lunes, 9 de agosto de 2010

Antífona de comunión TO-XIX.2/Jn 6,52


El pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo –dice el Señor (Jn 6,52).
De nuevo la comunión nos sitúa como uno de los oyentes de las palabras de Jesús en la sinagoga de Cafarnaúm. La Eucaristía, como ocurre con toda la liturgia, es actualización de misterio, se me hace presente, cobra actualidad, y, por ello, estamos, por la fe, presentes al misterio, ante él. Éste ya no tiene lo pasajero del mismo: las paredes de aquél recinto, el calor de Galilea, la humedad de la proximidad del lago, el olor del cercano puerto y los campos, etc. Pero lo permanente, lo que del misterio no está sometido a la sucesión de fenómenos de la causalidad de la naturaleza material, se re-presenta, se hace de nuevo presente.

Y esa actualización, esa presencialidad del misterio, me pone ante la tensión de la esperanza. Por la fe, se me presentan las palabras de Jesús que me ponen ante el futuro. Lo que se me va a dar a comulgar va a ser el pan vivo bajado del cielo. Ese pan, que por manos del ministro nos va a dar Jesús, no es un símbolo, no es una representación, en sentido meramente teatral. No es hacer como si... Sino que va a darme su carne. Esta tensión de la esperanza es más clara antes de la celebración, pues a ella acudo así movido. Pero en la misa, aunque por la fe contemplamos esa presencia eucarística, la esperanza en la donación de su carne nos mueve a caminar hacia Él.

Y esa carne lo es para la vida del mundo. Para mi vida ciertamente. Pero, al comulgar, al ser eucarísticamente vivificado, esa vida para el mundo queda como vehiculada en mí. Y entonces la vida del cristiano, en medio de la historia, en la medida que es comunión con el misterio, es hacerlo presente para los demás. El misterio nos "misteriza".

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