domingo, 28 de febrero de 2010

Antífona de entrada CD-II.1 / Salmo 27 (26),8s


Oigo en mi corazón: "Buscad mi rostro". Tu rostro buscaré, Señor; no me escondas tu rostro (Sal 27 (26),8s).
En este domingo, en el que los evangelistas nos narran cómo sobre la montaña santa resplandecía el rostro de Jesús, como comienzo de la celebración de la Eucaristía, cantamos estos versículos del salterio.

En lo más íntimo de todo hombre suena esta llamada, esta vocación. Buscar el rostro de Dios es el anhelo más profundo del hombre, el que determina todo su existir. La respuesta a él es lo que configura nuestra existencia. El creyente además lo escucha, le presta atención. Aunque no pocas veces en la vida, en mayor o menor medida, nos aturdimos para no oírlo o tratamos de satisfacer ese deseo con sucedáneos.

Este deseo no es como los instintos. Estos forman parte de la esencia de lo que somos. Aquí nos llama Alguien que no somos nosotros y, por ello, es una invitación a responder; a diferencia del instinto o las tendencias de lo material, este anhelo hace de la vida humana un diálogo. Del cual no me puedo desentender. Quien me da la existencia, me pone en conversación con Él; quien me da el ser, me da el para qué de ese ser como llamada a sí.

La participación en la Eucaristía es respuesta a esa llamada. El Señor, desde su misterio pascual, nos llama a contemplar su rostro. Acudir a la celebración es decirle: "Tu rostro buscaré, Señor". Pero es una búsqueda desde la humildad: "No me escondas tu rostro". Los hombres se dejan atraer por muchas riquezas y las conquistan con la fuerza de su brazo. Nosotros buscamos lo inconquistable, lo que solamente puede ser nuestro como don.

Y buscamos la contemplación que nos diviniza. Contemplación y divinización que pregustamos de manera cimera en el misterio eucarístico a la espera de su realización escatológica.
Cuando se manifieste, seremos semejantes a Él, porque lo veremos tal cual es (1Jn 3,2).
[Un comentario a la Antífona de comunión de este domingo lo podéis encontrar aquí]

viernes, 26 de febrero de 2010

Monje seglar

Ahí
entre las gentes lo lleva
el olor de otros perfumes,
de muralla callada,
a una celda de quietud.
Todo en oración cenobio
forma de luz transparente.
Rojo y verde se suceden,
con el centro sin temor,
¿dóde está la violencia?
Su mirar es compasión .

jueves, 25 de febrero de 2010

El acto único de un hombre

Mons. Martínez Camino, refiriéndose a la sanción real de la recién aprobada ley del aborto ha dicho, entre otras cosas, en rueda de prensa: «El caso del Rey es único, distinto del político que da su voto, pudiendo no darlo. La Conferencia Episcopal no va a dar consejos ni declaraciones por el acto del Rey, que es distinto al del parlamentario».

El caso del Rey es ciertamente único. ¿Pero qué es lo importante, que sea un caso único o que sea un acto único? Todos los actos morales, por muy parecidos que sean los casos, son únicos. Sí, el acto del hombre Juan Carlos de Borbón es único y el acto de escribir estas líneas también lo es. El acto de leer tú, lector, este modesto y archidiscutible comentario también lo es. No hay ningún acto moral que no sea único, porque no hay dos situaciones iguales y, ante todo, porque las personas, los sujetos del obrar moral, son únicas; así nos ha creado Dios, no somos bienes fungibles, intercambiables perfectamente los unos por los otros. El caso del hombre Juan Carlos es único, ante todo, porque es personal, no tanto porque sea una tarea distinta a la de cualquier otro y realizable solamente por él o por quien lo sustituya o suceda en la función.

Pero siendo un caso único en España ni es el único, pues el Rey sanciona más leyes, ni lo es en el mundo, pues otros jefes de Estado tendrán que hacer otro tanto. Me imagino que tiene que haber principios universales para que las personas que se encuentren en el trance de sancionar una ley puedan discernir cuál sea su deber; lo que no habrá, como no lo hay nunca en la moral, pues si no arrumbaríamos la conciencia, serán recetas que eviten el discernimiento.

Es único porque es personal, no tanto porque sea diferente al de un parlamentario que pueda no dar su voto. El Rey está obligado legalmente a firmar, pero todos, también el hombre Juan Carlos, por encima del mandato de la ley, tenemos el imperativo moral; por encima de las palabras de una ley escrita, está la voz de la conciencia. Hay ocasiones en las que los mandatos morales positivos, las obligaciones, nos es imposible cumplirlos por circunstancias diversas; quien está secuestrado, v. gr., no puede trabajar para el sostenimiento de su familia. Pero decir no siempre es posible, a no ser que el miedo invencible, un trastorno mental transitorio, etc. quiebre nuestra voluntad o que nuestra razón obnubilada no sepa ver con claridad cuál sea el deber. El hombre Juan Carlos, salvo que sus facultades intelectivas o volitivas estén mermadas –en cuyo caso no podría seguir en el cargo tampoco–, puede no realizar ese acto.

Ahora bien, ¿es un deber moral negarse a sancionar semejante ley? Sobre esto la Conferencia Episcopal no va a dar consejos ni hacer declaraciones. Doy por bueno que no tenga que hacerlo dicho órgano, pero supongo que al feligrés católico Juan Carlos algún pastor le dará consejo y espero que él se lo haya pedido o se lo pida a una persona eclesialmente cualificada para hacerlo. Pero además tal vez sería bueno que, en algún momento, al resto de los católicos alguien nos aclarara las cosas, aunque solamente fuera para evitar tentaciones de pensamientos y murmuraciones sobre alguien.

Y claro, otra cosa, con independencia de las sanciones canónicas que pudieran corresponder respecto al fuero externo, es el juicio moral sobre la responsabilidad de alguien, si ha pecado o no, si es o no culpable. Eso se lo dejamos a la jurisdicción divina.

Coda. Sin olvidarnos de nuestros obispos, nuestro hermano Juan Carlos está en una situación muy difícil, con grandísimas presiones de distintas direcciones. Recemos por él, para que escuche con nitidez la voz de la conciencia a la hora de tomar la decisión y fortaleza para cumplir con su deber moral. Y ofrezcámonos a aliviar su carga, para que le sea más ligero obrar.

miércoles, 24 de febrero de 2010

Atrás queda Arévalo

He visto unos pinos,
antes ahí no estaban.
¿Quién puso la encina
que entre ellos luchaba?
El frío en la meseta
lento se posa gris.
En el llano, verdes islas;
sol creciente de invierno
sobre el blanco de las cimas.
Y marcho.

martes, 23 de febrero de 2010

Para los sacerdotes


He escuchado esta mañana una conferencia sobre el Beato Omelian Kovch, sacerdote greco-católico mártir, dictada por Fr. Borys Gudziak. Transcribo el último párrafo de la misma.
Un sacerdote de Ucrania, país desconocido, un hombre de un rito diferente y de una cultura lejana. ¿Qué puede significar Omelian Kovch para España […]? A través de su ejemplo de vida el Beato Omelian Kovch, dice a sus hermanos sacerdotes en España: "No tengáis miedo. Id a la esencia misma del desafío al que os enfrentáis. Es allí, donde la dificultad y el sufrimiento son mayores, donde encontraréis la plenitud de vuestra vocación sacerdotal. Cuando tengáis el coraje de defender de manera clara y explícita, con tacto y sensibilidad la verdad de la 'ley de vuestro Soberano', encontraréis la fuerza para soportarlo, como si estuvierais en paz y alegría eternas. No os preocupéis acerca de las profecías pesimistas sobre la desaparición de la Iglesia. La Iglesia es joven. Ha sobrevivido a todos los obstáculos en su historia, y en los últimos tiempos a los más terribles, fraudulentos y fieros enemigos. El Señor siempre estará con vosotros y con Su Iglesia. Sed generosos, dad todo lo que tenéis, entregaos a Dios y a su pueblo totalmente.

domingo, 21 de febrero de 2010

Antífona de comunión CD-I.2/Salmo 91 (90),4


El Señor te cubrirá con sus plumas, bajo sus alas te refugiarás (Sal 91 (90),4).
La Cuaresma es un camino por el desierto hacia la tierra prometida donde poder celebrar la Pascua. En el yermo, el hombre se encuentra indefenso, sin recursos ni humanos ni naturales, palpa su debilidad. El ayuno cuaresmal nos ayuda a sentir nuestra pequeñez.

Una de las carencias del desierto es la falta de sombras ante el abrasador Sol. Cuanto más débil es una criatura, más se resiente del exceso de calor. Las aves, para sus crías, hacen sombra con sus alas, dándoles así refrigerio que evita su deshidratación. Los polluelos no se resisten, se saben débiles y no tienen la pretensión de poder vivir lejos de la protección y cuidado de sus progenitores.

La antífona nos invita a una sombra, al frescor de la Eucaristía, refugio para nuestra debilidad en nuestro camino hacia la casa del Padre por este desértico mundo que no es, por el pecado, el paraíso en que fueron puestos nuestro primeros padres. La Eucaristía, memorial del sacrificio redentor, nos da el frescor de la sombra de la cruz. Tengamos la humildad de refugiarnos bajo las alas abiertas en el madero salvador.

sábado, 20 de febrero de 2010

Antífona de entrada CD-I/Salmo 91 (90), 15s


Me invocará y lo escucharé; lo defenderé, lo glorificaré, lo saciaré de largos días (Sal 91 (90),15s).
La antífona de entrada de la eucaristía nos sitúa ante la celebración y nos invita a estar todos unánimes en un mismo sentir y tono celebrativo.

Al comenzar la cuaresma, hay dos polos claramente marcados. Por un lado, el final del itinerario por este desierto: el misterio pascual. Por otro, el punto de partida: nuestra pequeñez. Ésta tiene los más variados matices y dimensiones, desde la limitación de una criatura hasta el pecado, de lo concreto e individual mío hasta las miserias de la Iglesia en nuestro hoy. Aunque por grande que sea la pequeñez nunca tiene una ausencia absoluta de Dios.

En la antífona de entrada de este primer domingo de cuaresma, Jesús nos llama desde su victoria pascual. Y esa vocación llega a nuestro aquí y ahora. Si solamente tuviéramos nuestra pequeñez, viviríamos o en la más absoluta desesperación o en un estado de narcosis profunda. Pero, en ella, suena su voz, su llamada, su convocatoria.

A la celebración acudimos quienes hemos sentido la voz del Salvador en nuestra pequeñez y miseria, en nuestra imposibilidad de autosalvarnos; respondemos a una con-vocación. Y nos congregamos, en torno al altar, movidos por la esperanza en la salvación eterna. Sí, ya la hemos experimentado en el bautismo, y por ello vivimos esperanzados, porque en él hemos recibido anticipadamente lo que esperamos.

Y, convocados desde la victoria pascual, nuestra asistencia a la celebración es respuesta a esa palabra. La misa es diálogo. Jesús, el Resucitado, nos ha llamado y prometido que escuchará nuestras palabras que son respuesta a su esperanzadora invitación. En la celebración, lo invocamos y Él nos escucha. Desde nuestra indefensión y animados por Él, lo llamamos y sale en nuestro auxilio. Desde la oscuridad, porque nos promete, clamamos y derrama en nosotros su gloria. Desde la muerte, lo llamamos y nos da vida eterna.

miércoles, 17 de febrero de 2010

Antífona de entrada MC/Sabiduría 11,24s.27

Te compadeces de todos, Señor, y no odias nada de lo que has hecho; cierras los ojos a los pecados de los hombres para que se arrepientan y los perdonas, porque tú eres nuestro Dios y Señor (Sb 11,24s.27).
La antífona de entrada del Miércoles de Ceniza no solamente da el tono de la celebración eucarística, sino que nos sitúa también ante la gran celebración que es la cuaresma. Durante estos días ciertamente vamos a centrarnos en la penitencia como preparación para celebrar los misterios pascuales, pero más importante que lo malo que haya en nosotros es Dios.

Al comenzar estos días, nuestros ojos se ponen en Él. Esta actitud orante nos saca de nosotros mismos, de ser el centro de atención. Y nos fijamos en que Dios es misericordioso. Su misericordia nos lleva la delantera; antes de que nosotros sepamos de nuestro mal y de que podamos arrepentirnos, Dios, que ama cuanto ha creadoy especialmente a los hombres y no deja de hacerlo, tiene compasión por nosotros.

Si reconocemos algo en nosotros como pecado, es por la luz amorosa que proyecta Dios sobre nosotros. Sin ella, nuestra razón lo más que ve son trasgresiones a un código moral. Y cuando Dios nos da a conocer nuestra lejanía de Él, a la par, nos muestra la esperanza de la salvación, que nos lleva al arrepentimiento y a pedirle perdón, a buscar la gracia del sacramento confesando nuestros pecados.

En esta compasión, que nos lleva a situarnos como el publicano en el templo, conocemos que es nuestro Dios, que nos ama, que cuida de nosotros.

martes, 16 de febrero de 2010

Del Hno. Rafael



Y al mirar al mundo no veo grandezas, no veo miserias, no veo las nieblas, no distingo el sol..., el mundo entero se reduce a un punto..., en el punto hay un Monasterio, y en el Monasterio..., ¡sólo Dios y yo! (S. Rafael Arnaiz).

domingo, 14 de febrero de 2010

Antífona de comunión TO-VI.2/Jn 3,16


Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en Él, sino que tengan vida eterna (Jn 3,16).
En la Eucaristía, ciertamente el Hijo se nos da, es a Él a quien recibimos y es también Él mismo quien da. Pero también es un don del Padre. La Encarnación y el misterio Pascual son una entrega que hace el Padre de lo que es más suyo, de su Hijo, de quien es uno de la Trinidad. Pero no es el don de algo impersonal, por ello es don del Padre y del Hijo en unión con el Espíritu Santo.

La Eucaristía, al ser memorial del misterio pascual de Cristo, lo es también de la entrega que hace de Él el Padre. En la comunión, el Hijo se nos da como comida, pero es alimento que también nos da el Padre. Y nos da lo que ama, al Hijo, y nos lo da por el mismo motivo, porque nos ama. El amor mueve a dar amor. El infinito amor del Padre al Hijo nos da la medida del amor que nos tiene como para hacernos entrega de Él.

Esta entrega del Hijo a la Cruz lo fue para que todo el que crea en Él no guste la muerte eterna del alma. Ella se nos hace presente en la celebración eucarística. Y esa entrega hecha de una vez para siempre y que en la liturgia se hace para mi, tiene lugar para que yo crea en el Hijo y creyendo en Él tenga vida eterna.

Lugar para agradecer el don del Hijo y, con él, la entrega que hace el Padre. ¿Y de dar gracias por el Espíritu en virtud del cual puedo creer en Cristo para tener vida eterna?

viernes, 12 de febrero de 2010

El Mesías de Händel y XC

Amén (Ap 5,14; 19,4; 22,21).
Una única palabra y multitud de voces en un precioso coro. En distintas tesituras, de distintas maneras, una y otra vez se repite.

¿Y qué quiere decir amén? ¿Qué significará al final de este magnífico oratorio? Etimológicamente viene de una raíz hebrea que habla de firmeza y seguridad, hace referencia a la cualidad de lo sólido e inconmovible, por tanto, de aquello en que se puede fiar. Decir amén es adherirse a lo que previamente ha dicho otro. Por ello, no siempre es correcto traducirlo por “así sea”, pues no solamente ratificamos con nuestro amén el deseo o la petición de otro, sino también, a veces, una afirmación.

El amén tras un acto de fe, por ejemplo, es un “así es” o sencillamente sí, pues con él manifestamos certeza, decimos que verdaderamente es así, que con toda seguridad es eso. Otras veces será una aclamación litúrgica que se una a la glorificación de Dios (cf. 1Cr 16,36). En ocasiones, el amén es decir sí a la misión que Dios le da a uno y, entonces, es palabra con la que se hace oblación de la vida comprometiéndose con el Señor (cf. Jr 11,5; Dt 27, 15-26; Neh 5,13).

El hombre una vez no dijo amén a Dios y así empezó la historia humana a estar dañada por el pecado. A esa rebeldía, Dios respondió con una promesa de salvación (cf. Gn 3,15) y, como no puede desdecirse a sí mismo, el obrar de Dios como cumplimiento de ella es un amén; es “Dios del Amén” (Is 65,16). Y ese Amén de Dios es Cristo.
Porque el Hijo de Dios, Cristo Jesús, a quien os predicamos Silvano, Timoteo y yo, no fue sí y no; en Él no hubo más que sí. Pues todas las promesas hechas por Dios han tenido su sí en Él. Y por eso decimos por Él Amén a la gloria de Dios (2Cor 1,19).
Esta es la salvación, que volvamos a ser capaces de decir Amén a Dios. Esta es nuestra vida, la obediencia al Padre, como Cristo fue obediente. Jesús es el Amén de Dios a sus promesas y es también el de un hombre a Dios. Y María es la que siempre dijo Amén a Dios.

Todos los amenes de este último coro son la expresión de una historia en la que no solamente ha estado presente la negativa de los hombres, sino también, por gracia divina, la respuesta afirmativa a la Palabra de Dios; la historia más que serlo del pecado es historia de salvación, la historia de Dios con nosotros y la de los santos con Él. Al final, hay un silencio, acaso uno de los más importantes de la historia de la música. Movidos por el Espíritu, vamos diciendo Amén a Dios, pero a la par estamos en la expectación que Händel nos hace palpar en ese silencio del Amén final, en el que se una eternamente en Cristo, al de Dios a sus promesas, el nuestro de obediencia unido al que ya dio en la Cruz el Hijo.
Todo está cumplido (Jn 19,30).
[Ya hemos llegado al final de estas glosas al oratorio. Las podéis encontrar todas AQUÍ]

jueves, 11 de febrero de 2010

El Mesías de Händel LXXXIX

¿...y el Espíritu Santo?

Precisamente, frente a quienes negaban o puedan negar la divinidad del Espíritu Santo, decimos en el credo que recibe la misma adoración y gloria. Sin embargo, ¿dónde está aquí (cf. Ap 5,13) la glorificación al Espíritu?

A la tercera persona de la Santísima Trinidad se la suele llamar el gran desconocido. No es de extrañar. El ojo no se ve a sí mismo y, no obstante, gracias a él vemos. Solamente se percibe a sí cuando está enfermo. Por ejemplo, en unas cataratas el ojo no ve, porque está viendo una parte de sí mismo que ha perdido transparencia. Y, en un espejo, tampoco se ve, sino que lo que percibe es una imagen especular de sí. Porque vemos, sabemos que tenemos ojos.

¿Cómo podemos decir “al que se sienta en el trono y al Cordero, la alabanza, el honor, la gloria y el poder por los siglos de los siglos” (Ap 5,13) si no somos movidos por el Espíritu? ¿Cómo glorificar por medio de Jesucristo al Padre si no es en su Santo Espíritu?

Cada una de las tres divinas personas está en las otras y todo lo de cada una es de las otras. La alabanza que recibe una es de las otras. Por ello, cuando Juan nos dice que en su visión las criaturas alaban al que está sentado en el trono y al Cordero, están alabando también al Espíritu.

Aún en medio de las multitudes, cuanto más lleno está un hombre del Espíritu, más oculto está. Con razón Jesús vivió anónimo en Nazaret la mayor parte de su vida. Por ello, los santos poseídos por el Espíritu huyen de todo protagonismo; y no solamente porque la gloria sea debida únicamente a Dios, sino porque el Espíritu los pneumatiza. La soledad y el ocultamiento ciertamente son facciones de la participación en la santidad divina, de estar ya degustando la trascendencia del que está más allá de toda criatura, pero también es un rasgo de la fisonomía del Espíritu Santo que nos talla con su estilo y nos lleva a actuar con sus maneras.

El Espíritu de Dios nos mueve a obrar sin vernos a nosotros. Por ello, el mundo del espiritual es un mundo de profundo silencio. Su atención no está en sí; sus pensamientos, sus palabras, sus imágenes, etc. no se interponen entre su atención y la realidad, porque está puesta en Dios y es en Él en quien ve todas las cosas. La acción pneumática es un obrar sin saber que se obra, un vivir sin saber que se vive, un decir sin saber que se habla. Y, sin embargo, obrando, viviendo y hablando en plenitud, con una sabiduría que no queda encerrada en nuestros pequeños pensamientos. La ascesis es aprender del Espíritu sus modos.

Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo.

miércoles, 10 de febrero de 2010

El Mesías de Händel LXXXVIII


Digno es el Cordero degollado [que nos ha redimido por su sangre para Dios] de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza, el honor, la gloria y la alabanza. Al que se sienta en el trono y al Cordero, la alabanza, el honor, la gloria y el poder por los siglos de los siglos (Ap 5,12.13).

La introducción del inciso entre corchetes, que no pertenece originalmente a ese versículo (cf. 5,9), convierte al coro que canta los dos parcialmente seleccionados por el libretista en la voz de los redimidos. Mas en el Apocalipsis ocurre de otra manera. En el último libro de la Biblia, estamos ante un diálogo. Los ángeles (v. 11s) indican la dignidad del Cordero de recibir la misma adoración y gloria que quien se sienta en el trono. A lo que todas las criaturas (cf. v. 13) responden con la alabanza y glorificación, al unísono, de ambos. Todo lo cual se concluye (v. 14) con el “Amén” de los cuatro Vivientes (cf. 4,6ss) y la prosternación de los veinticuatro ancianos (cf. 4,4).

La humanidad de Cristo, tras su muerte, resurrección y exaltación a la derecha del Padre, en la liturgia celeste ocupa el lugar divino. Al adorar al Cordero inmolado, a quien se adora es al Hijo de Dios. La humanidad de Cristo, por estar unida en la persona del Hijo a la naturaleza divina, forma parte de la vida trinitaria. Por esa unión hipostática, María no es simplemente madre de un hombre, sino que de quien es madre es del Hijo de Dios, es, por tanto, Madre de Dios. Por ello, los ángeles que lo servían en el desierto a quien servían era a Dios. Quien predicaba en las sinagogas y curaba enfermos era Dios. Quien eligió a los doce era el Hijo de Dios,...

Aunque no sea así el original bíblico, sin embargo, el texto compuesto a partir de las palabras del Apocalipsis encierra una innegable profundidad.

Por toda la eternidad, los santos no harán sino adorar al Cordero inmolado en la única adoración a la Trinidad. No se puede adorar al Padre sin adorar al Hijo ni al Espíritu Santo. No se puede adorar al Hijo dejando al margen su humanidad. Y quien adora al Cordero adora a la Trinidad de personas y al único Dios.

Esto, formando un coro, antes de la venida en gloria de Cristo, lo realizamos en unión con nuestros hermanos los santos. Con ellos, la vida del creyente es hablar a todos de la divinidad de Cristo, para que se unan a nuestra glorificación y alabanza.

¿Y cómo anunciar esto? ¿Cómo adorar a Jesucristo? Si Él ha de “recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza, el honor, la gloria y la alabanza”, la credibilidad de nuestras palabras y la autenticidad de nuestra oración deberán asentarse en que de verdad sea Él para nosotros el primero en todo, en quien todo lo demás cobre valor y sentido: “Dejándolo todo, lo siguieron” (Lc 5,11).

lunes, 8 de febrero de 2010

El Mesías de Händel LXXXVII


Y la soprano pregunta con S. Pablo:
Si Dios está por nosotros, ¿quién estará contra nosotros? ¿Quién acusará a los elegidos de Dios? Dios es quien justifica, ¿quién condenará? Cristo murió, más aún, resucitó y está a la derecha de Dios e intercede por nosotros (Rm 8,31.33s).
Con la fe en la Resurrección de Cristo y la esperanza en la resurrección final, las preguntas son retóricas. ¿Quién puede estar realmente contra quien está en Dios, quien vive de Él, quien se apoya en él, quien se refugia en Él, quien lo obedece? Ciertamente nos encontramos con muchas adversidades en la vida, pero, manteniéndonos en la fidelidad a Dios, somos invulnerables a ellas. Satanás, ante el poder divino, está impotente; frente a las peticiones del Padre Nuestro, no puede nada. Y es que quien de verdad pide, lo hace desde la más profunda pobreza y humildad y, entonces, desde su debilidad, es fuerte.



Si es Dios quien nos hace justos, ninguna tentación tiene poder sobre nosotros, pues todas se reducen a deificarnos desde nosotros mismos y por nosotros mismos. Pero si vivimos desde la humildad, esto es, en que sea Él quien nos divinice, entonces nada ni nadie nos puede vencer; nuestra derrota está en nuestra soberbia, en pretender ser nosotros el fundamento de nosotros mismos. Si nuestra única riqueza es Dios, no hay pobreza a la que temer, pues, en la humildad, nadie nos puede arrebatar al dueño del universo que es rico en misericordia. Si Dios es nuestra vida, no hay muerte que temer. Si es nuestra salud, ninguna enfermedad nos debilita. Si es nuestro gozo, ¿dónde está la tristeza? Si Él es nuestra gloria, las humillaciones nos ensalzan. Si la suya es nuestra voluntad, en todo encontraremos ocasión de obedecer a su amor.



Pero no porque seamos más que los demás, sino por Cristo. Por la fe en Él se nos perdonan los pecados y participamos de su vida. Satanás, el Acusador, no tiene poder sobre nosotros, pues tenemos quien interceda por nosotros ahora y en el Juicio.

domingo, 7 de febrero de 2010

Antífona de comunión TO-V.1/ Sal 107 (106),8s

Den gracias al Señor por su misericordia, por las maravillas que hace con los hombres. Calmó el ansia de los sedientos y a los hambrientos los colmó de bienes (Sal 107 (106),8s).

¿A quién se llama a dar gracias al Señor? Ciertamente a los fieles que participan en la Eucaristía y muy especialmente a los que comulgan; pero, al mismo tiempo, hay una llamada a que esa misericordia de Dios, que nos transforma, irradie en nosotros hacia los demás para que, viendo las maravillas que hace en nosotros, se haga perceptible el cuerpo resucitado de su Hijo y creíble nuestro anuncio y así se conviertan y puedan participar del mismo altar que nosotros.

Es tanto lo que obra por nosotros que el creyente desborda en acción de gracias, de modo que no es de extrañar que a la fuente, centro y culmen de nuestra fe la llamemos Eucaristía, acción de gracias.

Su misericordia es acción por nosotros, obrar que percibido sobrepasa cualquier expectativa. Su acción va más allá de lo posible a cualquier criatura, es un obrar divino que, al contemplarlo, nos maravilla.

Destinados a la divinización, no podemos lograrla. No solamente porque sea algo inalcanzable para el hombre, sino porque, por el pecado no tenemos la gracia que nos hace capaces de ello. La misericordia de Dios nos posibilita comer y beber divinidad, pero además se nos da Él mismo en alimento, nos da su cuerpo y su sangre para satisfacer nuestra sed y hambre. ¿De qué nos sirve el deseo de algo necesario si no podemos asimilarlo? ¿De qué nos sirve poder asimilarlo si no lo tenemos? Por su misericordia nos da la capacidad de asimilarlo y se nos da, nos colma de Él.

sábado, 6 de febrero de 2010

Invictus


Invictus (2009) no es la mejor película de C. Eastwood, ahora bien es un trabajo suyo, el de uno de los mejores cineastas en activo. Pero además de su buena factura, la cinta plasma una historia llena de humanidad. No de una perfecta, pues los hombres, lejos de serlo, además complicamos las cosas optando con frecuencia por el mal. Esto pasa también en el arte. El mal es algo de nuestro mundo, pero cuando nuestra mirada solamente se pone en él o como horizonte último tiene la muerte y la nada, el encuadre nos hace perder de vista que también hay bien, que en el mundo se abre paso, con esfuerzo y pena, la esperanza. Nuestra película nos habla de una historia que quiere caminar hacia el bien.

Dentro de unos meses, se jugará en Suráfrica la fase final del campeonato del mundo de fútbol. Hace un puñadito de años (1995), al poco de salir N. Mandela de su prolongado cautiverio, de que cayera el régimen del apartheid y de que fuera él elegido presidente de aquel país, se jugó allí otro mundial, uno menos conocido, el de rugby. Después del régimen racista, la nación estaba desgarrada por dentro; tras años de no poder participar en torneos internacionales por las sanciones impuestas a Suráfrica por su sistema de segregación, el equipo estaba en horas bajas. Para los blancos, el combinado nacional de rugby es símbolo de su orgullo; para los negros, lo es de la pasada opresión. El deporte se va a convertir en una metáfora causal, es decir, en símbolo de la política de reconciliación que quiere llevar a cabo un hombre.

Hay políticas que buscan unir, otras se sirven de la división. Hay quienes ven personas, otros intereses particulares. Hay mentes que abren horizontes, otras que exudan sectarismo. Pero lo uno y lo otro lo hacemos las personas. La calidad de éstas es lo que va definiendo la historia y las sociedades. El primer paso para cambiar algo es empezar por uno mismo.

viernes, 5 de febrero de 2010

Per-versión en Washington

De lo dicho por Zapatero ayer en el desayuno/oración en Washington nos quedan aún más claras algunas cosas. Glosar todo su parlamento, párrafo a párrafo, sería sumamente jugoso, pero acaso en exceso extenso; centrémonos en algunos puntos.

Zapatero no oró vocalmente; en el retrete de su alma, que diría Sta. Teresa, no podemos saber lo que ocurrió. Para que haya oración, las palabras tienen que ir dirigidas a Dios. Zapatero se dirigió a la audiencia: "Señoras y señores". Es más, eludió el uso de la palabra "Dios". Sólo la pronunció una vez en la locución "Dios del Evangelio", para referirse a que la primera oración que alguien, hace siglos, le dirigió en América lo hizo en español.

Es verdad que por dos veces usó la voz "plegaria". Pero, ¿qué es una plegaria? Según el diccionario de la Real Academia es una "deprecación o súplica humilde y ferviente para pedir algo". No se trata de una exigencia, ni de la petición de algo a lo que se tenga derecho. Ante Dios, no tenemos derecho a nada por nosotros mismos, no merecemos nada; si merecemos algo, lo es por Jesucristo, quien, por cierto, brilló por su ausencia. Sin embargo, Zapatero empleó por dos veces esta fórmula: "Hoy mi plegaria quiere reivindicar". Lo que nos remite a un sustrato claro, la lucha de clases, en la que Dios sería el opresor al que reivindicar algo y la humanidad la pobre clase explotada o, en el mejor de los casos, alguien que se hubiera desentendido de nosotros y al que hubiera que recordar sus deberes.

¿Quedó ahí el ejercicio de per-versión? En la palabra libertad vemos claramente el acto de tras-tornar, de dar la vuelta, en un entorno evangélico, el Evangelio. Para Zapatero: "La libertad es la verdad cívica, la verdad común. Es ella la que nos hace verdaderos". Frente a las conocidas palabras de Jesús (Jn 8,32). Y también, para el político español: "La libertad es siempre el fundamento de la esperanza, de la esperanza en el futuro". Es decir, un fundamento inmanente, cada quien se cimienta sobre sí mismo. Pero es otra la roca sobre la que edificar la casa y permanecer.
Si permanecéis en mi palabra seréis de verdad discípulos míos; conoceréis la verdad y la verdad os hará libre. […] Y si el Hijo os hace libres seréis realmente libres (Jn 8,31s.36).
Zapatero habló de tolerancia, pero, después de su discurso en ese contexto, ¿quienes le invitaron se sentirían respetados? Seguramente la libertad religiosa no es el derecho a meter el dedo en el ojo a alguien en su propia casa.

jueves, 4 de febrero de 2010

El Mesías de Händel LXXXVI

¡Demos gracias a Dios, que nos da la victoria por nuestro Señor Jesucristo! (1Cor 15,57).
Canta el coro, pues agradecidos son todos los redimidos y lo son no solamente individualmente sino con los otros y la vida eterna será un canto de acción de gracias.

El pecado de nuestros primeros padres fue una derrota, pero esa victoria de la muerte ha sido revertida. La victoria de Cristo es su derrota. Las luchas y victorias de los reyes de Israel y Judá son una imagen profética del verdadero combate y el verdadero triunfo, el del León de Judá (Ap 5,5).

Desde su infancia, Jesús es perseguido, mas nunca derrotado. En el desierto, vence a toda tentación. Como el más fuerte, expulsa a Satanás de los endemoniados. Con su muerte y resurrección, triunfa sobre todo mal, sobre el pecado y la muerte. Y a los poderes derrotados lleva en su cortejo triunfal.
Dios borró el protocolo que nos condenaba con sus cláusulas y era contrario a nosotros; lo quitó de en medio, clavándolo en la cruz, y, destituyendo por medio de Cristo a los principados y autoridades, los ofreció en espectáculo público y los llevó cautivos en su cortejo (Col 2,14s).
Y esa victoria nos la da Dios por medio de Jesucristo. ¿Pero cómo nos la da? ¿Nos la da solamente como efecto o también como acción de vencer? No recibimos solamente el resultado del combate, sino también la fe con la que decir sí a Jesús, con la que creer en Él, es decir, con la que vencer. La fe no es saltar desde lo natural, sin más, a lo sobrenatural, desde la muerte a la vida. ¿Cómo íbamos a poder hacerlo con nuestras fuerzas meramente humanas? ¿Pero de qué nos serviría el que se nos diera por gracia el poder de creer si rehusáramos hacer lo que se nos da poder hacer? ¿Y cómo sería nuestra la victoria si no fueramos nosotros los que venciéramos? No se nos da sin nosotros aquello a lo que no alcanzamos, no se completa lo que no culminamos, sino que se nos da el poder vencer, obtener la victoria ya alcanzada por Cristo. Se nos pone en el poder creer, pero tenemos que ejercer esa posibilidad.
Doy gracias a Dios que siempre nos asocia a la victoria de Cristo y que por medio nuestro difunde en todas partes la fragancia de su conocimiento. Porque somos el incienso que Cristo ofrece a Dios (2Cor 2,14s).

miércoles, 3 de febrero de 2010

El Mesías de Händel LXXXV

Y a dúo, con el apóstol, tanto la contralto como el tenor se preguntan:
¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón? El aguijón de la muerte es el pecado, y la fuerza del pecado es la ley (1Cor 15,55b-56).
Ya ahora la muerte ha dejado de tener fuerza. De la esperada resurrección final participamos por el bautismo y, por ello, los que por miedo a la muerte vivíamos esclavizados por el diablo (cf. Hb 2,15) podemos vivir ahora en la libertad de los hijos de Dios.

El hombre, tras el pecado de los primeros padres, ha saboreado lo que es la muerte. No simplemente la separación del alma y el cuerpo al final de esta vida, pues es consecuencia de la radical, la muerte del alma, ya que el pecado es estar separado de la fuente de la vida.

El hombre vive palpando continuamente, aunque trate de aturdirse para no sentirlo, el vacío existencial de estar lejos de Dios e intenta llenarlo por los medios a su alcance, con lo que puede sin la gracia divina. Y busca mil sucedáneos para dar respuesta a la oquedad que siente en su interior. Tiene miedo a morir de sed de divinidad. Y ese temor a no satisfacer el deseo radical de su existencia es lo que le da capacidad al diablo para esclavizarnos por el engaño. Nos ofrece falsas salvaciones y el hombre trata de aferrarse, sin Dios, a cualquier apariencia de plenitud.

La victoria de Cristo sobre la muerte nos brinda, por gracia, la verdadera vida, la divina, la única que puede saciar nuestra sed y, por ello, la que asienta nuestra vida no en el temor a la muerte eterna, sino en la esperanza en la deificación eterna. Lo único que de verdad necesita el hombre, y que él no puede satisfacer con sus propias fuerzas, se nos da gratuitamente por medio de la fe en Jesucristo: la vida divina.
Sostenemos, pues, que el hombre es justificado por la fe, sin las obras de la Ley. […] Él absuelve a los circuncisos en virtud de la fe y a los incircuncisos también por la fe. Entonces, con la fe, ¿derogamos la Ley? Nada de eso, al revés, la Ley la convalidamos (Rm 3,28.30s).
La Ley es santa, espiritual y buena (cf. Rm 7,12.14) y da el conocimiento del bien, pero no el poder para realizarlo (7,14-18); muestra el mal, pero no capacita para vencerlo. Sin la gracia, la realización material de lo prescrito en la Ley es una obra humana, es amontonar ladrillos que nunca pueden hacer una torre que llegue hasta el cielo. Solamente la gracia nos hace obrar no simplemente con una voluntad meramente humana, sino con la caridad sobrenatural y, por ello, justificados, hechos justos, por la fe en Cristo Jesús, nuestras obras lo son de vida eterna. Con la gracia nuestras obras no son simplemente humanas; ella nos capacita para cumplir divinamente la voluntad de Dios.


Imagen por gentileza de Mónica