sábado, 31 de octubre de 2009

Dichosa pobreza. Mt 5,1-12a


Este domingo celebramos la Solemnidad de Todos los Santos. El evangelio correspondiente es sumamente denso. Me centraré en un solo versículo y, como siempre, sin pretensión de agotar lo inagotable. Otro año, el siguiente.
Dichosos los pobres en el espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos (Mt 5,3).
Al ver a la gente, desde lo alto -sube a la montaña- y en actitud magisterial -sentado- se pone a enseñar. Los discípulos lo han seguido; al subir, Jesús ha tomado distancia, pero ellos se han acercado tras ese movimiento ascensional. Y comienza el conocido como Sermón de la montaña, cuyo frontispicio son las Bienaventuranzas. La primera es la que ocupa nuestra atención hoy.

Todos los hombres quieren ser felices. Si los hombres lo fueran no desearían serlo, disfrutarían de ello o, a lo más, procurarían no dejar de serlo. El hombre, de entrada, no es feliz y, sin embargo, lo anhela. Pero además lo quiere ser para siempre, por toda la eternidad.

Desde este deseo, al hombre se le han planteado las cuestiones más hondas de su vida. ¿Por qué desearlo? ¿Por qué lo que puedo alcanzar con mis fuerzas no puede saciar esa necesidad? ¿Por qué no puedo acallarla aunque no la satisfaga? ¿Por qué mi vida no parte de la felicidad? ¿Habrá alguien que sea más que el hombre y pueda satisfacerla?

La felicidad es fruición de la plenitud. Si el hombre no es feliz es porque le falta algo esencial y eso que lo plenifica no está al alcance de su mano. Esta privación de lo necesario nos habla de que el hombre, en su existencia concreta, de entrada es pobre.

En la Biblia, encontramos que la pobreza indica ciertamente privación de algo, normalmente material. Pero, en ella, también se nos habla de otro tipo, hay un pobre cualificado. El no tener algo es una situación que, en el caso de la felicidad, es común a todos los hombres, mas la actitud ante esa situación varía en cada uno. En el AT, hay un pobre que, además de carecer, se sitúa ante Dios como ante Aquél de quien depende y puede recibirlo todo; por ello, el griego tradujo en estos casos, en vez de pobre, manso.

Si la pobreza como falta de lo único necesario (cf. Lc 10,42) fuera por sí misma causa de felicidad todos los hombres serían felices. El verdadero pobre es el que, como el publicano en el templo, está ante Dios.
El publicano, en cambio, se quedó atrás y no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo; sólo se golpeaba el pecho, diciendo: ¡Oh Dios, ten compasión de este pecador! (Lc 18,13).
Su única riqueza es Dios y solamente Él puede saciar su hambre de divinidad. Esta es la puerta para entrar en posesión del Reino de los Cielos. Entonces el hombre es feliz ya en esta vida. De manera irreversible, sin limitación de espacio o tiempo, en la eternidad.

¿Y sobre la actitud ante los necesitados? El que solamente tiene a Dios por riqueza ve al necesitado de otra manera. Pero de eso, más en concreto, habla otra Bienaventuranza (cf. Mt 5,7). Hoy no podemos abarcarlas todas.

jueves, 29 de octubre de 2009

El Mesías de Händel LXXI


Desde la Ascensión el número de los enviados por el Señor va creciendo y creciendo. ¿Y cómo son estos heraldos para los destinatarios, cómo eran quienes me anunciaron la Resurrección?
¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero [que anuncia la paz,] que pregona la buena noticia! (Rm 10,15).
Casi todo el libreto está construido con citas del AT; en esta ocasión Jennens, se sirve de un versículo de la Carta a los Romanos; concretamente con una variante textual, que aparece en varios manuscritos, y que aproxima la cita de S. Pablo, aún más, al oráculo de Isaías (Is 52,7) al que expresamente remite el Apóstol. Y Händel, en una de las más sentidas arias de todo el oratorio, lo pone, tras una hermosa introducción de las cuerdas, en boca de una soprano.

Jerusalén está desolada, no hay templo y, por ello, falta la presencia de Dios. Lo más propio de ella, su razón de ser le falta. Así el hombre tras el pecado, desolado; él que había sido creado para ser templo de Dios, se encuentra totalmente vacío. Los centinelas miran a su alrededor deseosos, pero impotentes. Y, sobre los montes que rodean a Jerusalén, ven llegar correr ligero a un heraldo. Sus pasos son alegres, como quien sabe que va a recibir albricias por la noticia que lleva.

¡Qué bellos son sus pies avanzando por el camino! Hermosos para quien anhela las nuevas que él porta, para quien tiene apetito de divinidad, para quien ansía la salvación. La presencia de su caminar en el vacío anhelante de Dios hace que muestren su belleza, que su carrera nos remita más allá de ellos mismos, a la noticia que trae, a pesar de la distancia.

Corre ligero, como quien con el corazón dilatado camina por la voluntad del Señor (cf. Sal 117,32). Su carrera es diferente, su ligereza no es fruto de sus fuerzas simplemente; tiene la diligencia del que obedece a Dios, la velocidad del que ha sido sanado por la gracia. Sus noticias solamente pueden venir de la misericordia divina.

Viene a anunciar la paz, a proclamar que la división, traída por el pecado, entre los hombres y Dios, entre los hombres entre sí, entre los hombres y la creación, y la división con uno mismo ha sido restañada. El hombre puede volver a la comunión con Dios. Es noticia de la bondad de Dios.

Y el oráculo completo de Isaías prosigue:
¡...que pregona la victoria! Que dice a Sión: "Tu Dios es Rey" (Is, 52,7).
Cristo ha resucitado y está entronizado a la derecha del Padre. Viene a traer vida a la ciudad desolada, a cada uno de los pecadores, y a poner la sede de su gloria en ella.

miércoles, 28 de octubre de 2009

El Mesías de Händel LXX


[Después de largo tiempo sin tocarlo, volvemos a la carga, a continuar glosando la obra de Händel. ¿Qué será de esta nueva andadura tras el paréntesis? Es difícil volver al mismo tono compositivo. Afortunadamente el silencio llegó en un momento de cambio. Tras la Ascensión comienza un nuevo tiempo]
El Señor pronuncia un oráculo, millares pregonan la alegre noticia (Sal 68 (67), 12).
Y, como es una multitud de predicadores, el coro triunfalmente es el que lo canta. Lo hace así porque esa palabra pronunciada por el Señor no es otra cosa que la victoria sobre el pecado, el mal y la muerte: la Resurrección de Cristo.

Es solamente un solo oráculo, es una única palabra, porque única es la Verdad. En su Ascensión, el Cuerpo de Cristo ya no es perceptible por los sentidos en la forma en que lo fue para sus discípulos primeros, pero no nos ha dejado en el silencio. Sus enviados pronuncian con sus muchas voces y en sus muchas lenguas esa única Palabra; lo único que nos ha dicho el Padre es el Hijo eterno, hecho hombre, muerto y resucitado para nuestra salvación.

Una única Palabra pronunciada desde la eternidad. Una Palabra de la que no puedo disponer, que no me puedo inventar, que no puedo moldear. Y, sin embargo, una Palabra que el oyente con fe hace suya. Una Palabra que, en quien la anuncia movido por el Espíritu, es, a la par, Palabra divina y de aquel que la proclama.

Miles de voces y una sola Palabra. Y el versículo que dice esa única Palabra es cantado por muchos. Händel pone la primera parte en voces masculinas y la segunda es cantada por todo el coro y, a continuación, alterna, primero las femeninas y luego todos. Con muchas voces trata de decir la Única en lo múltiple.

Y esta única Palabra, hecha pregón en las voces de todos los creyentes de la historia, es buena noticia hasta el último rincón de la tierra, Evangelio, alegría de la salvación, de participar en un triunfo. Noticia que hace presente la realidad de la Resurrección, pero presencia de lo que aún está también ausente. No es todavía visión; es noticia de alegre esperanza, real vivencia y pregustación de los bienes futuros.

Noticia que no coacciona, que no quiebra la libertad, que invita y atrae, en miles de voces, en miles de historias de salvación que la han acogido ya, hacia sí: "El que quiera venirse conmigo que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga" (Mc 8,34). Alegre noticia.

¿Y por qué miles de voces, miles de vidas en Él vividas, para decir la única Palabra? Miríadas de diferentes criaturas hablan de la insondable simplicidad de la Bondad del Creador. Miles de vidas, miles de voces humanas para expresar la riqueza una e inabarcable de la Resurrección del Señor.

domingo, 25 de octubre de 2009

Antífona de comunión TO-XXX.1/Salmo 20 (19),6

Que podamos celebrar tu victoria y en el nombre de nuestro Dios alzar estandartes (Sal 20 (19), 6).

La Eucaristía es el memorial del misterio pascual del Señor, por tanto, de su victoria sobre el pecado, el mal y la muerte. La Resurrección de Cristo no es ni una leyenda ni un mito, sino un hecho histórico. No es algo cuya realidad dependa de nuestra voluntad; ante el anuncio de los testigos, al hombre lo que le cabe por gracia es acoger con fe.

Pero la celebración de su victoria tampoco está en nuestra mano. Por ello, ante Jesús dándosenos en la comunión, pedimos al Padre poder celebrar su triunfo y hacerlo en la mayor plenitud que podamos en esta vida. No solamente asistiendo a la celebración eucarística el domingo, el día de su victoria, de su Resurrección, sino pudiendo y queriendo comulgar. Y no simplemente poder hacerlo, sino deseando que esa comunión lo sea en tal pureza de corazón, tan limpiamente ordenada a su servicio y alabanza, que la voluntad, elevada por la caridad, sólo y totalmente haga eso: comulgar en su victoria.

Mas la Resurrección, siendo un hecho del pasado, no es un hecho histórico como los demás, de los cuales solamente nos llegan desde el ayer los ecos del acontecimiento. Pedir poder celebrar su victoria en la comunión con su misterio es pedir la participación no simplemente en los frutos del resultado de su combate, sino pedir crecer en la participación de la misma lucha, poder combatir con Él codo con codo, para estar, con júbilo y en nombre de Dios, pues es Él quien nos da la victoria, en el gozo del Señor Resucitado, en su victoria. En palabras de S. Ignacio de Loyola puestas en la boca del Rey Eternal: “Quien quisiere venir conmigo ha de trabajar conmigo, porque, siguiéndome en la pena, también me siga en la gloria”.

La Eucaristía nos da el atrevimiento de pedir entrar cada vez más en el combate de una victoria que tuvo lugar sin nuestro concurso y de la cual participamos desde nuestro bautismo.

sábado, 24 de octubre de 2009

La necesidad de ver. Marcos 10,46-52


El verdadero oyente del evangelio de S. Marcos, es decir, el que ha ido haciendo camino en pos de Jesús con sus discípulos, llega este domingo a un pasaje decisivo. En ese seguimiento, Jesús, antes de llegar a Jerusalén, nos tiene que llevar a Jericó, el lugar más deprimido (240 m. bajo el nivel del mar) de la tierra. Y nosotros necesitamos que nos lleve ahí, que nos haga sentir como el ciego del evangelio.

El camino de maduración de la inicial adhesión a Cristo pasa por el crecimiento en la humildad; solamente el que llega a lo más bajo es ensalzado (cf. Mt 23,12). Creemos que somos ricos y es menester que el Señor nos haga palpar que en realidad estamos como el ciego, mendigando al margen del camino, que sintamos que nuestra hambre de divinidad la entretenemos con unas migajas. Creemos que vemos, que comprendemos, que sabemos y precisamos percibir que no es así, que, pese a haber sido creado para contemplar a Dios, los ojos de la fe no los tengo abiertos del todo.

Mientras sigamos confiando en nosotros, mientras sigamos creyendo en alguna medida que somos capaces de dar respuesta desde nosotros a nuestra existencia, que somos capaces de comprender, aún no hemos llegado a Jericó. Necesitamos seguir bajando para no solamente aprender vitalmente que somos ciegos pobres y pobres ciegos, sino también para descubrir, no simplemente para tenerlo claro conceptualmente, que no podemos devolvernos la vista, que necesitamos un Salvador, alguien que nos cure de la ceguera de no ver el amor de Dios en todas las cosas.

Uno de los mayores regalos que nos puede hacer Dios es que se nos haga patente el fracaso de nuestra soberbia. Desde ahí, nuestra oración se hace un grito como el del ciego, oramos con todo nuestro ser, oramos sin que nadie nos frene, oramos insistentemente pidiendo compasión como este ciego o el publicano en el templo: "¡Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador!" (Lc 18,13).

Desde la profunda humildad podemos pedir con plenitud: "¡Maestro, que pueda ver!" (Mc 10,51). Necesitamos que Jesús nos abra los ojos para poder responder a su llamada: "El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga" (Mc 8,34). Y como ciegos curados empezar la ascensión hacia Jerusalén: "... y lo seguía por el camino" (Mc 10,52).

viernes, 23 de octubre de 2009

La apologética de Chesterton

Os invito a leer el artículo que me han pedido en LD sobre un libro de Chesterton. Podéis dejar vuestros comentarios aquí.

domingo, 18 de octubre de 2009

Antífona de comunión TO-XXIX.1/Salmo 33 (32),18s


Los ojos del Señor están puestos en sus fieles, en los que esperan en su misericordia, para librar sus vidas de la muerte y reanimarlos en tiempo de hambre (Sal 33,18s).
La comunión es una relación interpersonal, un encuentro con Alguien. En el contexto eucarístico, lo que sería originalmente una metáfora antropomórfica cobra un realismo inigualable: Jesús mira a sus fieles con ojos humanos. Esta antífona nos abre a una oración eucarística de gran profundidad: dejarse mirar por Él. En los distintos momentos que el celebrante muestra el cuerpo de Cristo para la adoración de los fieles, podemos no solamente mirar a Alguien, sino ser mirados por Él; no pensar que me mira, no imaginármelo, no recordar estas afirmaciones, sino activamente ser mirado. Porque las acciones que recibimos de los demás las podemos acoger activa o pasivamente. Cuando alguien me mira, puedo ignorar su mirada, puedo esconderme de ella, puedo no saber que lo hace o bien puedo dejar que me mire, puedo desnudarme ante su mirada, puedo abrirme del todo para que clave sus ojos en el fondo de mi ser, puedo dejar que su mirar acaricie mis más hondas heridas, puedo dejar que me atraiga hacia sí,...

Sus ojos están puestos en quienes esperan en su misericordia. Este dejarse mirar es secundar su iniciativa. El creyente, en mayor o en menor medida, ha tenido experiencia ya de la bondad divina, sabe por la fe de la salvación que viene de la Cruz. Y todo saber de Dios es una pregustación en la que somos abiertos a la esperanza. En su don, Dios no solamente se nos da, sino que nos asegura que se nos seguirá dando. El que ha recibido la misericordia de Dios espera seguir siendo agraciado por la fidelidad divina a sus promesas.

Jesús nos ha alimentado en tiempos de hambre y seguimos esperando que lo haga. Nuestra historia personal está marcada por el hambre de divinidad y, mientras no lleguemos a la patria celeste, nuestra vida es un peregrinar hacia la visión beatífica. En este éxodo, quien me mira me alimenta de divinidad y me promete: "El que viene a mí no pasará hambre. (...) Esta es la voluntad de mi Padre: que todo el que ve al Hijo y cree en Él tenga vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día" (Jn 6,35.40).

sábado, 17 de octubre de 2009

No saber lo que se pide. Marcos 10, 35-45



En este evangelio, Santiago y Juan, después de haber escuchado el tercer anuncio de la pasión (10,32ss), muy resueltos, le dicen a Jesús que quieren que haga lo que ellos le digan (v. 35). ¿Y qué quieren? Pese a lo que le han escuchado sobre la discusión que habían tenido por el camino en torno a quién era el más grande (9,33-37), le piden ocupar los puestos de honor. Aún no saben, no se les han abierto del todo los ojos (8,22-26).

Jesús es claro: "No sabéis lo que pedís" (10,38). En el diálogo, se aprecia que, pese a usar la misma lengua, en realidad hablan idiomas distintos. Esta incomunicación en la aparente comunicación se palpa muy bien en las conversaciones de Jesús en el evangelio de S. Juan. ¿Acaso nosotros entendemos mejor? Cuántas veces usamos palabras y expresiones ortodoxas y, precisamente por su corrección, no nos damos cuenta de que no entendemos. Y no me refiero a que no entendamos racionalmente, sino a que podemos creer que creemos o que creemos más de lo que en realidad creemos. El extremo es el del que tiene una relación de religiosidad natural con Cristo, el que tiene una creencia natural como el creyente de otra religión la tiene de la suya.

El camino de fe es camino de crecimiento en el conocimiento de Cristo, es maduración y purificación de la fe sobrenatural. Y una de las mayores gracias que nos puede hacer el Señor es que nos haga ver que no vemos, que nos diga que no sabemos, que nos ponga en el lugar del personaje del próximo domingo para pedir lo que éste pide (10,46-52).

Pedir un lugar determinado no es lo propio del verdadero discípulo, desde la eternidad Dios tiene para cada uno una vocación, un destino (10,40). Lo que debemos hacer no es decirle al Señor el puesto que quisiéramos tener, sino responder a la llamada concreta que a cada uno personalmente hace y que, en todos los casos, por muy diversas que sean unas de otras, pasan siempre por el seguimiento de Cristo, por apurar la misma copa (Jr 25,15-29; Is 51,17) e in-mergerse en las mismas aguas (Sal 42,8; 69,2.6; 124,4): "El Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por todos" (10,45).

domingo, 11 de octubre de 2009

Antífona de comunión TO-XXVIII.1/Salmo 34 (33),11

Los ricos empobrecen y pasan hambre, los que buscan al Señor no carecen de nada (Sal 34,11).
La experiencia parecería negar que fuera verdad lo que dice este versículo. Son muchos los ricos que mueren ricos y que no han pasado nunca hambre. En cambio, son muchos los creyentes que pasan necesidades, que carecen de muchas cosas, materiales y no materiales; muchos de los que buscan al Señor carecen de lo más elemental para subsistir, incluso del respeto a su libertad religiosa, de expresión, etc.

Y, sin embargo, en el momento de ir a comulgar, el creyente sabe que esto es una apariencia, que esto solamente es una evaluación desde un punto de vista que ha prejuzgado previamente qué es y qué no es riqueza con criterios distintos a los del Evangelio. Desde lo que los ricos consideran apetecible, el creyente es muy pobre. Es tan pobre que no confía en las riquezas, sino que se apoya en la única riqueza. Dios es su tesoro y allí tiene puesto su corazón.

Si entrar en el Reino de Dios es lo codiciable, entonces los ricos son muy pobres, entonces los que ponen su confianza en las riquezas son pobres. El hombre, igual que una cierva sedienta sólo satisface esa necesitad con agua, sólo satisface su sed con Dios, porque ha sido creado para la divinización. Todo lo demás que tratamos de beber o son analgésicos que nos duermen para no sentir el apetito de divinidad o son sucedáneos que tratan de acallar el anhelo de Dios. Los ricos, los que ponen su confianza en las riquezas, o viven en una narcosis o viven en la ilusión de estar saciados, pero en realidad carecen de lo único importante.

El que va a comulgar va a saciar su apetito de divinidad. Y, al hacerlo, recibe al dueño de todas las cosas y con Él lo recibe todo. Pero es un tipo de posesión distinto al del mundo, es poseer todo como Adán en el Paraíso. Todo está a nuestra disposición para servir.

"Dichosos los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos" (Mt 5,3).

sábado, 10 de octubre de 2009

La imposible necesidad. Marcos 10,17-30

¿Qué es ser como un niño para poder entrar en el Reino de Dios? De nuevo nos encontramos con una respuesta apofática, al igual que en el pasaje del domingo anterior en que unos fariseos interrogaban a Jesús. Hoy un joven rico nos da ocasión de conocer qué no es ser como un niño. Y es ya significativo el que se explicite por antítesis, apofáticamente. ¿No será porque de lo que se trata es del camino de la divinización?

La escena de hoy nos la presenta S. Marcos con un esquema similar. Alguien que no pertenece al círculo de los discípulos entra en contacto con Jesús, tras lo cual, Él aprovecha para dar una enseñanza a los que ya lo siguen. Hoy tenemos a un personaje que cumple con los mandamientos que tienen que ver directamente con el prójimo y que, sin embargo, está insatisfecho; siente que le falta algo. ¿Qué será?

Lo que está en juego es el cumplimiento de los mandamientos que hacen referencia directa a Dios. Y esto pasa por la relación que se tenga con Jesús. El amor a Dios, el no hacerse ídolos, el no tomar su nombre en vano, el santificar las fiestas pasan por ese rabino de Nazaret. ¿Por qué llamarle bueno, si sólo lo es Dios? Ese joven al llamarle así está rozando la santificación del nombre de Dios; Jesús le pregunta para que llegue a explicitar lo que parece intuir oscuramente en su saludo.

Sobre la base moral insuficiente -no basta sentirse bien ni siquiera hacer el bien, hay que ser bueno a semejanza del único bueno-, precisa dar un solo paso, que Dios sea su única riqueza. Pero su corazón -¿sólo el suyo?- confía en las riquezas. (v. 24) "¿Entonces quién puede salvarse?" Ese paso que falta dar es un imposible, el hombre no puede saltar hasta Dios. Pero Él lo puede todo. No podemos subir hasta el cielo, pero el Hijo se ha hecho hombre.

El joven no es capaz de dar su dinero a los pobres porque Dios no es su única riqueza. Si de verdad Él es nuestro tesoro, nuestro corazón estará allí donde esté Él. Entonces en la necesidad de los otros veremos que está nuestra riqueza, la única que de verdad lo es.

domingo, 4 de octubre de 2009

Antífona de comunión TO-XXVII.1/Lam 3,25

Bueno es el Señor para el que espera en Él, para el alma que lo busca (Lam 3,25).
Este domingo tenemos como antífona de comunión este jugoso versículo del libro de las Lamentaciones. En él, nos aparece la bondad divina, la esperanza y el puente tendido entre ambas, la búsqueda; pero hay algo que esta supuesto, la fe.

Voy a intentar poner un ejemplo con el que nos podamos servir, por analogía, para comprender algo de la dinámica de este breve pasaje bíblico respecto a la Eucaristía y, por extensión, a la vida toda de fe. En el desayuno, me he comido un melocotón, pero, antes de hacerlo, ha habito todo un camino. En sus colores, figura, olor,... se me ha hecho presente a la inteligencia. Y, en esa presencia, se me daba su belleza que me atraía hacia su bondad nutritiva. Luego me lo comí.

Verdadera, real y sustancialmente su Cuerpo y su Sangre en la Eucaristía, desde ahí, por su revelación, el Señor se me hace presente a la fe y de este modo me da su belleza que me atrae hacia sí, hacia su bondad infinita. Poseo ya, en esperanza, el bien eucarístico. Y no me conformo con ser atraído hacia Él, sino que secundo esta llamada espiritual y me acerco a comulgar. Y es entonces cuando me alimento de la bondad divina en el sacramento.

En ese momento, somos lanzados más allá. He pregustado los bienes celestes y la esperanza me atrae hacia ellos. Seducidos así, tras la Eucaristía, seguiremos caminando por el desierto hacia la Tierra Prometida, para poseer esa bondad divina en plenitud y eternamente.

sábado, 3 de octubre de 2009

Dos tablas de un tríptico. Marcos 10,2-16

S. Marcos nos presenta hoy un díptico muy interesante, que probablemente quede oscurecido, en algunos casos, por poderse omitir la segunda tabla y, en otros, quede ahogado en la problemática familiar de nuestra sociedad.

Recordemos que estamos en el tramo final del camino de Jesús a Jerusalén, que está estructurado por los tres anuncios de la pasión y cuyo contenido principal es la instrucción de los discípulos. En el pasaje hodierno, tenemos una excepción. En el v. 1, que incomprensiblemente omite la liturgia, nos dice el evangelista que, después de estar a solas con los discípulos, la gente vuelve a acercarse a Jesús y Éste les enseña como solía hacerlo, es decir, como lo hacía con quien no es discípulo. De entre la gente se acercan unos fariseos (v. 2) y luego le acercan unos niños (v. 13). A este díptico habría que añadirle una tercera tabla; alguien más se acerca a Jesús (v. 17), un joven rico. En el centro del tríptico, están los niños y la enseñanza sobre ellos; los otros dos episodios dan luz antitéticamente sobre el modo de acceso al ámbito de la soberanía divina.

Los fariseos se acercan por su propio pie y le hacen una pregunta para tentarlo, para ponerlo a prueba. A raíz de ello -hasta el mal, quiera o no quiera, se pone al servicio de la acción divina- recibimos una enseñanza profundísima de Jesús para todos los tiempos, acaso más para los nuestros. Sobre esto sólo dos palabras en esta ocasión. Lo que dice se dirige a quien todavía no es discípulo y remite al orden querido por Dios en la creación. Pero, enseguida, hace el Señor referencia a la esclerocardía, dureza de corazón, que la versión litúrgica traduce como terquedad. Lo que está en el plan de Dios para todos los hombres, el matrimonio indisoluble entre varón y mujer, se encuentra con un obstáculo, las consecuencias del pecado original.

Tengamos en cuenta que la dureza de corazón está en el pueblo elegido de Dios. ¿Cuál no será la dificultad de los demás hombres para comprender y realizar la voluntad divina? Si con la gracia sacramental es difícil obedecer, ¿qué no será para quien no se casó sacramentalmente o vive de espaldas a la fe que recibió en el bautismo? Creo que, en nuestra época, cuando más patente, en lo referente al matrimonio, se hace la esclerocardía, más nos tenemos que sentir llamados a anunciar a Jesucristo, a que todos lo conozcan a Él. Y menos frívolamente nos tenemos que tomar la celebración de este sacramento. Lo digo por todos, no solo por los contrayentes y los clérigos; como comunidad todos somos responsables, por acción u omisión, de cómo se celebran no pocos matrimonios por la Iglesia. ¿No nos tendríamos que rebelar ante tanta superficialidad? No hablamos de cualquier cosa, sino de un sacramento. La proporción de gente que siguiendo casada sacramentalmente contrae matrimonio con otra persona por lo civil nos debería de llevar a reflexionar no sólo sobre la pastoral matrimonial, sino también sobre la iniciación cristiana. Desde hace tiempo, creo que la problemática matrimonial, con todo lo que orbita en torno a ella, va a ser uno de los elementos principales donde la Iglesia va a tener que definir su perfil en nuestra época. ¿Concederemos el divorcio a Enrique VIII?

Pero volvamos a nuestro díptico -¿o tríptico?-. En contraste con los que se acercan para ponerlo a prueba, están los niños. A estos los acercan y van como niños. De los que son como ellos es el Reino de Dios. ¿Qué es ser como un niño? ¿Cómo hay que acercarse a Jesús para ser discípulo? La escena de los fariseos nos ha dado alguna luz; los niños no juzgan a su padre, no lo ponen a prueba, tienen con él una relación confiada desde su pequeñez. El próximo domingo, la escena del joven rico nos dará más luz sobre qué es eso de la infancia espiritual.

Terminemos con tres pinceladas sobre el Reino, sobre el ámbito de la soberanía divina: recibir, entrar, ser de. El Reino se recibe, se acoge, no se conquista ni arrebata. Normalmente, cuando recibimos algo, el regalo entra en nuestra posesión; plásticamente lo cogemos con las manos. Aquí, lo que se recibe no entra en nuestros límites, sino que entramos en él y así es cómo es nuestro. Poseemos de verdad cuando no abarcamos, sino cuando somos abarcados por Dios.

Coda. Por cierto, el matrimonio no es un díptico de voluntades, sino un tríptico -de nuevo hoy el número tres-: la de Dios y la de los cónyuges.