martes, 13 de enero de 2009

El Mesías de Händel XVIII

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La presencia del Señor-Mensajero con su luz nos abaja para llevarnos hacia sí (cf. Lc 18,14), pero no sin nuestra aquiescencia, no sin nuestro consentimiento. Por eso calla, para poder escuchar, si nosotros, tras conocer en su verdad la nuestra, a su palabra en delantera, respondemos como Bartimeo: "¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mi!" (Mc 10,47). Ya la verdad de nosotros, que su justicia había mostrado, era una obra de su misericordia para con nosotros. Pero, ¿de qué nos serviría esa verdad si no fuera una Palabra recreadora?

Por eso, sigue cantando la soprano: "Será fuego de fundidor" (Ml 3,2). No solamente el calor de su amor nos dirá de la impureza de nuestro metal, sino que, si así lo acogemos, nos perdonará, los pecados, nos purificará. Pero nunca anulando lo que somos, siempre con infinita paciencia, nunca Él solo, siempre con nosotros. Sin Él nuestro camino de santidad sería imposible, pero, con Él, somos nosotros quienes tenemos que trabajar en esa purificación, en que su perdón gratuito lleve a plenitud su obra en nosotros, hasta que desaparezca cualquier inercia del pecado.

¿Y para que? Y el coro gozoso canta: "Refinará a los hijos de Leví y presentarán al Señor la ofrenda como es debido" (Ml 3,3). La gloria del Señor ha irrumpido en su Templo, hace posible esta vocación. Mas también hace que formemos parte de un pueblo sacerdotal y que puedan ser verdad en nosotros las palabras del apóstol:

Os exhorto, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, a presentar vuestros cuerpos como hostia viva, santa, agradable a Dios; este es vuestro culto razonable. Y no os ajustéis a este mundo, sino transformaos por la renovación de la mente, para que sepáis discernir lo que es voluntad de Dios, lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto (Rm 12,1s).

Así pues, una vocación que no es sino ser como el Hijo, cuya humanidad es el templo de su divinidad, que es el sumo y eterno sacerdote y la víctima de su propio sacrificio. Nuestro culto conforme al Logos es la oblación de nosotros mismos en unión a la suya. Una vocación a la santidad, a no ajustarnos a este mundo, sino trascenderlo; realizando en él, como Jesús, la voluntad del Padre. Para lo cual, hemos de volver nuestra mente (nous) a la novedad eterna que es Dios -a lo nuevo en que estábamos en el Paraíso-, vivir en continua conversión (meta-nous). Purificados, pues, para ser hijos en el Hijo.

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