sábado, 5 de septiembre de 2009

Ábrete. Mc 7,31-37

Tras años de preparación en el catecumenado y habiendo tenido lugar los últimos escrutinios y entregas del Símbolo y la Oración dominical, el Sábado Santo, como preparación inmediata a la recepción de los sacramentos de la Iniciación Cristiana en la inminente Vigilia Pascual, los elegidos se reúnen en clima de recogimiento espiritual y oración. En este contexto, tienen lugar los últimos ritos: la “Recitación del Símbolo”, el “Effetá”, la “Elección del nombre cristiano” y la “Unción con el óleo de los catecúmenos”. Todos ellos de una gran profundidad y expresividad simbólica.

En el rito del Effetá, después de leerse el evangelio de este domingo (Mc 7,31-37), el celebrante se acerca a cada uno de los elegidos y con el pulgar les toca los oídos y la boca, cuyos labios están cerrados. Mientras tanto dice:
Effetá, que significa: ábrete, para que profeses la fe, que has escuchado, para alabanza y gloria de Dios.
Seguramente el mejor comentario a este evangelio sea este rito. Si no hemos sido bautizados de adultos, podemos ser testigos de él, cuando acompañemos a algún adulto en el camino del catecumenado. Aunque no solamente; en el ritual del bautizo de niños, está como rito opcional. Ahora bien, más allá de ver una celebración, el ser testigo de ella no lo es de lo externo que capta el conocimiento natural, sino de lo que nos notifica la fe. Habrá quienes reconozcan en lo que se celebra lo que ha ocurrido en la propia vida; otros se sentirán llamados a que sea verdad en ellos. En otros casos, tristemente la actitud de algunos asistentes a la celebración hace recordar lo que dice el Señor en Mt 7,6.

La espiritualidad bautismal, que es la común a todo cristiano, supone, en el caso de quien fue bautizado de niño, el hacer personalmente el recorrido que hicieron, con él en brazos, sus padres y padrinos el día de su bautismo, desde la acogida en el atrio de la iglesia hasta la despedida tras la bendición en torno al altar. En este caso concreto del Effetá, en ese camino de maduración espiritual en el que tenemos que empeñar nuestra vida, tiene que ser abierto nuestro oído para escuchar y soltada nuestra lengua para proclamar el Evangelio, por el único que puede hacerlo, Jesús.

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