jueves, 5 de noviembre de 2009

El Mesías de Händel LXXV

Ante la conspiración y determinación de quienes rechazan al Ungido del Señor, la reacción de Dios no se hace esperar. El tenor la canta en dos pasos, con sendos versículos del segundo Salmo.
El que habita en el cielo sonríe,
el Señor se burla de ellos (Sal 2,4).
La sonrisa siempre supone distancia; el absolutamente trascendente, el que habita en el cielo, siendo el totalmente cercano, es el infinitamente distante. Su Santidad es la libertad total del mundo, está tan suelto de él que no es mundano, no lo necesita. Por eso la Encarnación del Hijo, hacerse parte de la creación, es un acto de amor infinitamente libre. Libre del mundo es libre para crear, para encarnarse, para redimir, para divinizar. Y donde es libre es en su Santidad.

Y, por esa absoluta distancia, puede ser absolutamente íntimo. Si no fuera por su santidad, si fuera mundano, no podría ser totalmente cercano, pues se diluiría como la sal en el agua. Su Santidad es sobreabundancia de ser; no es diferente al mundo por negación de lo que no es, sino porque su realidad satura su realidad, la sacia. Su ser es acción de pura afirmación de sí. Nosotros sí necesitamos negar para decirle, por eso el hombre, como Job (cf. Jb 40,4s), ante el misterio divino calla; nuestras palabras sobre Dios necesitan heñirse en apofatismo. De ahí que pidamos en el Padre Nuestro que su nombre sea santificado, porque sin su gracia nuestras palabras solamente son mundanas, profanas.

En su infinita distancia cercana, el Señor contempla, hasta lo más profundo, lo absurdo del mal, su íntima contradicción e inconsistencia. Y sonríe.

Y, en su gracia, el mal que conspira en nosotros, la tentación, conforme vamos creciendo en santidad se aleja en lontananza. Ya no solamente no se está identificado con él -eso es estar en pecado-, sino que conforme la inercia del mal que queda en mí, tras el perdón divino, va siendo purificada, la tentación me afecta menos.

El mal, no solamente el personal, sino el mal de la historia toda, queda relativizado desde la Cruz. No solamente cobro distancia de él, sino que me aparece vencible y percibo cómo puedo participar en la lucha por una victoria ya alcanzada en la Resurrección.

"El Señor se burla de ellos". No les espera la Gloria, sino vergüenza eterna; han rechazado la estima divina. Pero esa burla divina, mientras aún hay tiempo en esta tierra, es una llamada a la conversión; es dejar patente al pecador, a mí, el fracaso de mi soberbia y mi necesidad de ser librado del yugo del pecado para poder entrar en el servicio divino.

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