2009

Piedad

¿Qué es la piedad sino un recogimiento sereno de nuestras potencias, que las pone en contacto con el misterio? (J. Guitton).
Y el arte de la dirección espiritual acaso tenga su centro en enseñar a recoger las potencias, a que la atención no esté dispersa, dividida y afanada por tantas cosas y se ponga en Dios. Elevatio mentis in Deum, así definían clásicamente la oración. Porque la cuestión está en dónde recogerla.

Pero también en cómo hacerlo. Aunque sensiblemente no la sintamos, si no lo impedimos con nuestra soberbia, nuestro trabajo ascético se realiza con la ayuda de la gracia. Esto, en concreto, se hace a través del ejercicio de la soledad, del silencio y la quietud que nos ayudan a un acto interior de pobreza: soltar todo aquello a lo que se aferra la atención interior. Y esto es posible humillándola interiormente.

Todo lo cual no se lleva a cabo sin gran sacrificio, como nos enseña S. Juan de la Cruz; con una ejercitación espiritual constante y prolongada en el tiempo. Y lo que al principio no se hacía sin trabajo, salvo esos momentos de consolación por Dios regalados, acaba haciéndose hábito espiritual.

Y ahí, en el misterio, donde ya estamos estando en gracia, aunque nuestra atención ande dispersa y en él no recogida, ¿qué encontraremos? Podemos abrir los ojos al día, pero que brille el Sol o esté nublado no depende de nosotros. Sea lo que fuere, será lo que Dios quiera para cada uno en ese momento, será amoroso diálogo con Él.

domingo, 13 de diciembre de 2009

Antífona de comunión A-III/Is 35,4

Decid a los cobarde de corazón: "Sed fuertes, no temáis". Mirad a nuestro Dios, que viene y nos salvará (Is 35,4).
¿Y quién no es más o menos cobarde de corazón? El miedo es un componente importante en nuestra vida, pues la apoyamos en muchas cosas o cositas que son arena. Mientras que no hay una amenaza que ponga en cuestión ese cimiento, nuestra vida parece sólida, pero en el fondo sabemos que es inestable y tememos que aparezca lo que pueda poner en cuestión la construcción que hayamos hecho. La cobardía se da cuando evitamos afrontar determinadas situaciones para no poner en riesgo nuestra precaria vida.

La antífona de hoy nos invita a mirar con fe en la Eucaristía al que puede darnos fortaleza y en quien podemos encontrar el coraje. Cuando, al decirnos el ministro "el cuerpo de Cristo", respondemos amén, estamos afirmando que Él viene a salvarnos. Que Él es la roca inconmovible que da solidez a nuestra existencia.

Desde esta seguridad recibida, nuestra vida encuentra la fuerza y la audacia para afrontar cualquier situación. No tenemos que estar pendientes de no recibir daño, no tenemos que andar mirándonos y cuidándonos. Sea cual sea la amenaza, permaneciendo en Él, estamos a salvo porque Él viene a salvarnos, nos salva. Y así podemos ocuparnos de sus cosas sin temor a sufrir daño.

Cuántos problemas y adversidades encontramos en la vida. Cuántas decisiones y riesgos. Cuántas palabras por decir y cuántos posibles rechazos por recibir. Si sentimos miedo, si notamos que nos retraemos, que evitamos,... miremos a quien nos da firmeza y busquemos en Él la fortaleza y el arrojo.

sábado, 12 de diciembre de 2009

Dime mi nombre

La niña con el gato jugaba,
diciéndole quién era
ella,
diciéndole su nombre.
No había distancia
con aquella palabra
tantas veces oída;
sus sones mamados
en maternales labios.
Y, al oírla en su juego,
sentí orfandad nueva:
nudo también de nombre.
Espacio para pedir
el candor de una piedra.

Ser y no ser. Lc 3,10-18

S. Juan Bautista, en su ministerio de preparación, dice a unos lo que han de hacer, a otros lo que han de omitir. Pero, como precursor, hay algo sumamente importante: el ser. Cuando es preguntado sobre cuál sea su relación con las promesas del pasado, él sabe quién es y lo dice, a la par que señala al que ha de venir.

Nosotros hemos de estar preparados para la venida del Señor siempre. Por ello, hemos de hacer el bien y dejar de hacer el mal. Pero también tenemos una función como precursores del Señor. La vida del Bautista era una interrogación para los contemporáneos. Y nuestra vida, en la medida que sea fiel al evangelio, es también una interrogación, un enigma, que suscita las preguntas de los demás sobre aquello que de verdad anhelan todos los hombres. La evangelización empieza por ahí; hacer aflorar la pregunta sobre Dios y el sentido último de la vida que todos llevamos en nuestro interior.

Y nuestra respuesta también ha de ser doble, debe negar y afirmar. Yo no soy, yo soy solamente un discípulo, a quien necesitas es a Jesús, el Hijo de Dios. Y, para ello, tenemos que vivir en humildad. En la humildad de saber quiénes somos. Quien no es humilde cree que puede, más o menos, ser su propio salvador. El que ha descubierto su pequeñez, quien se ha hecho niño, quien ha vuelto a su verdadero tamaño, sabe que no se puede salvar a sí mismo. Ese es el que puede entrar en el Reino de los cielos. Pero para ser precursor hay que decir quién es el Salvador. Y sólo lo decimos, si lo conocemos, si nos hemos dejado salvar por Él, si tenemos trato íntimo con Jesús.

jueves, 10 de diciembre de 2009

El Mesías de Händel LXXIX


[Gracias a la generosa y desinteresada búsqueda de un contertulio del blog, tenemos acceso a todo el oratorio en formato MIDI en dos páginas: una y otra. Falta el instrumento más hermoso, el creado directamente por Dios, la voz humana; pero creo que nos apañaremos más que de sobra. Para lo visto hasta ahora, todos los comentarios los tenéis aquí]

Después de haber cantado la esperanza en la venida en gloria de Cristo, la última parte del oratorio comienza con una confesión de fe en boca de la soprano.
Yo sé que mi Redentor vive y que el último día se alzará sobre la tierra y aunque los gusanos destruyan este cuerpo, en mi carne veré a Dios (Job 19,26s).
En este caso, no sigo la versión para la liturgia en castellano, sino la inglesa del libreto. En la traducción, hay una diferencia fundamental, las otras no son tan importantes. El problema está en la preposición hebrea mîn junto a un verbo de percepción. El texto del oratorio traduce como el latín de la Vulgata (in = en; cf. otra traducción similar aunque use "con"). Sigo esta versión porque la otra desvirtuaría el sentido del oratorio que en esta parte se fija no en la inmortalidad del alma, no en el estado intermedio entre la muerte y la Parusía, sino en la resurrección que tendrá lugar en el último día. No se trata, por tanto, de una elección filológica; cuál sea la mejor traducción se lo dejamos a los biblistas expertos. Dicho esto, centrémonos en el contenido.

"Yo sé". Se trata de una confesión de fe, se dice lo que se conoce por la fe. Eso que confesamos en el credo. En el Símbolo de Nicea, "la resurrección de los muertos"; en el llamado de los Apóstoles, "la resurrección de la carne". Sabemos que habrá resurrección de los muertos y esperamos en ella, pues, por anticipado, por medio del bautismo, participamos de la Resurrección de Cristo, poseemos en prenda los bienes futuros.

"Mi Redentor vive". Cristo ha resucitado y es mi Redentor. Éste, en el antiguo Israel, era aquel al que correspondía ejercer un derecho que un pariente no había podido llevar a cabo; a quién le tocara esto estaba regulado por un orden de prelación según distintos grados de parentesco. El objeto de la redención podía ser una propiedad que había que rescatar para que volviera al patrimonio familiar, un esclavo para que volviera a la libertad o la vida de alguien asesinado que ha de ser vengada. Nosotros necesitábamos ser arrancados de las manos del demonio y volver a la propiedad de Dios, ser liberados de la esclavitud del pecado y... una venganza muy especial. Los hombres no pueden devolver la vida y se satisfacen frecuentemente con quitarla a otro aunque no se la puedan traspasar al ser querido. Nuestro Redentor nos da la vida del alma, que es estar en comunión con Dios, ya en esta vida y también la del cuerpo.

Ésta tendrá lugar en el último día. Y será Él quien nos resucite. No inmediatamente después de la muerte, sino en el último día; mientras tanto, aunque el alma inmortal de los santos goce ya de la bienaventuranza, queda pendiente la resurrección del cuerpo. Dios nos ama en la totalidad que somos, criaturas corpóreo-anímicas; somos alma y cuerpo, no solamente alma. Por eso, porque nos ama en totalidad, Dios nos promete la resurrección y, por eso, no nos es suficiente la inmortalidad del alma; queremos vivir eternamente en la totalidad de lo que somos.

¿Pero sería suficiente que viviéramos eternamente en cuerpo y alma? Dios nos ha destinado no simplemente a un fin natural, sino a uno sobrenatural, a la divinización. Y a esa glorificación no está llamada solamente el alma, sino el hombre entero. Los justos resucitarán para una vida eterna que es contemplación deificante de Dios. La vida perfecta en comunión de vida y de amor con la Santísima Trinidad, de la que goza el alma de quienes mueren ya totalmente purificados o la de los que hayan purificado, tras el fallecimiento, lo que les reste, lo será en alma y cuerpo.
Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a Él, porque lo veremos tal cual es (1Jn 3,2).
Solamente una persona humana, la Virgen asunta en cuerpo y alma al cielo, goza de la gloria eterna corporal y anímicamente antes de la Parusía.

¿Pero resucitarán todos para la gloria?
Los que hayan hecho el bien resucitarán para la vida, y los que hayan hecho el mal, para la condenación (Jn 5,29).

miércoles, 9 de diciembre de 2009

El Mesías de Händel LXXVIII


En su libreto, Jennens, de entre los múltiples motivos que pueden mover a la alabanza, ha elegido el de la realeza, en consonancia con la tónica general del libreto, como queda de manifiesto en el título del mismo. Se trata de algo que más que manifestársenos en la creación, aunque también, se nos desvela, ante todo, en su obrar en la historia. Y lo hace el coro en tres pasos.

Porque ha establecido su reinado el Señor nuestro Dios soberano de todo (Ap 19,6).
Dios nunca ha dejado de ser el dueño de todas las cosas y de tener poder sobre ellas. Pero el hombre prefirió estar bajo la soberanía de otro. Creyó que podría ser señor de sí mismo y no solamente no lo fue, sino que pasó a la esclavitud del pecado. Esa tentación también la sufrió el mismo Jesús en el desierto (Mt 4,8s). Satanás, el padre de la mentira, que se había enseñoreado con engaño de las voluntades de los hombres, le ofrece los reinos del mundo, pero como vasallo suyo que lo adore. Mas solamente hay un soberano, todo lo demás a Él está subordinado, que es el único digno de adoración. Jesús vence la tentación y, en su victoria, nosotros podemos salir triunfadores.

El establecimiento de su Reino es, por un lado, liberación de las cadenas que nos atan y posibilitación para poner nuestra voluntad bajo su soberanía. Pero la historia de la salvación, lejos de serlo de la imposición forzosa y coactiva, lejos de basarse en el engaño o de suplantar nuestra libertad, cuenta con ella. Siglos y siglos de anuncio, sin renunciar a la temporalidad humana. La vida pública de Jesús está marcada por el anuncio de ese Reino con signos y palabras, por la proposición, la invitación. Dios ha hecho al hombre dotado de una libertad responsable y no se arrepiente de ello.
¡El reinado sobre el mundo ha pasado a nuestro Señor y a su Mesías y reinará por los siglos de los siglos! (Ap 11,15).
Pero ese Reino no solamente es anunciado. Jesús lo establece, se lo arrebata al diablo en la Cruz. La historia, hasta el final de los tiempos, aunque reine ya el Cristo, estará entreverada de cizaña (Mt 13,24-43). Sin embargo, pese a la resistencia de Satanás y sus ángeles, la victoria de la Pascua es irreversible y Cristo, como Cabeza de la Iglesia, hace presente su dominio mediante ella. A la espera de la venida en gloria del Señor, vivimos en medio de luchas, pero con la esperanza del establecimiento glorioso del Reino, sin ninguna de las sombras de este entretiempo que vivimos. El reino del demonio sobre este mundo era caduco. El de Jesucristo, ya entronizado a la derecha del Padre, lo será por los siglos de los siglos.
Rey de reyes y Señor de señores (Ap 19,16).
Unos ángeles no quisieron servir, la humanidad de Cristo glorificada está junto al Padre rigiendo el mundo. No es simplemente rey o señor. Con esta construcción semítica se expresa que su realeza y dominio están más allá de cualquier realización meramente humana. Así se dice el superlativo no de un adjetivo, sino de un sustantivo, como en cantar de los cantares o vanidad de vanidad.

Y, por esta realeza y dominio sin parangón, el coro canta: Aleluya.

Mientras nosotros decimos: "Ven, Señor Jesús".

[Para la última parte del oratorio; no tengo nada libre de derechos de autor; así que tendréis que disculparme por no poner enlaces a las distintas piezas a partir de ahora]

martes, 8 de diciembre de 2009

Antífona de comunión. Solemnidad de la Inmaculada Concepción


¡Qué pregón tan glorioso para ti, Virgen María!, porque de ti ha nacido el Sol de justicia, Cristo nuestro Dios.
De manera excepcional esta antífona no es un texto bíblico literal; sin embargo, es una composición a base de elementos de la Escritura (cf. Sal 87, 3; Mal 3,20; Lc 1,78; Gal 4,4). Esto es algo ejemplar. El canto en la liturgia es oración de la asamblea, no es que unos pocos canten a los más para amenizar algo, para que se haga menos aburrido o más bonito. Hay, en algunas celebraciones, una ejecución musical preciosa, que puede ser música religiosa, pero que, por plausible que sea el juicio estético, sin embargo, litúrgicamente resulta inapropiada. No es lo mismo la música religiosa que la litúrgica; ésta, para que lo sea, tiene que ser ejecutada litúrgicamente.

En el canto litúrgico, tienen prioridad, tanto en la procesión de entrada como durante la comunión, las antífonas correspondientes. Lo ideal es el repertorio gregoriano, pero, en su lugar, debería de cantarse el texto de la antífona en castellano, con las estrofas sálmicas correspondientes, debidamente musicalizado. Solamente en último lugar otro texto apropiado. Esta antífona marca una dirección. Si la letra no es la antífona, sería deseable que el texto fuera de clara inspiración bíblica. Las mejores palabras para dirigirnos a Dios son las que Él mismo nos ha dado.

Pero vayamos, después de este largo paréntesis, a la antífona de hoy propiamente dicha.

Ante la presencia del Cuerpo de Cristo dándose en alimento, la antífona se dirige con alegría a la Virgen. Los fieles van a comulgar a su Dios, al Sol de justicia que trae la salvación. Ese Cristo no es un mito, un arquetipo, una leyenda, una apariencia. Su humanidad es verdadera, su vida es histórica. Su cuerpo y su sangre son verdaderamente humanos.

El Hijo de Dios se hizo verdaderamente hombre. Su engendramiento en el seno de María y su nacimiento de ella son el ancla que garantiza que no estamos ante el paso tangencial de Dios por la tierra. Por obra del Espíritu Santo, de María ha recibido su cuerpo humano. Gracias a su fiat, hay un cuerpo que se puede hacer verdadera, real y sustancialmente presente en el pan. Por ello, todo canto de agradecimiento y de alabanza por la Eucaristía, es un canto mariano. Todo cuanto se diga de la Eucaristía es, implícita o explícitamente, un pregón glorioso sobre la Virgen María, es decir cosas maravillosas sobre ella.

Gracias, Madre, por el Cuerpo de Cristo.

domingo, 6 de diciembre de 2009

Antífona de comunión A-II/Baruc 5,5; 4,36

Ponte en pie, Jerusalén, sube a la altura y contempla el gozo que Dios te envía (Ba 5,5; 4,36).
Estas palabras del profeta suenan con una fuerza especial cuando va a comenzar la procesión para la comunión. Desde el "Orad, hermanos", previo a la oración sobre las ofrendas –aunque indebida y usualmente no se haga así–, los fieles han permanecido en pie, salvo en el momento de la consagración. Ahora hay una invitación dirigida a la asamblea a subir.

Aunque físicamente sea la procesión un caminar en llano, sin embargo, hay una llamada a subir a lo alto. Solamente podemos responder a ella si estamos en gracia, pues con nuestras fuerzas no podemos alcanzar a Dios. Cuando estamos en pecado lo que nos acerca a Él, en el sacramento de la penitencia, es el arrepentimiento. Ahí, también por regalo de Dios, hemos descendido, nos hemos humillados. Y ahora, en gracia, en el momento de la comunión, somos exaltados, se nos llama a subir a lo alto (cf. Mt 23,12).

Y subimos hacia el verdadero gozo que es Jesús. Subimos por gracia hacia Él, hacemos lo que no pudieron hacer con sus fuerzas los constructores de la torre de Babel (Gn 11); pero subiendo graciosamente vamos hacia un don, no a una conquista. Y un don, el cuerpo y la sangre de Cristo, en donde encontramos nuestra felicidad, pues en estar en unión a Él está nuestra plenitud. Y esta dicha es objeto de nuestra contemplación, no de nuestra avarienta apropiación.

Y la dicha contemplada, no aferrada, nos llevará al agradecimiento y la alabanza.

[Como he hecho referencia a las posturas durante la misa, sobre ello podéis ver los números 42-44 de la Ordenación General del Misal Romano. Lo que se dice ahí es lo que vale, no mis devociones privadas o las que otros me hayan inoculado. Celebramos lo que celebra la Iglesia y tal y como lo hace ella, no como se me ocurra o se le ocurra a alguien, por estupenda que sea la ocurrencia]

sábado, 5 de diciembre de 2009

Prepararse. Lucas 3,1-6

Lucas nos dice que algo ocurre en un determinado momento de la historia. No se trata de un arquetipo o un mito, sino de un acontecimiento histórico. Y además nos dice que no es algo casual, arbitrario o que nazca simplemente de Juan Bautista, sino que es realización: "Como está escrito en el libro de los oráculos del profeta Isaías". Esto nos sitúa frente a algo de suma importancia. Hay una funcionalidad y causalidad naturales; las hay también históricas, aquí la novedad es la intervención de la voluntad y libertad del hombre. Pero este mundo no está cerrado sobre sí mismo. Dios interviene también directamente, sin limitarse a dar el ser a las otras causas, bien naturales bien históricas; aquí la gran novedad es la gracia, que hace que los hombres vayan más allá de lo que pueden natural o históricamente.

En esta causalidad divina que trasciende lo creatural, lo meramente natural e histórico no es negado ni se prescinde de ello; análogamente a como en la historia no se omite la naturaleza. Son muchos los fenómenos naturales que sirven de mediación de la intervención de Dios. Pero sobre todo, sin quebrar voluntades, sino elevándolas, también se sirve de los hombres. Isaías proclamó promesas de Dios, Juan Bautista, cumpliendo lo que a él hace referencia, es precursor del cumplimiento central de todas: Jesús.

Y cumple las promesas que hablan de él haciendo una llamada a preparar el camino al Señor. Una llamada que también se dirige a nosotros. No ciertamente para preparar su primera venida; esa ya tuvo lugar. Sino para preparar sus otras dos venidas. Su venida en gloria y su venir a mí aquí y ahora. Sí también en este momento, en cada uno de estos momentos, se cumplen las promesas. Somos testigos del acontecimiento que, siendo histórico, desborda la historia. Misteriosamente el cielo irrumpe en mi pequeña biografía. Y Juan me dice que esté preparado.

¿Y cómo prepararme a lo que es más que yo? Este deseo, esta necesidad a disponerse es ya indicativa de que Dios se ha adelantado y ya está interviniendo en mi vida. Me mueve a volverme a Él y arrepentirme de mis pecados (cf. Lc 3,3). Y S. Pablo ora para que crezcamos en amor cada vez más y así discernamos mejor lo que hemos de hacer (Flp 1,9s), para dejarnos guiar por la gloria de Dios (cf. Ba 5,7), manifestada en la carne de Cristo Jesús, y caminemos a su encuentro.

viernes, 4 de diciembre de 2009

Mirlo









En mi jardinera,
un mirlo.
Entre él y yo,
un cristal... y el miedo.
A ser dañado, el suyo.
¿Y el mío?
El mío, a asustarlo,
que se vaya lejos.
Y me quedo a distancia,
en vez de hacerme pequeño
y, como Dios, tocarlo.

jueves, 3 de diciembre de 2009

El Mesías de Händel LXXVII

Aleluya. Porque reina el Señor, nuestro Dios, dueño de todo (Ap 19,6).
¡El reino del mundo ha pasado a nuestro Señor y a su Cristo y reinará por los siglos de los siglos! (Ap 11,15).
Rey de reyes y Señor de señores (Ap 19,16).
Aleluya.
Como final de la segunda parte, no de todo el oratorio, ante el triunfo final de Cristo, el coro de todos los fieles canta la más conocida pieza de toda la composición, combinando varios versículos del Apocalipsis. Estamos, por tanto, al final de la historia, regida por el Señor resucitado; esta pieza es broche que cierra el mundo presente e invita a la contemplación sonora de las realidades definitivas en el siguiente tramo del oratorio.

En la oración, se suele distinguir entre la petición, la alabanza y la acción de gracias. Sin embargo, con frecuencia estas dos últimas van estrechamente vinculadas y entremezcladas; es difícil distinguir una de otra. Y es que el conocimiento de la grandeza de Dios es ya algo a agradecer y los dones recibidos son manifestación de su grandeza. El agradecimiento es amor desbordado por el beneficio inmerecido recibido. La alabanza, confesión exultante de la grandeza de Dios. Y, en uno y en otro caso, no quedan limitados a un solo orante ni se dirigen solamente a Dios. Agradecemos las gracias por otros recibidas, pues, en comunión de los santos, todos somos beneficiados; nos unimos también a la alabanza de aquél a quien se ha manifestado la grandeza divina. Agradecemos a Dios y, en Él, a todas las criaturas por medio de las cuales nos bendice; alabamos a Dios y, en Él, reconocemos también la grandeza de sus obras. Y ambos, agradecimiento y alabanza, en un clima de gozo y exultación.

Aunque todo tiempo y lugar es oportuno para el agradecimiento y la alabanza, su espacio eminente era el culto en el templo de Jerusalén. Para el nuevo pueblo de Dios, para la Iglesia, lo es la liturgia; pero, por cuanto somos adoradores en espíritu y en verdad, toda ocasión es momento para este culto y para ofrecernos como sacrificio en unión del único sacrificio de Cristo.

Aleluya. Es decir, alabad al Señor. El coro canta esta palabra una y otra vez. No solamente es dar gloria a Dios por sus grandezas, sino que, a la par, es una llamada a unirse al gozo de la alabanza. Los ángeles y los santos que, sin nuestras limitaciones participan de la liturgia celeste, al alabar a Dios, al glorificarlo por esa grandeza suya de la cual han sido hechos partícipes, no solamente encuentran y dilatan su propia plenitud cantando la bondad infinita de la Trinidad, sino que ese canto suyo es también invitación a que en la tierra nos unamos a su alabanza y a ensanchar nuestro deseo de participar eternamente en ella; vehiculada está esa llamada en los sacramentos, en la economía mistérica toda, mas, por eso, en buena medida imperceptible para nuestros sentidos. Pero atracción, por la belleza del canto celeste, para nosotros desde nuestra alma, que se hace sentido deseo que busca forma que le dé cuerpo de perceptibilidad. Así la belleza de la liturgia celeste es fuente de hermosura, de arte y de cultura. Pero también de teología, pues dar concepto es también dar forma al misterio; el teologar verdadero es formoso.

Al final de la historia se oirá ese canto de alabanza sin sombra ninguna. Pero, ¿qué es lo que motiva al coro de nuestro oratorio a alabar a Dios? ¿Por qué canta «aleluya»?

martes, 1 de diciembre de 2009

Camino

Me estás quitando el futuro
y trayéndome al ahora,
del tiempo extraña pobreza.
¿Dónde escuchar tu Palabra?
Si fuera del hoy camino,
tu voz mi mano no alcanza.

lunes, 30 de noviembre de 2009

Pobreza en la oración

La oración es un acto de pobreza. No solamente porque el orante parta de un cierto conocimiento de necesidad. Éste es importante y cuanto más radical es la necesidad, el contenido de la oración es más profundo. Si lo que necesito es a Dios no simplemente para ser, sino para ser aquello a lo que estoy llamado a ser, la percepción de mi pobreza habrá crecido. Pero esa pobreza lo es también si además de conocer la carencia, percibimos que no podemos subvenir a ella. La radicalidad de la carencia y la incapacidad para saciarla marcan lo que pidamos, lo que agradezcamos, etc.

Pero además la pobreza está en el desprendimiento de la oración misma. "Hágase tu voluntad". Qué hermoso llegar a desprendernos totalmente de nuestra petición o nuestro agradecimiento o nuestra alabanza y regalárselos a Jesús, el único mediador entre Dios y los hombres, para que haga Él lo que quiera, para que disponga de ello, para que lo presente o no al Padre.

Esta pobreza solamente es posible en la medida que nos mueva el soplo del Espíritu. Si son nuestras fuerzas, siempre nos agarraremos, en alguna medida, a nuestra oración, a su contenido; solamente el Espíritu nos hace libres de todo para serlo plenamente en Dios.

domingo, 29 de noviembre de 2009

Antífona de comunión A-I/Salmo 85(84),13

El Señor nos dará la lluvia y nuestra tierra dará su fruto (Sal 85,13).
El sentido general del versículo parece claro. Las criaturas necesitamos de Dios y, más concretamente, aquello a lo cual estamos llamados los hombres no nos es posible sin Él. Pero esta imposibilidad no es desesperada, al contrario, apoyados en la fidelidad de Dios a sus promesas podemos hablar del futuro con humilde seguridad: "dará".

En el contexto de la celebración del Adviento que acabamos de comenzar y en la celebración eucarística, toma esto una concreción clara. María no habría dado el fruto bendito de su vientre por sí sola, el Hijo de Dios se encarnó en su seno por obra del Espíritu Santo. Este recuerdo de la obra de Dios en el pasado afianza nuestra esperanza en el futuro. La plenitud de la naturaleza y la historia solamente se alcanzará con la venida en gloria de Cristo al final de los tiempos.

También esta esperanza la tenemos en su acción en el presente. El pan y el vino se convierten en el cuerpo y la sangre de Cristo no por obra humana, sino porque es el Sumo y Eterno Sacerdote el que celebra; los sacerdotes lo hacen in persona Christi. De modo que el fruto de la tierra y del trabajo del hombre, que son ya un regalo de Dios, van más allá de sí mismos por obra del cielo.

Y, en la comunión, recibimos el don del cielo, al mismo Dios. La gracia recibida nos capacita para ir más allá de nuestras pobres posibilidades, a que esta tierra, que somos cada uno de nosotros, pueda dar frutos de vida eterna; y el gran fruto es la santidad. Con esta esperanza, nos acercamos a comulgar.

sábado, 28 de noviembre de 2009

Esperanzados. Lucas 21,25-28.34ss

La relación propia del verdadero discípulo con la escatología, es decir, con las últimas realidades, es la esperanza, ya que se acerca la liberación definitiva (Lc 21,28) de todo aquello que niega, limita o estorba la realización del proyecto de Dios respecto a nosotros y a toda la creación. Pero esta liberación no será algo absolutamente distinto y diferente, no será la irrupción de algo de lo que tengamos simplemente una noticia ni se tratará de algo completamente ajeno a nosotros. Precisamente por eso hablamos de esperanza.

De esa liberación participamos ya por el bautismo. Esa posesión anticipada es realización y promesa de plenitud de aquello de lo cual ya gustamos por adelantado. Y es la realización, es la vivencia ahora de esa liberación la que garantiza la promesa y despierta en nosotros la esperanza. Quien obró maravillosamente así y sigue actuando llevará a plenitud lo que está teniendo lugar en mí. La firmeza de Dios, saboreada en el presente, sustenta nuestra esperanza en la plenificación de lo ya vivido. Y esa plenitud no es otra cosa que la comunión de vida con Dios por la eternidad. La belleza de Dios -su obra en mí es hermosa- me atrae hacia Él; nuestra esperanza es como la otra cara de la atracción de la belleza divina.

Pero el evangelio de este primer domingo de Adviento, nos enmarca además la vivencia de la esperanza. Atraído por los bienes futuros que ya pre-gustamos, vivimos diligentemente. De manera preventiva guardándonos de que no se embote nuestro corazón con el pecado y activamente estando despiertos. Una de las definiciones clásicas de la oración es elevatio mentis in Deum; la esperanza nos ha de mover a despegar nuestra atención de lo caduco y finito y abrirla a Dios.

Sí, esperanzadamente activos, mas con humildad, pidiéndole a Dios que Él nos dé la firmeza en la espera, pues sin Él no podemos nada. Sólo el que conoce su incapacidad y como un mendigo pide a Dios, podrá preservarse de estar aturdido por el vicio y estar vigilante ante su venida. No está lejos. Aunque no tenga Dios previsto que seamos testigos desde este mundo de la Parusía, siempre lindamos con nuestra propia muerte.

La Eucaristía es el centro de nuestra vida y la celebramos "mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo".

miércoles, 25 de noviembre de 2009

Antífona de comunión TO-XXXIV.1/Salmo 117(116),1.2

Aunque la antífona propia de comunión del último domingo del año litúrgico es la de la solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo, tenemos también la trigésimo cuarta misa del tiempo ordinario con todos los elementos. Paso ahora a glosar una de sus dos antífonas de comunión.
Alabad al Señor todas las naciones, firme es su misericordia con nosotros (Sal 117,1.2).
Al cabo de todo el ciclo litúrgico, los breves textos bíblicos que acompañan a este momento de la celebración han ido mostrando, entre otras muchas cosas cosas, cómo las palabras en la vida del creyente tienen múltiple finalidad en el diálogo entre Dios y el hombre. Unas veces es palabra escuchada, otras es respuesta, otras confesión ante los hermanos, etc. Y todo ello en el contexto de la comunión. Siendo comunión del Logos eterno, se trata de un acontecimiento eminentemente verbal, en el sentido más fuerte de esta expresión, que excede lo que nuestra razón pueda alcanzar.

Este acontecimiento de comunión con el Logos no queda cerrado entre los creyentes y el Verbo del Padre, sino que es eminentemente misionero, es comunión que llama a integrarse a ella a todos los hombres.

La participación en la comunión de vida trinitaria por medio de la comunión con el Hijo muerto en cruz y resucitado, lleva a que cada uno de los fieles y a que la comunidad de hermanos llamen a todos los que no están integrados en esa comunión a que alaben a Dios. La participación plena en el culto divino acrecienta el deseo y necesidad de que todos participen en esa alabanza. Tanto la celebración eucarística como la vida de los creyentes individualmente y como comunidad son una invitación a cantar continuamente la grandeza de Dios.

En la comunión, tenemos la mayor muestra de la misericordia divina. En ella, tenemos, por medio de la fe, experiencia, por un lado, de nuestra pequeñez e incapacidad para salir del pecado y entrar en la vida de Dios y, por otro, de que es por pura gracia divina como tenemos acceso a la plenitud para la cual hemos sido creados. Y esta misericordia la vivimos no como algo veleidoso, sino teniendo la firmeza del ser de Dios. Nosotros somos volubles y hasta podemos negarnos a nosotros mismos, pero Dios es siempre fiel a sí mismo, a su eterna e infinita bondad amorosa.

Degustar la bondad divina despierta el deseo de una gozosa alabanza, que no se cierra sobre sí misma, sino que impele a anunciar la buena noticia a todos, a invitar a todos los hombres a su plenitud, que está precisamente en alabar a Dios.

[Voy a estar unos días sin poder hacer ninguna entrada, disculpadme]

lunes, 23 de noviembre de 2009

Antífona de comunión. Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo/Salmo 29(28),10s

Paso a glosar la antífona de ayer.
El Señor se sienta como rey eterno, el Señor bendice a su pueblo con la paz (Sal 289,10s).
Son muchos los Salmos en que hay referencias directas o indirectas a Dios como Rey; incluso los especialistas han llegado a discutir si entre las tradiciones cultuales de Jerusalén había una fiesta de la entronización de Dios. En cualquier caso, el arca, que se encontraba en la entraña y centro del templo, era conocida como el "trono de Yhwh" (cf. Jr 3,16s; 1 Sam 4,4).

El Señor ha sido entronizado, tras su resurrección a la derecha del Padre. Pero en la Eucaristía se hace presente como Rey en medio de su pueblo; el Cuerpo que está verdadera, real y sustancialmente presente es el del soberano de todo el universo. Es más, este Rey todopoderoso y humilde, mediante la comunión hace su entrada en ese templo que somos cada uno de nosotros. Cuando comienza la procesión para recibir al Señor y baja del presbiterio el ministro, parece resonar en el templo:
Aparece tu cortejo, oh Dios, el cortejo de mi Dios, de mi Rey, hacia el santuario (Sal 68,25).
Sí, es el cortejo de Dios hacia ese santuario que somos cada uno de nosotros. Y, ante su llegada, el salmista nos dice:
Portones, alzad los dinteles, que se alcen las antiguas compuertas: va a entrar el Rey de la Gloria (Sal 24,7).
Una llamada a estar en gracia para recibirlo y, no solamente eso, sino a que, por la purificación de toda afección desordenada, con un corazón puro, lleguemos a recibirlo algún día sin presentar ningún obstáculo, con una total apertura.

Al comulgar, en ese templo que es el fiel, el Señor se sienta como Rey eterno. Y desde su trono rige el mundo y bendice a su pueblo con la paz. Presente en nosotros, en ese momento, toda la creación, toda la historia, gira en torno a nosotros, no porque seamos el centro del mundo, sino porque el centro del mundo nos ha elegido como su trono. Y la gracia recibida en el sacramento nos capacita para que, mediante nuestro obrar, vayamos implantando su reino de paz en el mundo.

Desde ahí, desde su trono en nosotros, nos rige a cada uno y nos bendice con la paz. Que la paz de Cristo reine en nuestros corazones (Col 3,15).

domingo, 22 de noviembre de 2009

¿Alguna guerra es justa?

Os invito a leer esta reseña que he escrito de un libro.
Os pido disculpas a los contertulios del blog, especialmente a Mrs. Wells, a quien he tenido seis días sin publicarle un comentario. He estado una semana de retiro y, justo cuando iba de viaje a mi destino, caí en la cuenta de que se me había olvidado poner la entrada que había pensado para deciros el porqué de mi silencio. Ahora lo sabéis, aunque tarde y a destiempo. En fin, perdonadme. Si hasta el mejor escribano echa un borrón, qué no haré yo que ni con mucho me acerco.

domingo, 15 de noviembre de 2009

Antífona de comunión TO-XXXIII.1/Salmo 73(72),28

Para mí, lo bueno es estar junto a Dios, hacer del Señor mi refugio (Sal 73,28).
En las antífonas de comunión, encontramos palabras que Cristo nos dirige, otras veces se las decimos nosotros a Él. En ésta, se trata de palabras de confesión que expresan ante los demás algunos aspectos de la comunión. Pero, como los hombres estamos ante nosotros mismos, son también un decirnos a nosotros. Y todo ello ante Dios. Este decir a los demás lo que sea la Eucaristía, lo es, en un primer momento, a los otros hermanos en la fe que participan en la misma celebración. El ponerme en pie y procesionalmente acercarme a comulgar es una confesión. Pero el sacramento es alimento para el camino hacia la total comunión con Dios por toda la eternidad. De modo que esa otra procesión, en todos los momentos de la vida, es también confesión.

"Lo bueno es estar junto a Dios". Esto no depende de que yo así lo determine; no soy la fuente del bien y del mal, sino que por ser Dios la Bondad misma, es Él quien define y es en relación a Él como todo queda definido. Pero yo soy libre y puedo decidirme respecto a la Bondad. Estar junto a Dios es una llamada. Y, cuando me defino así, cuando el deber ser se actualiza positivamente en mí, entonces digo con verdad que para mí lo bueno es estar junto a Él. "Para mí" no es, en este caso, una opinión intercambiable con tantas otras posibles, sino el haberme configurado con aquello para lo cual he sido creado.

Una definición de mí en relación a Dios en la peregrinación de la vida. En espera de estar en plenitud y eternamente junto a Dios, en la tierra, la mayor cercanía la tenemos en la comunión. Pero dándosenos por entero en ella, nosotros lo recibimos, le damos nuestra cercanía a veces en pequeña medida. No nos debe bastar, aunque sea imprescindible, estar en gracia de Dios. Cuanto más purificados, más cercanos nos hacemos al absolutamente cercano; cuanta más limpieza de intención, más verdad será que para mí lo bueno es estar junto a Jesús.

"Hacer de Él mi refugio". Fuera de Él no dejamos de existir, como cuando una planta tiene las raíces fuera de la tierra. Pero, lejos del ámbito divino, estamos en la inclemencia; sí seguimos siendo, pero como muertos en vida, con la muerte del alma. Viniendo de la lejanía a la casa del Padre, la comunión es confesión de nuestra debilidad, de la necesidad que tenemos de Él, de que nos proteja con su clemencia. Él es la bondad que me refugia del mal, cuando estoy junto a Él no hay miedo.
Aunque camine por cañadas oscuras,
nada temo, porque Tú vas conmigo:
tu vara y tu cayado me sosiegan (Sal 23,4).

sábado, 14 de noviembre de 2009

Perseverar hasta el final. Lc 21,5-19

Los textos de la literatura apocalíptica que en la Biblia hablan del final del mundo son abundantísimos. A lo largo de la historia ha habido muchos intentos para intentar traducir en detalle a fenómenos geológicos, astronómicos, fechas precisas, identidad del Anticristo, etc. dichos pasajes. El paso del tiempo ha ido desmintiendo todas estas especulaciones. Sin embargo, siempre hay gente dispuesta a intentarlo.

¿Cómo se concretarán todas esas profecías? Cuando llegue el momento lo sabremos. Mientras tanto, en vez de dedicar nuestra energías a algo, cuando menos, de poco provecho -si fuera de verdadero interés el magisterio de la Iglesia ya habría concretado detalles-, lo mejor es centrarnos en qué actitud tomar, qué respuesta dar sea cual fuere la concreción de esos anuncios.

Tanto ahora como al final de los tiempos (cf. C.E.C. nn. 675ss) la fe del creyente está puesta a prueba y tanto ahora como mañana o cuando sea, sea grande o pequeña la tentación, la respuesta del creyente ha de ser siempre la misma. El evangelio de este domingo es claro, apoyados en la gracia de Dios y no en nuestras solas fuerzas (cf. Lc 21,14s) hay que perseverar hasta el final: "Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas" (Lc 21,19).

[Por la tarde en misa, me he dado cuenta de que este evangelio es el del año que viene. Dios habrá permitido que me confunda por algo; espero que le haya servido a alguien este traspiés]

jueves, 12 de noviembre de 2009

El Mesías de Händel LXXVI

Y el tenor, en un segundo paso, canta:
Los quebrantarás con cetro de hierro,
los quebrarás como jarro de loza (Sal 2,9).
Entronizado a la derecha del Padre, Jesús ejerce como Rey sobre toda la historia y rige con amor sus destinos. Pero entonces, ¿por qué habla de quebrantar y quebrar con su cetro? ¿Es que Dios no obra con amor ante quienes se sublevan?

Dios es amor y ciertamente su obrar es así. Con frecuencia hay pasajes de la Escritura que chocan con nuestra expectativa. Estos pasos, precisamente porque rozan con nuestra mentalidad, nos ofrecen una gran riqueza. Ese escándalo que sentimos ante ellos es ya un acto de amor divino. La Palabra quiere romper la precomprensión que nos impide ver el amor de Dios en todo. Cuando un versículo, cuando un relato, me choca, me está haciendo una llamada a pararme y a dejar que esa Palabra viva y eficaz obre en mí. Una llamada a la mansedumbre, a la docilidad, a confiar en que Dios lo hace todo bien, a la humildad de que sea Él quien hable y no que lo juzgue mi mentalidad aún pendiente de purificación.

Para acercarnos al misterio divino, las palabras se nos quedan cortas y, con frecuencia, recurrimos a las metáforas para que, por medio de una imagen, transporten a nuestro entendimiento desde lo comprensible a lo incomprensible. El fuego siempre actúa igual, pero sus efectos son distintos según me sitúe respecto a él. Si estoy a una distancia adecuada, me da luz y calor; si me acerco en exceso, me quema. Análogamente ocurre con Dios; pero qué torpe resulta la imagen, pues el fuego no actúa ni consciente ni voluntaria ni libremente y Dios de manera absoluta sí. Y mi posición ante el fuego, al ser yo más que una realidad meramente material, siempre lo es desde una superioridad ontológica; Dios, en cambio, es el infinitamente soberano.

Él no puede sino regiamente amar libremente, pero nuestro rechazo a su amor comoporta el que ese amor nos rasgue por dentro, porque rechazamos nuestra más profunda identidad. Rechazamos lo que nos sostiene en el ser y rechazamos al único que plenifica nuestra existencia. El pecado, digámoslo una vez más, es la más profunda contradicción, es negación de uno mismo al negar al Amor que me afirma.
Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él. El que cree en Él no será juzgado; el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios (Jn 3,17s).
Por ello, las palabras que Dios les dice a Adán y a Eva tras el pecado son un acto de amor (Gn 3,16-19). Las consecuencias del pecado nos recuerdan continuamente nuestra debilidad, que no somos dioses, que necesitamos un Salvador; son una llamada a la conversión. Cuando sentimos el suave centro divino convertido en hierro quebrantador, que estamos rotos como loza, cuando aún estamos a tiempo, demos gracias por sentir ese juicio divino y como mendigos pidamos su perdón.

Todos nuestros actos son definitorios, pero la muerte, además de definitoria de nuestra personalidad, es definitiva. ¿Qué será vivenciar eternamente el Amor como cetro de hierro quebrantador? ¿Qué será palparse eternamente como un jarro hecho añicos?

miércoles, 11 de noviembre de 2009

Onanismo social

Dos noticias sobrecogedoras, aunque no sorprendentes. La junta de Extremadura ha comenzado una campaña para fomentar la masturbación entre los jóvenes de esa región y, en una reunión de la UGT, a los participantes se les ha regalado un chisme para estos menesteres. En uno y en otro caso, más o menos directamente, en mayor o menor cantidad, está por medio el dinero público.

¿Pero qué es la cultura imperante, nuestra sociedad? Pues eso. No hay más realidad que la inmanente, el mundo está cerrado sobre sí mismo, no hay trascendencia y cada uno se va encerrando en su propio microcosmos en creciente individualismo. La sexualidad -por englobar a la persona entera tiene una gran potencia simbólica, en el sentido más fuerte de esta palabra- ha perdido de tal modo la trascendencia, que ya no es que no esté presente Dios, es que ya ni se ve al otro en tanto que alguien ni a uno mismo. Incluso cuando está presente alguien, las imágenes en películas y vallas publicitarias lo que trasmiten es una masturbación a dos.

El mundo clausurado en su inmanencia, es decir, secularizado, en un materialista arresto domiciliario, solamente cuenta con lo que tiene al alcance de la mano para darse la felicidad o, al menos, para anestesiarse y no sentir el ahogo del vacío de Dios que, en el fondo, siente. El placer es, a la par, sucedáneo de felicidad y analgésico. No todos tienen al alcance de la mano el placer del éxito o el poder, de la dominación o la posesión, pero todos tienen la posibilidad del idolatrado placer venéreo, aunque sea convirtiendo en cosa al otro o a uno mismo, aunque sea instrumentalizando.

Y, en esta situación, el hombre está solo, muy solo. Está sin el Tú divino, sin el divino diálogo. El hombre sin esa palabra totalmente otra, que lo habla como a alguien, está solo y los hombres, sin Padre y Creador común, cada vez más distanciados. Sin el gran Amor, el amor va quedando reducido a lo instintivo y los ojos cada vez más tristes e inexpresivos. Tras la máscara (prósopon, persona) va desapareciendo el rostro del quién que la llevaba más allá del qué. Como en los cuadros de Modigliani, sólo queda oscura oquedad ocular. La máscara sin alguien ya no es máscara, es solamente una cosa.

Y el dios Estado nos va dedicando a todos a la prostitución sagrada, aunque solamente sea vía impuestos. Qué trasgresor resulta mirar a alguien a los ojos, mirarle a él.

lunes, 9 de noviembre de 2009

Un perfil desdibujado

Al parecer, según un estudio, los jóvenes en Estados Unidos no distinguen entre el Dios que anuncia el cristianismo y el que puedan predicar otras religiones. Sobre poco más o menos otro tanto se podría decir en otros muchos países. Evidentemente no se trata de que exista un solo Dios, sino de que no encuentran diferencia entre lo que dicen unos sobre Dios y lo que dicen otros.

Desde luego, es un problema de relativismo en el oyente. Es decir, que hay un componente en el que escucha que lleva a pasar por un filtro el mensaje recibido que da, como resultado, que sobre ese asunto, lo mismo que sobre otros, da igual lo que le digan, el resultado es el mismo. Estamos ciertamente en una sociedad en la que se tiende a equiparar todo. Todas las culturas son iguales, todas las religiones son iguales, todos los sistemas de valores son iguales, todas las propuestas de felicidad son iguales. Desde ahí cualquier mensaje llega altamente anestesiado.

Pero, junto a eso, hay, al menos, tres factores muy importantes. Por un lado, está ese perfil bajo de decir lo que nos une y no lo que nos separa, lo que le pueda gustar al otro y no lo que le pueda disgustar. Ciertamente hay que ser pedagógico y saber distinguir, como hacía S. Pablo, entre la palabra para el gentil, para el judío, para el que ya cree pero necesita alimento blando y el que ya pide comida de adulto. Pero, junto a esto, la finalidad del primer anuncio del Evangelio no es decir lo que nos une o lo que pueda agradar, sino anunciar que Cristo ha Resucitado, que Él es el Salvador.

Además de esto, hay algo que abona el relativismo. En la administración de los sacramentos, ¿tiene de verdad peso la conversión? ¿Cuántas veces no se queda todo en unos requisitos formales -incluyendo charlas de preparación-? Si da lo mismo creer que no creer a la hora de recibir un sacramento, ¿no estamos diciendo que la imagen de Dios que uno tenga es intercambiable con otra? ¿Cuantas veces consideramos que creer en Dios es equivalente a ser cristiano y ser cristiano sinónimo de católico?

Por último, además del anuncio explícito del Evangelio a los no creyentes y el discernimiento para impartir sacramentos, creo que esta noticia nos habla de algo sumamente importante y decisivo. La Iglesia es el cuerpo de Cristo, por tanto, es la que muestra su rostro al mundo. Cuando anunciamos la Resurrección, ¿el que no cree ve la gloria de la resurrección en las comunidades de creyentes? Ciertamente ven que somos religiosos, como lo son tantas personas de otras religiones; ven que asistimos a ceremonias religiosas, como tantos otros; ven que procuramos observar una moral, como tantos otros; ven que rezamos en la necesidad, como tantos otros. ¿Pero ven que quienes formamos ese cuerpo, que sus miembros, nos amamos como el crucificado, que damos la vida unos por otros? Esto es, ¿ven encarnado en nosotros el misterio pascual?

sábado, 7 de noviembre de 2009

Antífona de comunión TO-XXXII.1/Salmo 23(22),1s

El Señor es mi pastor, nada me falta; en verdes praderas me hace recostar, me conduce hacia fuentes tranquilas (Sal 23,1s).
En la Eucaristía, el Señor nos pastorea. En la liturgia de la Palabra, a través de las distintas lecturas nos va corrigiendo y alentando, nos indica cuál es el camino y por dónde nos podemos perder. Pero, en el momento de la comunión, lo hace ante todo atrayéndonos hacia sí. La belleza de quien ha dado su vida por mi me seduce y su misterio pascual se convierte en polo de atracción que me pone en movimiento hacia Él. Y secundar esa llamada define el hacia de todas mis acciones.

Cuando acepto ser pastoreado por Él, entonces nada me falta. Aunque carezca de muchas cosas, lo tengo todo. Porque riqueza y pobreza, abundancia o necesidad lo son en relación a algo. Unos carecen de los medios para obtener su apetencia y otros, aun habiendo alcanzado el norte que se propusieron, viven en carencia porque no tienen lo único que verdaderamente necesitamos todos. En la Eucaristía, no nos falta nada. En ella, tenemos el camino para llegar al fin y al fin mismo. La comunión es posibilitación para ir a Él, pero es también posesión del término hacia el cual caminamos.

Un camino que es descansado. Es caminar, pero como recostados en hierba fresca. Nuestras actividades nos agotan, pero la entrega en la cruz resucita, la muerte es donadora de vida, la fatiga es lo que nos reconstituye. Lo que es un imposible para el hombre desde su soberbia, subir hasta Dios, es descansado en la humildad de quien se deja pastorear.

Y, en la comunión, encontramos a un pastor que es hontanar de agua viva, hallamos su costado abierto; por medio de Él, el Padre dona el Espíritu.
Del zaguán del templo manaba agua hacia levante -el templo miraba a levante-. El agua iba bajando por el lado derecho del templo, al mediodía del altar (Ez 47,1).

jueves, 5 de noviembre de 2009

El Mesías de Händel LXXV

Ante la conspiración y determinación de quienes rechazan al Ungido del Señor, la reacción de Dios no se hace esperar. El tenor la canta en dos pasos, con sendos versículos del segundo Salmo.
El que habita en el cielo sonríe,
el Señor se burla de ellos (Sal 2,4).
La sonrisa siempre supone distancia; el absolutamente trascendente, el que habita en el cielo, siendo el totalmente cercano, es el infinitamente distante. Su Santidad es la libertad total del mundo, está tan suelto de él que no es mundano, no lo necesita. Por eso la Encarnación del Hijo, hacerse parte de la creación, es un acto de amor infinitamente libre. Libre del mundo es libre para crear, para encarnarse, para redimir, para divinizar. Y donde es libre es en su Santidad.

Y, por esa absoluta distancia, puede ser absolutamente íntimo. Si no fuera por su santidad, si fuera mundano, no podría ser totalmente cercano, pues se diluiría como la sal en el agua. Su Santidad es sobreabundancia de ser; no es diferente al mundo por negación de lo que no es, sino porque su realidad satura su realidad, la sacia. Su ser es acción de pura afirmación de sí. Nosotros sí necesitamos negar para decirle, por eso el hombre, como Job (cf. Jb 40,4s), ante el misterio divino calla; nuestras palabras sobre Dios necesitan heñirse en apofatismo. De ahí que pidamos en el Padre Nuestro que su nombre sea santificado, porque sin su gracia nuestras palabras solamente son mundanas, profanas.

En su infinita distancia cercana, el Señor contempla, hasta lo más profundo, lo absurdo del mal, su íntima contradicción e inconsistencia. Y sonríe.

Y, en su gracia, el mal que conspira en nosotros, la tentación, conforme vamos creciendo en santidad se aleja en lontananza. Ya no solamente no se está identificado con él -eso es estar en pecado-, sino que conforme la inercia del mal que queda en mí, tras el perdón divino, va siendo purificada, la tentación me afecta menos.

El mal, no solamente el personal, sino el mal de la historia toda, queda relativizado desde la Cruz. No solamente cobro distancia de él, sino que me aparece vencible y percibo cómo puedo participar en la lucha por una victoria ya alcanzada en la Resurrección.

"El Señor se burla de ellos". No les espera la Gloria, sino vergüenza eterna; han rechazado la estima divina. Pero esa burla divina, mientras aún hay tiempo en esta tierra, es una llamada a la conversión; es dejar patente al pecador, a mí, el fracaso de mi soberbia y mi necesidad de ser librado del yugo del pecado para poder entrar en el servicio divino.

miércoles, 4 de noviembre de 2009

El Mesías de Händel LXXIV

Y todos los que conspiran a coro murmuran:
Rompamos sus coyundas,
sacudamos su yugo (Sal 2,3).
Ya en la primera tentación en el Paraíso, la voluntad de Dios es presentada como una tiranía; Satanás quiere convencernos de que Dios no quiere al hombre, que lo quiere oprimir y por eso lo limita. Y el hombre, una y otra vez hace caso a esa insinuación. No reconoce que Dios no necesita limitarlo, porque de suyo cualquier criatura, por grande que sea, en algún aspecto es limitada. No necesita someterlo, pues ninguna criatura es absoluta, todas, al menos en algún aspecto dependen de su Creador. La tentación es a no aceptar lo que somos, a querer ser otros; pero no a querer ser otro hombre distinto al que soy, con otra identidad y destino, la tentación radicalmente es no aceptar que somos criaturas y querer ser Dios. Queremos ser el Señor.

Pero lo cierto es que la urdimbre de nuestro ser está hecha para que la trama sea el servicio y, por ello, el hombre solamente sabe obedecer. La cuestión es a quién. Cuando desobedecemos la voluntad de Dios no dejamos de obedecer, sino que nos ponemos al servicio de otro señor, aunque sea bajo el engaño de hacernos creer otra cosa.
¿No sabéis que al ofreceros a alguno como esclavos para obedecerle, os hacéis esclavos de aquel a quien obedecéis: bien del pecado, para la muerte, bien de la obediencia, para la justicia? (Rm 6,16).
La verdadera obediencia es acción que brota de la audición de la Palabra y la muerte del alma es la retracción a ella para caer en la esclavitud del pecado, para lo cual nos bastan nuestras fuerzas, mientras que para librarnos del pecado no podemos solos, sino que necesitamos de la ayuda de Dios (cf. Lv 26,13). Siempre llevamos un yugo, pero de aquél de la esclavitud del pecado no somos libres para dejarlo, mientras que Dios, junto a sí, no nos retiene contra nuestra voluntad. Es cierto que llevamos un yugo, pero no uno de muerte, sino de vida:
Mi yugo es llevadero y mi carga ligera (Mt 11,30).
Y ese yugo, esa carga, es la cruz. Por eso, es obediencia de vida, porque es llevar la puerta de la resurrección. Y es obediencia no de esclavos, sino de hijos:
Habéis recibido, no un espíritu de esclavitud, para recaer en el temor, sino un espíritu de hijos adoptivos, que nos hace gritar: ¡Abba! (Padre). Ese Espíritu y nuestro espíritu dan un testimonio concorde: que somos hijos de Dios; y si somos hijos, también herederos, herederos de Dios y coherederos con Cristo, ya que sufrimos con Él, para ser también con Él glorificados (Rm 8,15ss).

martes, 3 de noviembre de 2009

El Mesías de Händel LXXIII

Sin embargo, pese a que los mensajeros van pregonando el mensaje a cuantos encuentran "no todos han prestado oído al Evangelio" (Rm 10,16). Es extraño, el anuncio lo es de la victoria sobre el mal de la que se quiere hacer partícipes a todos. Estamos ante el misterio del mal. En la historia, tras la Resurrección de Cristo, aunque van creciendo los campos, entre los trigos, nace también la cizaña (cf. Mt 13,24-50). Por eso, el bajo se pregunta:
¿Por qué se amotinan las naciones,
y los pueblos planean un fracaso?
Se alían los reyes de la tierra,
los príncipes conspiran,
contra el Señor y contra su Mesías (Sal 2,1s).
Esto mismo se preguntaban los hebreos en la entronización de los descendientes de David. Y eso mismo podemos preguntar nosotros, no a nuestra razón, que no es capaz de alcanzar este misterio, sino a Dios.

Ciertamente los hombres se resisten al mensaje, pero no solamente lo hacen individualmente, aisladamente, sino que también en la historia, en la nuestra, en nuestro propio hoy, podemos palpar cómo las voluntades en contra se conjuntan. Sumidos en medio de la cultura de la muerte, es fácil atisbar cómo hay una trama; incluso, más allá de la acción de los hombres, una inteligencia y voluntad que conspira contra el reinado de Cristo.

Pero pedir luz no solamente para cobrar inteligencia del misterio de iniquidad fuera de mí, sino en mí mismo. Porque mi voluntad es solicitada para unirse a la coalición del mal: "Pedir conoscimiento de los engaños del mal caudillo y ayuda para dellos me guardar, y conoscimiento de la vida verdadera que muestra el sumo y verdadero capitán, y gracia para le imitar" (S. Ignacio de Loyola).

Siete reyes se resistieron a que el pueblo de Israel entrara en la tierra prometida a los patriarcas y siete reyes en nuestro interior intentan impedir que entremos en el Reino de los Cielos: soberbia, avaricia, lujuria, ira, gula, envidia y pereza. El mal está vencido, Satanás sabe que no podrá triunfar, pero quiere unirnos a su derrota.

¿Por qué pese a que se me ofrece la plenitud, me resisto y conspiro, no solamente contra el Señor y su Mesías, sino también contra mí mismo?

lunes, 2 de noviembre de 2009

Mesías de Händel LXXII

A toda la tierra alcanza su pregón y hasta los límites del orbe su lenguaje (Rm 10,15).
Un nuevo versículo de la Carta a los Romanos en el que se cita el AT, concretamente el Sal 19 (18), 5. Las miríadas de mensajeros que anuncian la paz recorren toda la tierra y todos los tiempos, en obediencia al mandato recibido (cf. Mc 16,15). Y, como los mensajeros, aunque no pierden su individualidad, actúan como uno, el versículo lo canta el coro.

El Salmo en que se encuentra originalmente este versículo nos habla de otros mensajeros, de las criaturas de la bóveda celeste que ha hecho Dios:
El cielo proclama la obra de Dios, / el firmamento pregona la obra de sus manos: / el día al día le pasa el mensaje, / la noche a la noche se lo susurra (Sal 19(18),2s).
El Sol, la Luna y las estrellas, lejos de ser dioses, son seres creados por Dios y están a su servicio. Como mensajeros, sin pronunciar palabra, hablan de su Creador.
Lo que puede conocerse de Dios lo tienen a la vista: Dios mismo se lo ha puesto delante. Desde la creación del mundo, sus perfecciones invisibles, su poder eterno y su divinidad, son visibles para la mente que penetra en sus obras (Rm 1,19s).
Pero ahora el versículo del Salmo lo refiere S. Pablo a otros mensajeros. No son criaturas sin palabra, sino hombres que han creído en Cristo y han sido enviados por Él. No se trata de que lleven un conocimiento de Dios que pueda alcanzar la razón humana, sino de lo que es cognoscible solamente por fe. No se trata de dar a conocer solamente las perfecciones invisibles de Dios, su poder y divinidad, sino de anunciar que es Padre; que ha enviado a su Hijo para nuestra salvación y que, para ello, se ha hecho hombre, ha muerto en Cruz y ha Resucitado; que tras subir a los cielos, por medio de Él, el Padre ha enviado al Espíritu Santo.

Y este es un mensaje que no solamente tiene la pretensión de llegar a todos, sino que llega hasta el último confín de la tierra. Y el último confín es lo más profundo del corazón del hombre. Esto es así porque no son solamente las voces humanas las que llevan a cabo el anuncio; si no fuera por la acción del Espíritu Santo, esta palabra sería una palabra entre tantas otras. Por muy profunda que fuera, por muy penetrante que llegara a ser, no llegaría a lo más íntimo de la entraña humana. Pero llega al hondón del hombre y ahí resuena el anuncio de la salvación, que es llamada a ser de Cristo.

Un anuncio que, a la par, es suscitación de fe: "La fe nace del mensaje, y el mensaje consiste en hablar de Cristo" (Rm 10,17). Pero es anuncio, propuesta, llamada... nunca imposición. El hombre por el don de la fe puede responder afirmativamente, pero también puede retraerse y distanciarse de esa palabra.