lunes, 23 de agosto de 2010

Antífona de comunión TO-XXI.2 / Jn 6,55


El que come mi carne y bebe mi sangre -dice el Señor- tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día (Jn 6,55).
La Eucaristía es el memorial del sacrificio de la Cruz. Y, lo mismo que quienes participaban en los sacrificios veterotestamentarios -salvo que toda la víctima fuera para Dios- comían parte de lo ofrecido, así quienes toman parte en la misa pueden comer de la víctima. En el holocausto, toda era para Dios y, por ello, quienes lo ofrecían no podían comer. Aquí también Cristo se ofrece totalmente al Padre, pero nosotros podemos comer a la víctima en su totalidad. Jesús es todo para Dios y se nos da también a nosotros totalmente.

No es como si lo comiéramos, no es un simple recuerdo psicológico escenificado. Se trata, aunque de modo incruento, de un banquete sacrificial. Y a quien comemos es al Logos eterno del Padre. Por ello, esta manducación es como una audición. De modo que, para comer y asimilar esta divina comida, debemos tener presente la parábola del sembrador.

Hemos de ser tierra buena para recibir a Cristo, ese grano que muere para darnos vida eterna. Y así, en el presente, tenemos ya esa vida divina y la esperanza de que nuestros cuerpos serán por Él resucitados al final de los tiempos.

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