sábado, 31 de octubre de 2009

Dichosa pobreza. Mt 5,1-12a


Este domingo celebramos la Solemnidad de Todos los Santos. El evangelio correspondiente es sumamente denso. Me centraré en un solo versículo y, como siempre, sin pretensión de agotar lo inagotable. Otro año, el siguiente.
Dichosos los pobres en el espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos (Mt 5,3).
Al ver a la gente, desde lo alto -sube a la montaña- y en actitud magisterial -sentado- se pone a enseñar. Los discípulos lo han seguido; al subir, Jesús ha tomado distancia, pero ellos se han acercado tras ese movimiento ascensional. Y comienza el conocido como Sermón de la montaña, cuyo frontispicio son las Bienaventuranzas. La primera es la que ocupa nuestra atención hoy.

Todos los hombres quieren ser felices. Si los hombres lo fueran no desearían serlo, disfrutarían de ello o, a lo más, procurarían no dejar de serlo. El hombre, de entrada, no es feliz y, sin embargo, lo anhela. Pero además lo quiere ser para siempre, por toda la eternidad.

Desde este deseo, al hombre se le han planteado las cuestiones más hondas de su vida. ¿Por qué desearlo? ¿Por qué lo que puedo alcanzar con mis fuerzas no puede saciar esa necesidad? ¿Por qué no puedo acallarla aunque no la satisfaga? ¿Por qué mi vida no parte de la felicidad? ¿Habrá alguien que sea más que el hombre y pueda satisfacerla?

La felicidad es fruición de la plenitud. Si el hombre no es feliz es porque le falta algo esencial y eso que lo plenifica no está al alcance de su mano. Esta privación de lo necesario nos habla de que el hombre, en su existencia concreta, de entrada es pobre.

En la Biblia, encontramos que la pobreza indica ciertamente privación de algo, normalmente material. Pero, en ella, también se nos habla de otro tipo, hay un pobre cualificado. El no tener algo es una situación que, en el caso de la felicidad, es común a todos los hombres, mas la actitud ante esa situación varía en cada uno. En el AT, hay un pobre que, además de carecer, se sitúa ante Dios como ante Aquél de quien depende y puede recibirlo todo; por ello, el griego tradujo en estos casos, en vez de pobre, manso.

Si la pobreza como falta de lo único necesario (cf. Lc 10,42) fuera por sí misma causa de felicidad todos los hombres serían felices. El verdadero pobre es el que, como el publicano en el templo, está ante Dios.
El publicano, en cambio, se quedó atrás y no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo; sólo se golpeaba el pecho, diciendo: ¡Oh Dios, ten compasión de este pecador! (Lc 18,13).
Su única riqueza es Dios y solamente Él puede saciar su hambre de divinidad. Esta es la puerta para entrar en posesión del Reino de los Cielos. Entonces el hombre es feliz ya en esta vida. De manera irreversible, sin limitación de espacio o tiempo, en la eternidad.

¿Y sobre la actitud ante los necesitados? El que solamente tiene a Dios por riqueza ve al necesitado de otra manera. Pero de eso, más en concreto, habla otra Bienaventuranza (cf. Mt 5,7). Hoy no podemos abarcarlas todas.

1 comentario:

zaqueo dijo...

"... hay un pobre que, además de carecer, se sitúa ante Dios como ante Aquél de quien depende y puede recibirlo todo;"

Cuando "se me da" la gracia de ver la verdad de mismo y "se me da" la gracia de aceptarla, sólo entonces soy capaz de reconocerme pobre y necesitado y acudir ante Aquél de quien puedo recibirlo todo y darle las gracias por su inmenso regalo.