jueves, 31 de diciembre de 2009

Antífona de Comunión. Sta. Mª. Madre de Dios/ Hb 13,8


Jesucristo es el mismo ayer y hoy y siempre (Hb 13,8).
Cada uno de nosotros somos el mismo a lo largo del tiempo, aunque, por los cambios, no seamos lo mismo. A esto no hace excepción Cristo. El evangelio de S. Lucas es claro al respecto. Jesús cambia a lo largo del tiempo.
El niño iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios lo acompañaba (Lc 2,40; cf. 2,52).
Sin embargo, hay algo en Jesús, además de su identidad personal, que no cambia y que, en cambio, en nosotros sí. Él no cometió pecado (cf. 1Pe 2,22) y, dicho en positivo, el cumplió siempre la voluntad del Padre, siempre es fiel a sí mismo (cf. 2Tim 2,13). El ser siempre el mismo tiene, por tanto, en Jesucristo, una profundidad incomparablemente mayor que en cualquiera de nosotros.

En la comunión, recibimos al que siempre es el mismo, el fundamento inconmovible sobre el que cimentar la vida y que nos da su solidez. Recibimos al mismo que estuvo en el seno de María, el mismo que nació en Belén, que caminó con los apóstoles por aquellas tierras, que predicó la Buena Nueva, que curó a los enfermos y endemoniados, que murió y resucitó. El mismo que está entronizado a la derecha del Padre y volverá en gloria a juzgar a vivos y muertos. Y al recibirlo a Él entramos en comunión con todos sus misterios.

Y el que es siempre el mismo, que no puede negarse a sí, tampoco puede ser cambiado ni manipulado. Por ello, recibirlo a Él es comulgar con la identidad del cristianismo, porque ella no está en nuestras invenciones, sino que está en Cristo.

martes, 29 de diciembre de 2009

El Mesías de Händel LXXXII

Os voy a declarar un misterio: No todos moriremos, pero todos nos veremos transformados. En un instante, en un abrir y cerrar de ojos, al toque de la última trompeta... (1Cor 15,51-52a).
Como quiera que se trata de la declaración de un misterio, es el bajo, primero con un recitativo, quien va a tomar ahora la palabra.

Pero la declaración del misterio, por parte de S. Pablo, lo es como misterio divino. Nosotros hablamos normalmente de misterio como aquello de lo que sabemos que no sabemos y nos atrae o necesitamos la averiguación de aquello que desconocemos, pero desde el supuesto de que esa ignorancia es algo momentáneo y salvable tarde o temprano por nuestra razón. Esperamos desvelarlo en un momento u otro con nuestro esfuerzo; se suele dar por sentado que los misterios de la naturaleza, por ejemplo, serán penetrados por la ciencia.

Pero lo que el apóstol pone ante nosotros es misterio en cuanto tal. Dios no es misterio porque de momento se escape a nuestro entendimiento, sino porque en sí mismo lo es para nosotros. Su trascendencia respecto a nuestra inteligencia es misterio. Y, en esta vida, paradójicamente, mediante la fe, lo conocemos como tal misterio. La razón por sí misma, a través del conocimiento de lo visible, ni siquiera llega a atisbar el misterio de la intimidad divina, de la vida de amor que hay entre Padre, Hijo y Espíritu Santo, aunque pueda llegar a saber de Dios: "Lo que puede conocerse de Dios lo tienen a la vista: Dios mismo se lo ha puesto delante" (Rm 1,19; cf. C.E.C. n 35). Y la exposición del misterio divino ante nuestro pobre logos no aparece propiamente como tal misterio, sino, a lo más, como problema intelectual a resolver o como absurdo lógico, pero no propiamente como misterio.

Y, gracias a la fe, todo se nos muestra como misterio: la naturaleza y la historia vehiculando el trascendente obrar salvífico de Dios para con nosotros.

No todos morirán antes de la venida en gloria del Señor. La resurrección de la carne para ellos lo será, a la par, que lo sea para quienes ya hayan entonces muerto. Pero esto no es un dato que abarquemos en la totalidad de su significación. En la fe, lo conocemos como misterio. ¿Pues qué puede saber nuestra razón sobre la resurrección de un cuerpo? ¿Qué puede decirnos nuestra inteligencia natural sobre que todos, vivos y muertos, seremos transformados?

Y misterio pues será obra divina y divina obra. Acción más allá de la causalidad intramundana, tanto natural como histórica ("en un instante, en un abrir y cerrar de ojos"); allende la historia ("al toque de la última trompeta").

Entonces...

lunes, 28 de diciembre de 2009

El Mesías de Händel LXXXI

Y, tras la confesión de la soprano, el coro canta:
Si por un hombre vino la muerte, por un hombre ha venido la resurrección. Si por Adán murieron todos, por Cristo volverán a la vida (1Cor 15,21s).
Los elementos compositivos acompañan claramente a los versículos paulinos. Tanto Adán como Cristo ejercen una mediación de carácter universal, aunque de signo distinto; al quedar todos por ambos afectados, es el coro el que canta. Por otra parte, el contraste entre muerte y vida queda expresado por los cambios de intensidad del sonido, alternando el débil con el fuerte, y también por el menor o mayor acompañamiento de instrumentos a las voces.

La resurrección final está vinculada, como triunfo, a la victoria de Cristo, pero, como conclusión de una historia marcada por el pecado, lo está también a Adán. La resurrección lo será gracias a Cristo, pero lo será porque necesitamos resucitar por haber muerto. Y es que, por la elección de un hombre contra la voluntad divina, entró el pecado en el mundo y por éste la muerte (cf. Rm 5,12.18).

La lejanía de Dios, el pecado, es algo que afecta al hombre en la totalidad de lo que es. Por ello, la muerte del alma, que es estar al margen de la gracia de Dios, es un daño para todo lo que somos. El pecado de Adán, la frustración de su mediación para con todos sus descendientes por su negación voluntaria del designio de Dios para él, comprometió a la totalidad de la humanidad en la totalidad de lo que los hombres somos. Una de las consecuencias del pecado de Adán es la separación de alma y cuerpo. Lo cual contrasta con la Virgen Inmaculada; la que no tiene mancha de pecado original fue asumpta al cielo en cuerpo y alma.

Nos es difícil, desde nuestro individualismo exacerbado, consecuencia del pecado, comprender la dimensión comunitaria del hombre que, de forma dramática, se manifiesta en el misterio del pecado original. Esta dimensión la podemos palpar, en su vertiente positiva, no solamente en la esperanza de la resurrección final, mediante la obra salvífica de un solo hombre, Jesús, el Hijo de Dios, sino también, de manera especial, en la comunión de los santos. En ella, ya pregustamos la sociedad celeste, en la que, tras la venida en gloria del Señor, estaremos, Dios lo quiera para cada uno de nosotros, en comunión perfecta de unos con otros, con toda la creación, con Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo y también con nosotros mismos, pues cuerpo y alma estarán en perfecta y gloriosa armonía. Lo que fracturó el pecado, será sanado y glorificado por Cristo.
Si el delito de uno trajo la condena a todos, también la justicia de uno traerá la justificación y la vida (Rm 5,18).

domingo, 27 de diciembre de 2009

Antífona de comunión. Sagrada Familia/Bar 3,38

Nuestro Dios apareció en el mundo y vivió entre los hombres (Bar 3,38).
Son muchas las teofanías de Dios a lo largo del AT. Pero la que celebramos estos días es de un orden totalmente distinto. No es que Dios se aparezca simplemente, es que lo hace haciéndose parte de éste mundo, haciéndose hombre. En el seno de María, ya estaba. En el parto, al que dijo "Luz" y ésta empezó a ser, la Virgen lo dio a luz. Es decir, lo puso ante las miradas de todos, a que la luz lo envolviera como un manto (cf. Sal 104,2) y fuera perceptible por todos. No se trata de la apariencia humana que, en los relatos mitológicos del paganismos, tomaban algunas veces los dioses y normalmente para alguna inmoralidad. No, aquí no es apariencia; en la Encarnación y Nacimiento, sin dejar de ser Dios, la segunda persona de la Trinidad se hace hombre. Aparece porque su carne es visible, palpable, etc. Y se hace hombre para morir por nosotros.

Nosotros no estamos en peor situación que los pastores o que los maestros de la Torá que lo escucharon en el Templo. A nosotros se nos aparece verdadera, real y sustancialmente su cuerpo y su sangre en la Eucaristía. Esta teofanía tiene lugar especialmente en tres momentos de la celebración: cuando el sacerdote muestra el cuerpo y la sangre en la consagración, tras la fracción del pan y cuando muestra al Señor en el momento de la comunión diciendo "el Cuerpo de Cristo".

En la Eucaristía, Dios está en medio de su pueblo. Y en el sagrario está ahí viviendo en medio de nosotros. Y, al comulgar, nuestro Creador, el que nos da el ser, hace de cada uno de nosotros su vivienda.

jueves, 24 de diciembre de 2009

Antífona de Comunión. Navidad.1/Is 40,5


La liturgia del día de Navidad es sumamente rica, pues tiene cuatro formularios distintos de misa para distintos momentos de la Solemnidad, cada uno de ellos con su correspondiente antífona de comunión. Las cuatro tienen en común la contemplación de Dios en la humanidad de Cristo, pero cada una presenta matices distintos. Centrémonos ahora en la de la misa vespertina de la vigilia.
Se revelará la gloria del Señor, y todos los hombres juntos verán la salvación de nuestro Dios (Is 40,5).
Lo mismo que a los testigos se les hizo manifiesta, en el recién nacido, sin dejar de ser trascendente a este mundo, la majestad divina, así a los fieles se revela también en las especies sacramentales la gloria de Dios. Aunque velado bajo la carne, a los presentes en Belén, por la fe, les era perceptible Dios regalándoles el conocimiento de su intimidad. A nosotros lo es bajo la apariencia de pan y de vino, pero también es en su sacratísima humanidad donde se nos manifiesta Dios.

No sólo conocer la gloria de la divinidad, sino también nuestra salvación, pues lo que contemplamos y comulgamos no es el Cuerpo y la Sangre de Cristo abstraídos de todo, sino el memorial del sacrificio redentor del Señor. María y José, los pastores y los magos de oriente contemplaron, aquel día, al que nació para morir. Nosotros contemplamos la oblación de su cuerpo hecha una vez para siempre (cf. Hb 10,10).

Sí, es ver, pero es más. Es también oír, la fracción del pan suena. Es tocar, bien al comulgar con la mano bien en la boca. Oler, especialmente cuando se sume el cáliz. Y gustar en la boca. Todo ello en fe. Los animales ven, oyen, tocan,... pero con un modo de enfrentamiento a la realidad muy pobre; lo hacen solamente de manera estimúlica. En virtud de la inteligencia, el hombre tiene un modo propio de enfrentamiento; cuando siente, siente realidad. Pero esto es insuficiente para contemplar la divinidad en la humanidad de Cristo. Gracias a la fe, tenemos el modo propio de enfrentamiento para la economía sacramental.

Y esa contemplación la hacemos juntos. Contemplamos en la asamblea eucarística, contemplamos el Cuerpo de Cristo en la comunión de su Cuerpo místico que es la Iglesia.

¡Feliz Navidad!

Que Dios nos conceda celebrar con gozo el nacimiento del Salvador y que Él nos bendiga el próximo año.

¡Feliz Navidad!

miércoles, 23 de diciembre de 2009

Hannah Arendt sobre la religiosidad


Llevar una existencia radicalmente religiosa en este mundo no significa sólo estar en soledad como individuo ante Dios, sino estarlo mientras los demás no están ante Dios (Hannah Arendt).

Uno de los temas más recurrentes del monacato primitivo es el de la oración continua. En ello, tenían el ideal de la oración, pues es lo que el mismo Señor nos mandó: "Es preciso orar en todo tiempo y no desfallecer" (Lc 18,1). Y con palabras de S. Pablo: "Orad sin cesar" (1Tes 5,17). Lo que anhelaban aquellos santos monjes es lo que Casiano llama, en sus Collationes, "orationis status" (estado de oración). Es decir, no se trata de hacer muchas oraciones, sino de vivir en una única oración.

Es esta sin duda la máxima expresión de religiosidad, vivir de tal modo que no haya espacios o tiempos profanos y otros sagrados. Vivir de manera que toda circunstancia sea lugar con el Dios-con-nosotros; que nada estorbe, sino que más bien todo favorezca el encuentro con Él. De modo que los momentos de soledad con Él sean encuentro con los hombres y los ratos con quienes estén de espaldas a Dios se vivan de cara a Él.

No se trata de una suma ininterrumpida de actos conscientes sobre Dios, de una sucesión ininterrumpida de jaculatorias, etc. La oración es comunicación y ésta no es solamente decir. Hay algo previo a cualquier palabra que pueda dirigir a Dios, hay algo anterior a cualquier acto que le pueda ofrecer,... hay algo en que todo ello está inscrito. Y no solamente esto, sino cualquier otra realidad: mi atención. Si está puesta en Dios, estoy ya en comunicación con Él, pues estoy pendiente de Él, lo estoy atendiendo.

Y atender a Dios no es atender a pensamientos sobre Él, ni es poner la atención en Él como se pone en una cosa particular, sino que es esa atención general amorosa de que nos habla S. Juan de la Cruz. Una vez más lo repetiremos, el crecimiento espiritual está, en gran medida, en la educación de la atención, en aprender a atender a Dios no como si fuera una cosa más entre otras, por magnífica que pudiera ser; pues, cuando mi atención es así, tiene que dejar unas cosas para atender otras. Pero, en esa atención general amorosa (elevatio mentis in Deum), no solamente no hay que dejar de estar en Dios para atender otras cosas, sino que todas ellas las tenemos en Dios. No es necesario, después de una tarea, hacer un acto particular diciendo "esto es para Ti"; no es menester hacer un paréntesis en medio del mundo para traer un recuerdo de Dios; no es preciso interrumpir la vida para orar, pues se está en oración. Ni es preciso interrumpir la oración para poder estar en el mundo.

Pero, aunque se esté en este estado permanente de oración, siempre es necesario estar a solas con Dios, estar solos los dos.

martes, 22 de diciembre de 2009

Irresponsabilidad y responsabilidad reales.

Religión en Libertad ha lanzado una campaña para pedir al Rey que no sancione con su firma la futura ley del aborto. Más allá de la oportunidad o no de esta recogida de firmas, de si servirá o no para algo, de si detendría o no la efectividad de la ley, etc. Este hecho nos plantea una cuestión de suma importancia en medio de la mentalidad en la que vivimos: las relaciones entre ley y conciencia.

Según el art. 62.a de la comatosa Constitución española, corresponde al Rey "sancionar y promulgar las leyes". Este acto, como todos aquellos ejecutados en su condición regia, "serán refrendados por el Presidente del Gobierno y, en su caso, por los Ministros competentes" (art. 64.1). De modo que "de los actos del Rey serán responsables las personas que los refrenden" (art. 64.2). Es decir, de esos actos el Rey es irresponsable. ¿Pero ante quién y de qué?

Esta irresponsabilidad es solamente jurídica. Pero el bien y el mal no emanan de las leyes humanas. De éstas, únicamente nace lo legal o ilegal. El Rey, lo mismo que cualquiera de nosotros, no es solamente alguien con personalidad jurídica, sino que es también y, ante todo, un sujeto moral. Precisamente la responsabilidad moral es el nido en el que se puede hablar de responsabilidad legal, pues la moral es anterior a cualquier ley. En una situación de absoluta anarquía, el hombre sigue siendo una criatura moral.

En el conflicto entre lo moral y lo legal, nace la necesidad de objetar motivos de conciencia ante una determinada ley. De lo que hasta la fecha no se ha hablado explícitamente, es de objetar motivos legales ante la conciencia. Aunque, en el fondo, algo así se ha dado en distintos regímenes autoritarios y totalitarios cuando se ha apelado a la obediencia debida; a la ley, claro está. En estos casos, ante lo que se está es ante una pretendida delegación de la conciencia.

Y digo pretendida porque ésta no se puede delegar nunca; soy yo quien responde, obrando de una determinada manera, a las preguntas que cada situación me presenta. Al ser una criatura libre, tengo que responder tomando una decisión. Los animales se limitan a seguir su instinto, en ellos no hay propiamente respuesta, sino reacción instintiva. Nosotros, en cambio, vivimos en diálogo con nuestro entorno y nuestro obrar es moral porque es voluntario y libre, tenemos que tomar una decisión sobre qué hacer. Inhibirse de responder o pretender delegar la decisión en otro es ya una decisión, es ya un acto moral. Y precisamente, porque respondemos ante lo que nos demanda una determinada situación, podemos hablar de responder ante alguien de nuestro obrar. Los animales no responden ante nadie porque no han respondido previamente, porque no tienen logos, no tienen en ningún momento una palabra que dar.

Por muy irresponsable que sea el Rey ante los tribunales, Juan Carlos de Borbón, el hombre, es un sujeto moral y, como tal, sus actos son morales. A esto no hace excepción ni la sanción ni la promulgación de una ley. Y otro tanto podemos decir de nosotros mismos, aunque no tengamos esos altos cometidos en nuestra vida. Ni los usos ni las costumbres ni las modas ni las leyes nos eximen de tomar decisiones en conciencia.

Y todos, creyentes y no creyentes, reyes y no reyes, responderemos ante el tribunal divino. Si esto no fuera así, si no hubiera una responsabilidad última absoluta, ¿cabría hablar de bien y mal en este mundo? Sin juicio final, ¿no quedaría reducido el obrar humano a lo conveniente, a lo relativo, a la ley del más fuerte?

domingo, 20 de diciembre de 2009

Antífona de comunión A-IV/Is 7,14


Mirad: la Virgen está encinta y dará a luz un hijo, y le pondrá por nombre Dios-con-nosotros (Is 7,14).
Este versículo del profeta, en el entorno eucarístico, nos invita a mirar que Aquél a quien vamos a recibir es Hijo de la Virgen-Madre. El cuerpo de Cristo es un cuerpo verdaderamente humano, nacido de una mujer. Lo mismo que su humanidad no era una simple apariencia, su presencia eucarística no es una metáfora o un símbolo.

Esa humanidad del Señor lo es plenamente. La profecía nos habla de que es un hombre, lo mismo que todos, en la historia. Y ésta lo es de salvación y está ritmada por las promesas de Dios y su cumplimiento. Al comulgar, lo hacemos con esa historia.

Pero la Virgen está encinta por obra del Espíritu Santo y a quien va a dar a luz es al Hijo eterno del Padre. En su seno, la segunda persona de la Trinidad ha unido hipostáticamente a su naturaleza divina, la humana. Su cuerpo va a ser inseparable del Verbo; ni siquiera en la muerte, aunque separado del alma humana en ese momento, lo estuvo del Hijo de Dios. Al recibir el cuerpo de Cristo, recibimos a Jesús entero.

La Virgen dará un nombre al recién nacido. Es una servidora que cumple el encargo recibido de Dios. Y, como nombre que viene de Él, no es algo superpuesto, no es un mero soplo de voz, no es huero. Ese cuerpo que recibimos en la comunión es Dios-con-nosotros. Esta antífona es una profecía que se cumplió y que se cumple para mí en cada celebración de la Eucaristía: Jesús está con nosotros.

sábado, 19 de diciembre de 2009

Fecundidades. Lucas 1,39-45

Este encuentro es sencillamente estremecedor. Y lo es porque, como todos los misterios del Señor, no es algo ajeno a mí. La virgen-madre es la que viene a mí, la maternidad de María se me dona, yo no voy a por ella, no la puedo arrebatar, no la puedo conquistar. La Iglesia me entrega a Jesús.

Y este misterio nos habla también del encuentro de dos fecundidades distintas. María es virgen y madre, Isabel es estéril y madre, como otras mujeres del Antiguo Testamento. Nuestra vida es semejante a la de la prima de la Virgen. Somos estériles y no podemos dar frutos de vida eterna con nuestras solas fuerzas. Pero no es solamente que seamos estériles, es que hemos intentado ser fecundos con nuestro esfuerzo meramente humano; esto es la soberbia. Pero Dios, lo mismo que en el caso de Isabel y Zacarías, se ha apiadado de nosotros, y ha hecho que, por gracia, podamos ser fecundos. Nos ha regalado la conversión.

¡Qué distinta la fecundidad de la Madre, la nuestra! Ella nunca ha intentado dar frutos de vida eterna con las solas fuerzas humanas, ella nunca ha obrado soberbiamente. Todas sus obras, desde su concepción inmaculada, tienen una misteriosa fecundidad virginal.

La Virgen viene a mí y me abraza y yo me agarro a ella. Solamente así, manteniéndome unido a su fecundidad, puedo permanecer unido como miembro al cuerpo de su Hijo, que es la Iglesia. Madre de Dios, que ninguno de nosotros se aleje de tus brazos.

martes, 15 de diciembre de 2009

El Mesías de Händel LXXX


Y la primera aria de esta tercera parte la concluye así la soprano:
[Porque] Cristo resucitó de entre los muertos: el primero de todos (1Cor 15,20).
El acto de fe en la resurrección del último día no está asentado en el vacío, sino en la resurrección del Señor. Ciertamente, si Cristo no ha resucitado, nuestra fe es vana; pero si solamente fuera algo que le afectara únicamente a Él, nuestra esperanza en Cristo acabaría en esta vida (cf. 1Cor 15,17-20). Pero no, Él ha resucitado como primero, como primicia de la resurrección final.
Por el bautismo fuisteis sepultados con Él y habéis resucitado con él, porque habéis creído en la fuerza de Dios que lo resucitó de entre los muertos (Col 2,12).
Hemos sido incorporados al misterio pascual del Señor por las aguas bautismales, la fe nos ha dado acceso a una nueva vida. Tenemos la garantía sobre la que se asienta la esperanza en esa resurrección futura.
Por el bautismo fuimos sepultados con Él en la muerte, para que, así como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva. Porque, si hemos quedado incorporados a Él por una muerte como la suya, lo estaremos también por una resurrección como la suya (Rm 6,4s).
A la Cabeza, seguirán los miembros de su cuerpo, que es la Iglesia. La historia, después de aquél domingo, de aquél primer día de la semana, es también misterio pascual y todos los bautizados estamos incorporados a él. Es ésta nuestra auténtica identidad y nuestra vocación. Por ello, como vivimos esa vida de gloria, nuestra vida ha de ser conforme a ella. Vivir la santidad en la que estamos, vivir el amor en que habitamos, vivir la resurrección que nos da vida es la verdad de nuestra existencia. Y viviendo así, viviendo el cielo en la tierra, lo hacemos presente y visible en esta vida para los demás. La historia está preñada por las últimas realidades; nuestro mundo está empapado de escatología.

Si hemos muerto con Cristo y si con Él vivimos ya en esta tierra la vida de amor de las tres divinas personas, estamos libres de toda norma y atadura y libres para cumplir en todo la voluntad de Dios.
Si moristeis con Cristo a lo elemental del mundo, ¿por qué os sometéis a reglas como si aún vivierais sujetos al mundo? (Col 2,20s).
No deberíamos tener más ley que el amor, nuestra única atadura debería ser el soplo del Espíritu. Pero como vivimos en este mundo, como aún hay mucho por purificar en nosotros, hemos de trabajar, con la fuerza de Dios, para irnos desatando de toda ligadura, por fina que sea, para poder volar plenamente en las alas del Espíritu.

lunes, 14 de diciembre de 2009

Piedad

¿Qué es la piedad sino un recogimiento sereno de nuestras potencias, que las pone en contacto con el misterio? (J. Guitton).
Y el arte de la dirección espiritual acaso tenga su centro en enseñar a recoger las potencias, a que la atención no esté dispersa, dividida y afanada por tantas cosas y se ponga en Dios. Elevatio mentis in Deum, así definían clásicamente la oración. Porque la cuestión está en dónde recogerla.

Pero también en cómo hacerlo. Aunque sensiblemente no la sintamos, si no lo impedimos con nuestra soberbia, nuestro trabajo ascético se realiza con la ayuda de la gracia. Esto, en concreto, se hace a través del ejercicio de la soledad, del silencio y la quietud que nos ayudan a un acto interior de pobreza: soltar todo aquello a lo que se aferra la atención interior. Y esto es posible humillándola interiormente.

Todo lo cual no se lleva a cabo sin gran sacrificio, como nos enseña S. Juan de la Cruz; con una ejercitación espiritual constante y prolongada en el tiempo. Y lo que al principio no se hacía sin trabajo, salvo esos momentos de consolación por Dios regalados, acaba haciéndose hábito espiritual.

Y ahí, en el misterio, donde ya estamos estando en gracia, aunque nuestra atención ande dispersa y en él no recogida, ¿qué encontraremos? Podemos abrir los ojos al día, pero que brille el Sol o esté nublado no depende de nosotros. Sea lo que fuere, será lo que Dios quiera para cada uno en ese momento, será amoroso diálogo con Él.

domingo, 13 de diciembre de 2009

Antífona de comunión A-III/Is 35,4

Decid a los cobarde de corazón: "Sed fuertes, no temáis". Mirad a nuestro Dios, que viene y nos salvará (Is 35,4).
¿Y quién no es más o menos cobarde de corazón? El miedo es un componente importante en nuestra vida, pues la apoyamos en muchas cosas o cositas que son arena. Mientras que no hay una amenaza que ponga en cuestión ese cimiento, nuestra vida parece sólida, pero en el fondo sabemos que es inestable y tememos que aparezca lo que pueda poner en cuestión la construcción que hayamos hecho. La cobardía se da cuando evitamos afrontar determinadas situaciones para no poner en riesgo nuestra precaria vida.

La antífona de hoy nos invita a mirar con fe en la Eucaristía al que puede darnos fortaleza y en quien podemos encontrar el coraje. Cuando, al decirnos el ministro "el cuerpo de Cristo", respondemos amén, estamos afirmando que Él viene a salvarnos. Que Él es la roca inconmovible que da solidez a nuestra existencia.

Desde esta seguridad recibida, nuestra vida encuentra la fuerza y la audacia para afrontar cualquier situación. No tenemos que estar pendientes de no recibir daño, no tenemos que andar mirándonos y cuidándonos. Sea cual sea la amenaza, permaneciendo en Él, estamos a salvo porque Él viene a salvarnos, nos salva. Y así podemos ocuparnos de sus cosas sin temor a sufrir daño.

Cuántos problemas y adversidades encontramos en la vida. Cuántas decisiones y riesgos. Cuántas palabras por decir y cuántos posibles rechazos por recibir. Si sentimos miedo, si notamos que nos retraemos, que evitamos,... miremos a quien nos da firmeza y busquemos en Él la fortaleza y el arrojo.

sábado, 12 de diciembre de 2009

Dime mi nombre

La niña con el gato jugaba,
diciéndole quién era
ella,
diciéndole su nombre.
No había distancia
con aquella palabra
tantas veces oída;
sus sones mamados
en maternales labios.
Y, al oírla en su juego,
sentí orfandad nueva:
nudo también de nombre.
Espacio para pedir
el candor de una piedra.

Ser y no ser. Lc 3,10-18

S. Juan Bautista, en su ministerio de preparación, dice a unos lo que han de hacer, a otros lo que han de omitir. Pero, como precursor, hay algo sumamente importante: el ser. Cuando es preguntado sobre cuál sea su relación con las promesas del pasado, él sabe quién es y lo dice, a la par que señala al que ha de venir.

Nosotros hemos de estar preparados para la venida del Señor siempre. Por ello, hemos de hacer el bien y dejar de hacer el mal. Pero también tenemos una función como precursores del Señor. La vida del Bautista era una interrogación para los contemporáneos. Y nuestra vida, en la medida que sea fiel al evangelio, es también una interrogación, un enigma, que suscita las preguntas de los demás sobre aquello que de verdad anhelan todos los hombres. La evangelización empieza por ahí; hacer aflorar la pregunta sobre Dios y el sentido último de la vida que todos llevamos en nuestro interior.

Y nuestra respuesta también ha de ser doble, debe negar y afirmar. Yo no soy, yo soy solamente un discípulo, a quien necesitas es a Jesús, el Hijo de Dios. Y, para ello, tenemos que vivir en humildad. En la humildad de saber quiénes somos. Quien no es humilde cree que puede, más o menos, ser su propio salvador. El que ha descubierto su pequeñez, quien se ha hecho niño, quien ha vuelto a su verdadero tamaño, sabe que no se puede salvar a sí mismo. Ese es el que puede entrar en el Reino de los cielos. Pero para ser precursor hay que decir quién es el Salvador. Y sólo lo decimos, si lo conocemos, si nos hemos dejado salvar por Él, si tenemos trato íntimo con Jesús.

jueves, 10 de diciembre de 2009

El Mesías de Händel LXXIX


[Gracias a la generosa y desinteresada búsqueda de un contertulio del blog, tenemos acceso a todo el oratorio en formato MIDI en dos páginas: una y otra. Falta el instrumento más hermoso, el creado directamente por Dios, la voz humana; pero creo que nos apañaremos más que de sobra. Para lo visto hasta ahora, todos los comentarios los tenéis aquí]

Después de haber cantado la esperanza en la venida en gloria de Cristo, la última parte del oratorio comienza con una confesión de fe en boca de la soprano.
Yo sé que mi Redentor vive y que el último día se alzará sobre la tierra y aunque los gusanos destruyan este cuerpo, en mi carne veré a Dios (Job 19,26s).
En este caso, no sigo la versión para la liturgia en castellano, sino la inglesa del libreto. En la traducción, hay una diferencia fundamental, las otras no son tan importantes. El problema está en la preposición hebrea mîn junto a un verbo de percepción. El texto del oratorio traduce como el latín de la Vulgata (in = en; cf. otra traducción similar aunque use "con"). Sigo esta versión porque la otra desvirtuaría el sentido del oratorio que en esta parte se fija no en la inmortalidad del alma, no en el estado intermedio entre la muerte y la Parusía, sino en la resurrección que tendrá lugar en el último día. No se trata, por tanto, de una elección filológica; cuál sea la mejor traducción se lo dejamos a los biblistas expertos. Dicho esto, centrémonos en el contenido.

"Yo sé". Se trata de una confesión de fe, se dice lo que se conoce por la fe. Eso que confesamos en el credo. En el Símbolo de Nicea, "la resurrección de los muertos"; en el llamado de los Apóstoles, "la resurrección de la carne". Sabemos que habrá resurrección de los muertos y esperamos en ella, pues, por anticipado, por medio del bautismo, participamos de la Resurrección de Cristo, poseemos en prenda los bienes futuros.

"Mi Redentor vive". Cristo ha resucitado y es mi Redentor. Éste, en el antiguo Israel, era aquel al que correspondía ejercer un derecho que un pariente no había podido llevar a cabo; a quién le tocara esto estaba regulado por un orden de prelación según distintos grados de parentesco. El objeto de la redención podía ser una propiedad que había que rescatar para que volviera al patrimonio familiar, un esclavo para que volviera a la libertad o la vida de alguien asesinado que ha de ser vengada. Nosotros necesitábamos ser arrancados de las manos del demonio y volver a la propiedad de Dios, ser liberados de la esclavitud del pecado y... una venganza muy especial. Los hombres no pueden devolver la vida y se satisfacen frecuentemente con quitarla a otro aunque no se la puedan traspasar al ser querido. Nuestro Redentor nos da la vida del alma, que es estar en comunión con Dios, ya en esta vida y también la del cuerpo.

Ésta tendrá lugar en el último día. Y será Él quien nos resucite. No inmediatamente después de la muerte, sino en el último día; mientras tanto, aunque el alma inmortal de los santos goce ya de la bienaventuranza, queda pendiente la resurrección del cuerpo. Dios nos ama en la totalidad que somos, criaturas corpóreo-anímicas; somos alma y cuerpo, no solamente alma. Por eso, porque nos ama en totalidad, Dios nos promete la resurrección y, por eso, no nos es suficiente la inmortalidad del alma; queremos vivir eternamente en la totalidad de lo que somos.

¿Pero sería suficiente que viviéramos eternamente en cuerpo y alma? Dios nos ha destinado no simplemente a un fin natural, sino a uno sobrenatural, a la divinización. Y a esa glorificación no está llamada solamente el alma, sino el hombre entero. Los justos resucitarán para una vida eterna que es contemplación deificante de Dios. La vida perfecta en comunión de vida y de amor con la Santísima Trinidad, de la que goza el alma de quienes mueren ya totalmente purificados o la de los que hayan purificado, tras el fallecimiento, lo que les reste, lo será en alma y cuerpo.
Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a Él, porque lo veremos tal cual es (1Jn 3,2).
Solamente una persona humana, la Virgen asunta en cuerpo y alma al cielo, goza de la gloria eterna corporal y anímicamente antes de la Parusía.

¿Pero resucitarán todos para la gloria?
Los que hayan hecho el bien resucitarán para la vida, y los que hayan hecho el mal, para la condenación (Jn 5,29).

miércoles, 9 de diciembre de 2009

El Mesías de Händel LXXVIII


En su libreto, Jennens, de entre los múltiples motivos que pueden mover a la alabanza, ha elegido el de la realeza, en consonancia con la tónica general del libreto, como queda de manifiesto en el título del mismo. Se trata de algo que más que manifestársenos en la creación, aunque también, se nos desvela, ante todo, en su obrar en la historia. Y lo hace el coro en tres pasos.

Porque ha establecido su reinado el Señor nuestro Dios soberano de todo (Ap 19,6).
Dios nunca ha dejado de ser el dueño de todas las cosas y de tener poder sobre ellas. Pero el hombre prefirió estar bajo la soberanía de otro. Creyó que podría ser señor de sí mismo y no solamente no lo fue, sino que pasó a la esclavitud del pecado. Esa tentación también la sufrió el mismo Jesús en el desierto (Mt 4,8s). Satanás, el padre de la mentira, que se había enseñoreado con engaño de las voluntades de los hombres, le ofrece los reinos del mundo, pero como vasallo suyo que lo adore. Mas solamente hay un soberano, todo lo demás a Él está subordinado, que es el único digno de adoración. Jesús vence la tentación y, en su victoria, nosotros podemos salir triunfadores.

El establecimiento de su Reino es, por un lado, liberación de las cadenas que nos atan y posibilitación para poner nuestra voluntad bajo su soberanía. Pero la historia de la salvación, lejos de serlo de la imposición forzosa y coactiva, lejos de basarse en el engaño o de suplantar nuestra libertad, cuenta con ella. Siglos y siglos de anuncio, sin renunciar a la temporalidad humana. La vida pública de Jesús está marcada por el anuncio de ese Reino con signos y palabras, por la proposición, la invitación. Dios ha hecho al hombre dotado de una libertad responsable y no se arrepiente de ello.
¡El reinado sobre el mundo ha pasado a nuestro Señor y a su Mesías y reinará por los siglos de los siglos! (Ap 11,15).
Pero ese Reino no solamente es anunciado. Jesús lo establece, se lo arrebata al diablo en la Cruz. La historia, hasta el final de los tiempos, aunque reine ya el Cristo, estará entreverada de cizaña (Mt 13,24-43). Sin embargo, pese a la resistencia de Satanás y sus ángeles, la victoria de la Pascua es irreversible y Cristo, como Cabeza de la Iglesia, hace presente su dominio mediante ella. A la espera de la venida en gloria del Señor, vivimos en medio de luchas, pero con la esperanza del establecimiento glorioso del Reino, sin ninguna de las sombras de este entretiempo que vivimos. El reino del demonio sobre este mundo era caduco. El de Jesucristo, ya entronizado a la derecha del Padre, lo será por los siglos de los siglos.
Rey de reyes y Señor de señores (Ap 19,16).
Unos ángeles no quisieron servir, la humanidad de Cristo glorificada está junto al Padre rigiendo el mundo. No es simplemente rey o señor. Con esta construcción semítica se expresa que su realeza y dominio están más allá de cualquier realización meramente humana. Así se dice el superlativo no de un adjetivo, sino de un sustantivo, como en cantar de los cantares o vanidad de vanidad.

Y, por esta realeza y dominio sin parangón, el coro canta: Aleluya.

Mientras nosotros decimos: "Ven, Señor Jesús".

[Para la última parte del oratorio; no tengo nada libre de derechos de autor; así que tendréis que disculparme por no poner enlaces a las distintas piezas a partir de ahora]

martes, 8 de diciembre de 2009

Antífona de comunión. Solemnidad de la Inmaculada Concepción


¡Qué pregón tan glorioso para ti, Virgen María!, porque de ti ha nacido el Sol de justicia, Cristo nuestro Dios.
De manera excepcional esta antífona no es un texto bíblico literal; sin embargo, es una composición a base de elementos de la Escritura (cf. Sal 87, 3; Mal 3,20; Lc 1,78; Gal 4,4). Esto es algo ejemplar. El canto en la liturgia es oración de la asamblea, no es que unos pocos canten a los más para amenizar algo, para que se haga menos aburrido o más bonito. Hay, en algunas celebraciones, una ejecución musical preciosa, que puede ser música religiosa, pero que, por plausible que sea el juicio estético, sin embargo, litúrgicamente resulta inapropiada. No es lo mismo la música religiosa que la litúrgica; ésta, para que lo sea, tiene que ser ejecutada litúrgicamente.

En el canto litúrgico, tienen prioridad, tanto en la procesión de entrada como durante la comunión, las antífonas correspondientes. Lo ideal es el repertorio gregoriano, pero, en su lugar, debería de cantarse el texto de la antífona en castellano, con las estrofas sálmicas correspondientes, debidamente musicalizado. Solamente en último lugar otro texto apropiado. Esta antífona marca una dirección. Si la letra no es la antífona, sería deseable que el texto fuera de clara inspiración bíblica. Las mejores palabras para dirigirnos a Dios son las que Él mismo nos ha dado.

Pero vayamos, después de este largo paréntesis, a la antífona de hoy propiamente dicha.

Ante la presencia del Cuerpo de Cristo dándose en alimento, la antífona se dirige con alegría a la Virgen. Los fieles van a comulgar a su Dios, al Sol de justicia que trae la salvación. Ese Cristo no es un mito, un arquetipo, una leyenda, una apariencia. Su humanidad es verdadera, su vida es histórica. Su cuerpo y su sangre son verdaderamente humanos.

El Hijo de Dios se hizo verdaderamente hombre. Su engendramiento en el seno de María y su nacimiento de ella son el ancla que garantiza que no estamos ante el paso tangencial de Dios por la tierra. Por obra del Espíritu Santo, de María ha recibido su cuerpo humano. Gracias a su fiat, hay un cuerpo que se puede hacer verdadera, real y sustancialmente presente en el pan. Por ello, todo canto de agradecimiento y de alabanza por la Eucaristía, es un canto mariano. Todo cuanto se diga de la Eucaristía es, implícita o explícitamente, un pregón glorioso sobre la Virgen María, es decir cosas maravillosas sobre ella.

Gracias, Madre, por el Cuerpo de Cristo.

domingo, 6 de diciembre de 2009

Antífona de comunión A-II/Baruc 5,5; 4,36

Ponte en pie, Jerusalén, sube a la altura y contempla el gozo que Dios te envía (Ba 5,5; 4,36).
Estas palabras del profeta suenan con una fuerza especial cuando va a comenzar la procesión para la comunión. Desde el "Orad, hermanos", previo a la oración sobre las ofrendas –aunque indebida y usualmente no se haga así–, los fieles han permanecido en pie, salvo en el momento de la consagración. Ahora hay una invitación dirigida a la asamblea a subir.

Aunque físicamente sea la procesión un caminar en llano, sin embargo, hay una llamada a subir a lo alto. Solamente podemos responder a ella si estamos en gracia, pues con nuestras fuerzas no podemos alcanzar a Dios. Cuando estamos en pecado lo que nos acerca a Él, en el sacramento de la penitencia, es el arrepentimiento. Ahí, también por regalo de Dios, hemos descendido, nos hemos humillados. Y ahora, en gracia, en el momento de la comunión, somos exaltados, se nos llama a subir a lo alto (cf. Mt 23,12).

Y subimos hacia el verdadero gozo que es Jesús. Subimos por gracia hacia Él, hacemos lo que no pudieron hacer con sus fuerzas los constructores de la torre de Babel (Gn 11); pero subiendo graciosamente vamos hacia un don, no a una conquista. Y un don, el cuerpo y la sangre de Cristo, en donde encontramos nuestra felicidad, pues en estar en unión a Él está nuestra plenitud. Y esta dicha es objeto de nuestra contemplación, no de nuestra avarienta apropiación.

Y la dicha contemplada, no aferrada, nos llevará al agradecimiento y la alabanza.

[Como he hecho referencia a las posturas durante la misa, sobre ello podéis ver los números 42-44 de la Ordenación General del Misal Romano. Lo que se dice ahí es lo que vale, no mis devociones privadas o las que otros me hayan inoculado. Celebramos lo que celebra la Iglesia y tal y como lo hace ella, no como se me ocurra o se le ocurra a alguien, por estupenda que sea la ocurrencia]

sábado, 5 de diciembre de 2009

Prepararse. Lucas 3,1-6

Lucas nos dice que algo ocurre en un determinado momento de la historia. No se trata de un arquetipo o un mito, sino de un acontecimiento histórico. Y además nos dice que no es algo casual, arbitrario o que nazca simplemente de Juan Bautista, sino que es realización: "Como está escrito en el libro de los oráculos del profeta Isaías". Esto nos sitúa frente a algo de suma importancia. Hay una funcionalidad y causalidad naturales; las hay también históricas, aquí la novedad es la intervención de la voluntad y libertad del hombre. Pero este mundo no está cerrado sobre sí mismo. Dios interviene también directamente, sin limitarse a dar el ser a las otras causas, bien naturales bien históricas; aquí la gran novedad es la gracia, que hace que los hombres vayan más allá de lo que pueden natural o históricamente.

En esta causalidad divina que trasciende lo creatural, lo meramente natural e histórico no es negado ni se prescinde de ello; análogamente a como en la historia no se omite la naturaleza. Son muchos los fenómenos naturales que sirven de mediación de la intervención de Dios. Pero sobre todo, sin quebrar voluntades, sino elevándolas, también se sirve de los hombres. Isaías proclamó promesas de Dios, Juan Bautista, cumpliendo lo que a él hace referencia, es precursor del cumplimiento central de todas: Jesús.

Y cumple las promesas que hablan de él haciendo una llamada a preparar el camino al Señor. Una llamada que también se dirige a nosotros. No ciertamente para preparar su primera venida; esa ya tuvo lugar. Sino para preparar sus otras dos venidas. Su venida en gloria y su venir a mí aquí y ahora. Sí también en este momento, en cada uno de estos momentos, se cumplen las promesas. Somos testigos del acontecimiento que, siendo histórico, desborda la historia. Misteriosamente el cielo irrumpe en mi pequeña biografía. Y Juan me dice que esté preparado.

¿Y cómo prepararme a lo que es más que yo? Este deseo, esta necesidad a disponerse es ya indicativa de que Dios se ha adelantado y ya está interviniendo en mi vida. Me mueve a volverme a Él y arrepentirme de mis pecados (cf. Lc 3,3). Y S. Pablo ora para que crezcamos en amor cada vez más y así discernamos mejor lo que hemos de hacer (Flp 1,9s), para dejarnos guiar por la gloria de Dios (cf. Ba 5,7), manifestada en la carne de Cristo Jesús, y caminemos a su encuentro.

viernes, 4 de diciembre de 2009

Mirlo









En mi jardinera,
un mirlo.
Entre él y yo,
un cristal... y el miedo.
A ser dañado, el suyo.
¿Y el mío?
El mío, a asustarlo,
que se vaya lejos.
Y me quedo a distancia,
en vez de hacerme pequeño
y, como Dios, tocarlo.

jueves, 3 de diciembre de 2009

El Mesías de Händel LXXVII

Aleluya. Porque reina el Señor, nuestro Dios, dueño de todo (Ap 19,6).
¡El reino del mundo ha pasado a nuestro Señor y a su Cristo y reinará por los siglos de los siglos! (Ap 11,15).
Rey de reyes y Señor de señores (Ap 19,16).
Aleluya.
Como final de la segunda parte, no de todo el oratorio, ante el triunfo final de Cristo, el coro de todos los fieles canta la más conocida pieza de toda la composición, combinando varios versículos del Apocalipsis. Estamos, por tanto, al final de la historia, regida por el Señor resucitado; esta pieza es broche que cierra el mundo presente e invita a la contemplación sonora de las realidades definitivas en el siguiente tramo del oratorio.

En la oración, se suele distinguir entre la petición, la alabanza y la acción de gracias. Sin embargo, con frecuencia estas dos últimas van estrechamente vinculadas y entremezcladas; es difícil distinguir una de otra. Y es que el conocimiento de la grandeza de Dios es ya algo a agradecer y los dones recibidos son manifestación de su grandeza. El agradecimiento es amor desbordado por el beneficio inmerecido recibido. La alabanza, confesión exultante de la grandeza de Dios. Y, en uno y en otro caso, no quedan limitados a un solo orante ni se dirigen solamente a Dios. Agradecemos las gracias por otros recibidas, pues, en comunión de los santos, todos somos beneficiados; nos unimos también a la alabanza de aquél a quien se ha manifestado la grandeza divina. Agradecemos a Dios y, en Él, a todas las criaturas por medio de las cuales nos bendice; alabamos a Dios y, en Él, reconocemos también la grandeza de sus obras. Y ambos, agradecimiento y alabanza, en un clima de gozo y exultación.

Aunque todo tiempo y lugar es oportuno para el agradecimiento y la alabanza, su espacio eminente era el culto en el templo de Jerusalén. Para el nuevo pueblo de Dios, para la Iglesia, lo es la liturgia; pero, por cuanto somos adoradores en espíritu y en verdad, toda ocasión es momento para este culto y para ofrecernos como sacrificio en unión del único sacrificio de Cristo.

Aleluya. Es decir, alabad al Señor. El coro canta esta palabra una y otra vez. No solamente es dar gloria a Dios por sus grandezas, sino que, a la par, es una llamada a unirse al gozo de la alabanza. Los ángeles y los santos que, sin nuestras limitaciones participan de la liturgia celeste, al alabar a Dios, al glorificarlo por esa grandeza suya de la cual han sido hechos partícipes, no solamente encuentran y dilatan su propia plenitud cantando la bondad infinita de la Trinidad, sino que ese canto suyo es también invitación a que en la tierra nos unamos a su alabanza y a ensanchar nuestro deseo de participar eternamente en ella; vehiculada está esa llamada en los sacramentos, en la economía mistérica toda, mas, por eso, en buena medida imperceptible para nuestros sentidos. Pero atracción, por la belleza del canto celeste, para nosotros desde nuestra alma, que se hace sentido deseo que busca forma que le dé cuerpo de perceptibilidad. Así la belleza de la liturgia celeste es fuente de hermosura, de arte y de cultura. Pero también de teología, pues dar concepto es también dar forma al misterio; el teologar verdadero es formoso.

Al final de la historia se oirá ese canto de alabanza sin sombra ninguna. Pero, ¿qué es lo que motiva al coro de nuestro oratorio a alabar a Dios? ¿Por qué canta «aleluya»?

martes, 1 de diciembre de 2009

Camino

Me estás quitando el futuro
y trayéndome al ahora,
del tiempo extraña pobreza.
¿Dónde escuchar tu Palabra?
Si fuera del hoy camino,
tu voz mi mano no alcanza.