domingo, 15 de febrero de 2009

Un leproso muy obediente. Marcos 1,40-45

El evangelio de este domingo, Mc 1,40-45, leído con un poco de detención resulta chocante en su final. ¿Desobedece el leproso a Jesús?

Los leprosos son un símbolo del pecado. En el AT, esta enfermedad era una situación de impureza que apartaba de la vida de la comunidad y de la participación en el culto. Es decir, lo mismo que le pasa al pecador. La curación del leproso es más que tener salud corporal, suponía poder reintegrarse a la vida del pueblo de Dios cuyo centro era el culto a Dios.

Nuestro leproso se acerca a Jesús y se pone de rodillas ante Él, que es como deberíamos de acercarnos todos. Y hace una confesión profundísima: "Si quieres, puedes purificarme". Lo que quiere es la pureza y a quien se lo pide es a alguien al que reconoce que su querer es poder. Solamente en Dios hay una ecuación perfecta entre lo uno y lo otro.

Esto además nos ayuda a comprender su omnipotencia. Ésta no es una cuestión abstracta. El poder de Dios no se da al margen de su querer; Él no puede simplemente todo, sino que puede todo lo que quiere y su querer no tiene ningún límite externo a su mismo querer. Su voluntad no está definida, limitada por nada externo a ella misma, su voluntad está definida por el Amor absoluto que es Él mismo; es decir, está definida desde sí misma por la ilimitación del Amor.

Jesús lo toca. Todo el que tocaba a un leproso quedaba a su vez impuro. Jesús es quien al tocar purifica, nosotros somos los que necesitamos ser tocados por Él. Su tacto va acompañado de su palabra poderosa: "Quiero, queda purificado". La palabra que con sólo pronunciarse crea, es la que nos recrea, la que nos hace criaturas nuevas.

Tras quedar al instante limpio, Jesús lo despide y le dice que vaya al templo a hacer lo pertinente para poder participar en el culto con vistas a que quede de ello constancia. Pero cuando se fue empezó a divulgar el hecho. ¿Obedeció el leproso?

Creo que sí. Jesús le dijo que no fuera él quien contara el hecho. Y es Él quien nos dice que no hablemos nosotros sino que sea el Espíritu del Padre el que lo haga por nosotros (cf. Mt 10,20). ¿No será esto lo que pasa con el leproso? ¿No es esto lo que pasa en nosotros cuando es sanado del pecado nuestro corazón y quedamos desbordados por el gozo del Espíritu Santo?

Aquí vemos cómo Jesús no ha venido a abolir la ley, sino a darle cumplimiento. El leproso, al proclamar las obras de Dios, ya le está dando culto, pero no en Jerusalén o en el monte Garizim, sino en Espíritu y Verdad (cf. Jn 4,24).

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