viernes, 16 de enero de 2009

El Mesías de Händel XXI

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"...y le pondrá por nombre Enmanuel" (Is 7,14).

El libro del Génesis, en el relato de la creación, nos dice: "Dijo Dios: 'Haya luz', y hubo luz. Vio Dios que la luz estaba bien, y apartó Dios la luz de la oscuridad; y llamó Dios a la luz 'día' y a la oscuridad la llamó 'noche' " (Gn 1,3ss). Dios crea todas las realidades y les da un nombre. Y un poco más adelante: "y los llevó ante el hombre para ver cómo los llamaba, y para que cada ser viviente tuviese el nombre que el hombre le diera. El hombre puso nombres a todos los ganados, a las aves del cielo y a todos los animales del campo" (Gn 2,19s).

El hombre no crea las realidades, pero les pone nombre. Es verdad que realiza artefactos, que manufactura cosas; pero son eso, simplemente una factura. Solamente Dios crea de la nada. Pero el hombre, aunque no tenga una palabra que con sólo pronunciarse convoque desde la nada a las realidades, como imagen de Dios, les pone nombre.

No se trata de una tarea de etiquetado. Es más. Les asignamos una finalidad, cuál sea su papel en nuestro mundo. Poner nombre es un acto de dominio. Dios quiso que el hombre fuera su visir en la creación; quiso que, en su nombre, ejerciera la soberanía.

Uno de los desórdenes que trae el pecado es que no inscribimos las cosas en la finalidad por Dios querida, que redunde todo en alabanza de su gloria. Cuando decidimos darles otra finalidad, decidimos establecer otro reino frente al divino.

Pero no solamente Dios da nombre a las cosas, también, cuando creó al hombre, lo hizo para una finalidad, para la filiación divina. Y los hombres también damos nombres a los otros hombres. Todos tenemos un fin común, pero cada uno tenemos nuestro nombre propio, porque cada uno, en ese común fin, tenemos nuestra propia misión. Pero el hombre quiere darse un nombre de espaldas a Dios (cf. Gn 11,4).

La vida del verdadero discípulo es dejar de darse él un nombre y oír cómo el Resucitado lo llama por su nombre (cf. Jn 20,16); y, escuchado éste, dejarlo todo para seguirlo. En la gloria, recibiremos el nombre nuevo que solamente conoce el que lo recibe (cf. Ap 2,17).

Tendremos que continuar con el nombre.

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