domingo, 27 de diciembre de 2009

Antífona de comunión. Sagrada Familia/Bar 3,38

Nuestro Dios apareció en el mundo y vivió entre los hombres (Bar 3,38).
Son muchas las teofanías de Dios a lo largo del AT. Pero la que celebramos estos días es de un orden totalmente distinto. No es que Dios se aparezca simplemente, es que lo hace haciéndose parte de éste mundo, haciéndose hombre. En el seno de María, ya estaba. En el parto, al que dijo "Luz" y ésta empezó a ser, la Virgen lo dio a luz. Es decir, lo puso ante las miradas de todos, a que la luz lo envolviera como un manto (cf. Sal 104,2) y fuera perceptible por todos. No se trata de la apariencia humana que, en los relatos mitológicos del paganismos, tomaban algunas veces los dioses y normalmente para alguna inmoralidad. No, aquí no es apariencia; en la Encarnación y Nacimiento, sin dejar de ser Dios, la segunda persona de la Trinidad se hace hombre. Aparece porque su carne es visible, palpable, etc. Y se hace hombre para morir por nosotros.

Nosotros no estamos en peor situación que los pastores o que los maestros de la Torá que lo escucharon en el Templo. A nosotros se nos aparece verdadera, real y sustancialmente su cuerpo y su sangre en la Eucaristía. Esta teofanía tiene lugar especialmente en tres momentos de la celebración: cuando el sacerdote muestra el cuerpo y la sangre en la consagración, tras la fracción del pan y cuando muestra al Señor en el momento de la comunión diciendo "el Cuerpo de Cristo".

En la Eucaristía, Dios está en medio de su pueblo. Y en el sagrario está ahí viviendo en medio de nosotros. Y, al comulgar, nuestro Creador, el que nos da el ser, hace de cada uno de nosotros su vivienda.

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