jueves, 10 de diciembre de 2009

El Mesías de Händel LXXIX


[Gracias a la generosa y desinteresada búsqueda de un contertulio del blog, tenemos acceso a todo el oratorio en formato MIDI en dos páginas: una y otra. Falta el instrumento más hermoso, el creado directamente por Dios, la voz humana; pero creo que nos apañaremos más que de sobra. Para lo visto hasta ahora, todos los comentarios los tenéis aquí]

Después de haber cantado la esperanza en la venida en gloria de Cristo, la última parte del oratorio comienza con una confesión de fe en boca de la soprano.
Yo sé que mi Redentor vive y que el último día se alzará sobre la tierra y aunque los gusanos destruyan este cuerpo, en mi carne veré a Dios (Job 19,26s).
En este caso, no sigo la versión para la liturgia en castellano, sino la inglesa del libreto. En la traducción, hay una diferencia fundamental, las otras no son tan importantes. El problema está en la preposición hebrea mîn junto a un verbo de percepción. El texto del oratorio traduce como el latín de la Vulgata (in = en; cf. otra traducción similar aunque use "con"). Sigo esta versión porque la otra desvirtuaría el sentido del oratorio que en esta parte se fija no en la inmortalidad del alma, no en el estado intermedio entre la muerte y la Parusía, sino en la resurrección que tendrá lugar en el último día. No se trata, por tanto, de una elección filológica; cuál sea la mejor traducción se lo dejamos a los biblistas expertos. Dicho esto, centrémonos en el contenido.

"Yo sé". Se trata de una confesión de fe, se dice lo que se conoce por la fe. Eso que confesamos en el credo. En el Símbolo de Nicea, "la resurrección de los muertos"; en el llamado de los Apóstoles, "la resurrección de la carne". Sabemos que habrá resurrección de los muertos y esperamos en ella, pues, por anticipado, por medio del bautismo, participamos de la Resurrección de Cristo, poseemos en prenda los bienes futuros.

"Mi Redentor vive". Cristo ha resucitado y es mi Redentor. Éste, en el antiguo Israel, era aquel al que correspondía ejercer un derecho que un pariente no había podido llevar a cabo; a quién le tocara esto estaba regulado por un orden de prelación según distintos grados de parentesco. El objeto de la redención podía ser una propiedad que había que rescatar para que volviera al patrimonio familiar, un esclavo para que volviera a la libertad o la vida de alguien asesinado que ha de ser vengada. Nosotros necesitábamos ser arrancados de las manos del demonio y volver a la propiedad de Dios, ser liberados de la esclavitud del pecado y... una venganza muy especial. Los hombres no pueden devolver la vida y se satisfacen frecuentemente con quitarla a otro aunque no se la puedan traspasar al ser querido. Nuestro Redentor nos da la vida del alma, que es estar en comunión con Dios, ya en esta vida y también la del cuerpo.

Ésta tendrá lugar en el último día. Y será Él quien nos resucite. No inmediatamente después de la muerte, sino en el último día; mientras tanto, aunque el alma inmortal de los santos goce ya de la bienaventuranza, queda pendiente la resurrección del cuerpo. Dios nos ama en la totalidad que somos, criaturas corpóreo-anímicas; somos alma y cuerpo, no solamente alma. Por eso, porque nos ama en totalidad, Dios nos promete la resurrección y, por eso, no nos es suficiente la inmortalidad del alma; queremos vivir eternamente en la totalidad de lo que somos.

¿Pero sería suficiente que viviéramos eternamente en cuerpo y alma? Dios nos ha destinado no simplemente a un fin natural, sino a uno sobrenatural, a la divinización. Y a esa glorificación no está llamada solamente el alma, sino el hombre entero. Los justos resucitarán para una vida eterna que es contemplación deificante de Dios. La vida perfecta en comunión de vida y de amor con la Santísima Trinidad, de la que goza el alma de quienes mueren ya totalmente purificados o la de los que hayan purificado, tras el fallecimiento, lo que les reste, lo será en alma y cuerpo.
Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a Él, porque lo veremos tal cual es (1Jn 3,2).
Solamente una persona humana, la Virgen asunta en cuerpo y alma al cielo, goza de la gloria eterna corporal y anímicamente antes de la Parusía.

¿Pero resucitarán todos para la gloria?
Los que hayan hecho el bien resucitarán para la vida, y los que hayan hecho el mal, para la condenación (Jn 5,29).

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