domingo, 26 de septiembre de 2010

Antífona de comunión TO-XXVI.2 / 1 Juan 3,16


En esto hemos conocido el amor de Dios: en que Él dio su vida por nosotros. También nosotros debemos dar nuestra vida por los hermanos (1 Jn 3,16).
En varios momentos de la celebración, como ocurre en la comunión, se muestra el Cuerpo de Cristo para la adoración de los fieles. Sí, "se" muestra, pero es Él quien se nos da a conocer. Es el ministro, pero es el Señor quien se pone ante nosotros. Es un tiempo para el reconocimiento y conocimiento del que se me hace presente y ahí, en la mostración de lo adorable, está la llamada a la adoración.

Esta presencia del Señor no es un abstracto, no es descontextualizada. La Eucaristía, digámoslo una vez más, es memorial del misterio pascual, es sacrificio. Por ello, en ella conocemos, por fe, el amor de Dios, porque se nos hace presente quien da la vida por nosotros y somos testigos y partícipes de su oblación. Adoramos el cuerpo entregado y la sangre derramada por nuestra salvación. Adoramos el amor de Dios.

Y la llamada a la adoración del sacrificio de la Cruz, hecho de una vez para siempre, va de la mano de la llamada a la comunión con ese sacrificio. La participación en la Eucaristía queda manca si el comulgante no se convierte él mismo, en unión de la víctima pascual, en oblación, si su vida no se hace un sacrificio conforme al Logos.

Esta entrega, unida a la de Cristo y por ello fecunda, va tejiendo el cuerpo de Cristo, su Iglesia, con lazos de amor crucial. Dar la vida por los hermanos es amarnos los creyentes los unos a los otros como Cristo nos ha amado. La comunión del cuerpo eucarístico de Cristo nos lleva a entrar activamente en la comunión del cuerpo eclesial de Cristo.

En ese amor crucial de unos por otros, en esa entrega mutua, los no creyentes conocen que somos discípulos del Señor. Así la Iglesia da perceptibilidad, ante el mundo, del Cuerpo resucitado del Señor. El amor mutuo es signo que da credibilidad al anuncio de la Resurrección, es también llamada.

[Un comentario a la otra antífona de comunión lo tenéis aquí]

sábado, 25 de septiembre de 2010

Antífona de entrada TO-XXVI / Daniel 3,31.29.30.43.42


Lo que has hecho con nosotros, Señor, es un castigo merecido, porque hemos pecado contra ti y no pusimos por obra lo que nos habías mandado; pero da gloria a tu nombre y trátanos según tu abundante misericordia (Dn 3,31.29.30.43.42).
La Eucaristía es memorial del misterio pascual, por tanto, de la muerte y resurrección, de la justicia y la misericordia divinas. Y la oferta a nosotros para que participemos de todo ello.

Los versículos con que está trenzada esta antífona están tomados de la oración de Azarías en medio del horno ardiente. La fidelidad a Dios y la negativa de los tres jóvenes a adorar la estatua de oro les ha llevado a una experiencia que es figura profética de la pasión del Señor y de la Eucaristía. La fidelidad a la voluntad divina les conduce al suplicio del que, por acción divina, saldrán indemnes.

Es, en medio del tormento, donde escuchamos en labios de uno de ellos esta oración. Ahí hay un reconocimiento de la justicia divina. Dios ha tenido misericordia de ellos y los ha hecho capaces de la fidelidad y de soportar firmes el tormento. Pero ahí no se queda su compasión. Gracias a ella reconocen, en medio de la alabanza divina, que es justo el proceder de Dios. Todo cuanto le ha sucedido al pueblo y a Jerusalén es merecido y justo.

Jesús, siempre fiel al Padre, sufre la muerte en cruz y, aunque Él no ha tenido parte en ninguna culpa humana, se hace solidario con los pecadores. La misericordia de Dios llega a nosotros capacitándonos para reconocer nuestra responsabilidad del pecado. Y esto es posible porque nos pone en la situación de los tres jóvenes. En el reconocimiento de Dios como único Señor digno de adoración, es donde vemos con claridad esperanzada nuestro pecado y el juicio divino.

Su misericordia nos lleva a la esperanza en la resurrección, en la vida nueva. No porque podamos arrancárselo a Dios, no porque se lo podamos exigir. La pedimos apoyados únicamente en su misericordia y en la gloria de su nombre.

A la celebración vamos a participar en la cruz y en la resurrección, en la justicia y en la misericordia.

viernes, 24 de septiembre de 2010

¿Somos cuerpo?

Os invito a leer un artículo que me han publicado en Libertad Digital sobre un libro de ensayos filosóficos sobre el cuerpo.

jueves, 23 de septiembre de 2010

Adoración nocturna

Veo la tuya
desde mi ventana,
ahí
a lo lejos.
Entre tantas,
no hay así ninguna.
Tu cinta escarlata
es una esmeralda
que brilla en la noche.
Alto y distante,
sagrario ignorado
de mi ermita pobre .

[En un piso de la torre izquierda hay una capilla y en ella un sagrario. Para que no hubiera peligro con el tráfico aéreo, la luz del santísimo no es roja, sino verde. La veo desde mi casa. Dios no me priva de nada. De modo que tengo una capilla más grande de lo que jamás hubiera soñado]

domingo, 19 de septiembre de 2010

Antífona de comunión TO-XXV.2/ Juan 10,14


Yo soy el Buen Pastor –dice el Señor–, que conozco a mis ovejas, y mis ovejas me conocen (Jn 10,14).
En el momento de la comunión, presente eucarísticamente, el Señor nos dice que Él es el Buen Pastor. El memorial de la entrega por las ovejas hace que cobre actualidad ante nosotros el don de su vida por nosotros (cf. Jn 10,11). Y en la Eucaristía nos pastorea. Nos conduce al verdadero alimento, que nos fortalece y configura. Nos lleva a ser como Él.

Entre el Buen Pastor, que presente está, y las ovejas hay un conocimiento mutuo. La Eucaristía es conocimiento. El nuestro es posible porque Él nos conoce y es conocimiento de Cristo en la medida que lo conocemos como Él nos conoce.

No se trata de tener ideas claras o conceptos precisos sobre la Eucaristía. Con todo lo bueno que esto sea es insuficiente. Conocer a alguien no es saber cosas sobre él, aunque sea una precisa formulación de su esencia. Conocer a alguien comporta amarlo. Y conocer sobrenaturalmente a Dios demanda amarlo sobrenaturalmente. La fe viva es la fe que ama. Conocer a Jesucristo de verdad es amarlo y amarlo en todo, particularmente en los necesitados.

Jesús nos ama y conoce divina y humanamente. Y nosotros, merced a la gracia, en la medida que lo conocemos, más podemos amarlo; y, cuanto más lo amamos, más lo conocemos. Y, en este crecimiento de amor cognoscitivo y conocimiento amoroso, vamos viviendo ya en esta vida, especialmente en la Eucaristía, el diálogo de amor de las tres divinas personas.

Y esta pregustación de la vida trinitaria en el misterio de la Cruz nos muestra que no solamente la fe viva de la mano va de la caridad, sino que con ellas encontramos la esperanza. La de que se nos done conocer cara a cara el Amor, conocimiento que eternamente nos hará semejantes a Él (cf. 1Jn 3,2).

[El comentario a la otra antífona de comunión lo podéis leer aquí]

sábado, 18 de septiembre de 2010

Antífona de entrada TO-XXV / Cf. Salmo 37(36),39s.28


Yo soy la salvación del pueblo –dice el Señor–. Cuando me llamen desde el peligro, yo les escucharé y seré para siempre su Señor (Cf. Sal 37(36),39s.28).
La llamada que Dios nos hace, pues es Él quien nos convoca no nuestra iniciativa, a participar en la Eucaristía es afirmación de sí mismo. La revelación de Dios es llamada, porque se manifiesta su atrayente gloria, la belleza de su misericordia.

No es que el nos dé algo, se nos da. No nos proporciona la salvación, sino que Él es nuestra salvación. Y no simplemente la mía o la tuya ni la de cada uno, sino la del pueblo. Es la salvación de cada uno, pero con los otros en el pueblo que el se ha elegido y constituido.

La Eucaristía es donde no meramente como individuos, sino como pueblo, respondemos a esta vocante epifanía. El Dios que es nuestra salvación, al mostrársenos así, nos descubre en el peligro, nos pone ante los ojos nuestra situación. Esta llamada, desde la necesidad, lo es al Dios presente, pues se nos ha mostrado, pero también al ausente. Pues la miseria nos muestra que aún hay distancia entre la promesa de salvación y su realización plena, entre la esperanza y la consumación de ésta.

Y necesitamos llamarle desde el peligro. La Iglesia necesita orar desde la indigencia, necesita conocer su necesidad. Y todos precisamos palparla como individuos y como pueblo. Necesitamos de la humildad nacida de conocer, no de tener conceptos claros o darle vueltas a mil ideas, nuestra finitud como criaturas, nuestra imposibilidad de ser hijos en el Hijo, nuestros pecados. Y ese es un conocimiento que nos da Dios. Por eso, necesitamos la soledad, el silencio y la quietud de la oración, para conocer de Dios quién somos de verdad.

En la medida que desde ahí oramos, nuestra oración es escuchada. Y Dios nos responde con su Señorío. Jesús en la Eucaristía es nuestro Rey, entronizado a la diestra del Padre, en medio de su pueblo. Es el Señor, nuestra salvación.

martes, 14 de septiembre de 2010

Preces cariciosas

Blanco te me das,
ligero en mis manos,
frágil e indefenso.
Tan quieto que te dejas
hacer sin freno.
¿Sólo cogerte?
Acariciarte quiero.

lunes, 13 de septiembre de 2010

Trasplatónica

La rosa,
he contemplado la rosa;
no ésta ni aquélla
ni muchas ni pocas.
La he visto a ella,
infinito silencio y negrura,
que me callaba:
Dios.

domingo, 12 de septiembre de 2010

Antífona de comunión TO-XXIV.2 / cf. 1Cor 10,16


El cáliz de nuestra acción de gracias nos une a todos en la sangre de Cristo; el pan que partimos nos une a todos en el cuerpo de Cristo (cf 1Cor 10,16).
El hontanar de la Iglesia es el misterio pascual, ese misterio del Cuerpo muerto en cruz y glorificado. Nosotros, en el bautismo, entramos a participar en ese misterio y somo hechos miembros del Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia. Somos, no podemos entendernos de otra manera, parte de una comunidad. No somos cristianos y luego decidimos ser miembros de la Iglesia. A una somos lo uno y lo otro, no podemos ser lo uno sin lo otro.

Mas no se es cristiano, lo mismo que no se es hombre, como una piedra es una piedra. Ser piedra no es algo que esté sometido a desarrollo y crecimiento. Sí, desde la pila del bautismo en adelante, somos el mismo cristiano, pero no somos lo mismo. Podemos ser santos o traicionar esa identidad, podemos vivir intensamente la fraternidad cristiana o ser de un individualismo atroz, podemos vivir comunitariamente la fe o consumir productos religiosos,...

Y, en la Eucaristía, podemos participar de muchas maneras: desde un estado comunitariamente casi comatoso hasta una vivencia de gran plenitud de comunión. Desde ahí nos acercamos a comulgar el Cuerpo de Cristo; desde donde nos hallemos, siempre que no estemos muertos espiritualmente y, por tanto, necesitemos de la penitencia, nos acercamos al cáliz de nuestra acción de gracias y al pan que partimos.

La celebración de la Eucaristía hace ese Cuerpo de Cristo que es la Iglesia y, a nosotros, nos "comuniona", estrecha nuestra fraternidad. Pero no de manera mágica. Cuando somos engendrados, somos puestos en la vida y tenemos que vivir esa vida. Nosotros tenemos que vivir la comunión que se nos regala, tenemos que crecer en ella día a día, de comunión en comunión cada vez más.

Esperemos que algún día la pregunta que nos hagamos no sea a qué hora voy a misa, sino con quién celebrarla.

[El comentario a la otra antífona de comunión lo encontráis aquí]

sábado, 11 de septiembre de 2010

Antífona de entrada TO-XXIV / Cf. Eclesiástico 36,15(18)


Señor, da la paz a los que esperan en ti y deja bien a tus profetas; escucha la súplica de tu siervo y la de tu pueblo Israel (cf. Eclo 36,15(18)).
Los que trabajan por la paz son dichosos porque llegarán a la plenitud de la filiación divina (cf. Mt 5,9). Pero los tales saben, precisamente porque luchan por la verdadera paz, que ésta es para ellos inalcanzable, porque es tornar a la comunión con Dios.

Acudimos a la Eucaristía necesitados de paz, necesitados de reconciliación. Y laboramos por ella yendo a la celebración y pidiendo la paz a aquél en quien tenemos nuestra esperanza, pues es quien en nuestro bautismo nos la ha hecho vivir volviéndonos al paraíso de la comunión divina.

Jesús es el "príncipe de la paz" (Is 9,5), el es nuestra paz (cf. Mq 5,4) y también el donador de ella: "la paz os dejo, mi paz os doy" (Jn 14,27), pero no lo hace como el mundo, pues da su vida por esa paz. Su manera de pacificar es distinta, es cargar con el mal. Pero no solamente es que traiga la paz de manera distinta, sino que Él mismo es esa paz, pues la comunión con Dios, la reconciliación que nos trae, es la comunión con Él.

Y, sin embargo, también nos habla de división (cf. Lc 12,51) y de espada (cf. Mt 10,34), porque quien quiera esa paz tiene que pasar también por su misma persecución, por su Cruz.

Y esa paz que pedimos –no sólo individualmente, sino también como pueblo de Dios– y esperamos recibir en la comunión, y que lo hacemos sabiendo que esto supone la comunión en su Cruz, es realización de su Palabra en nosotros y manifestación a todos, en nuestras vidas pacificadas y crucificadas, de la verdad del Evangelio.

viernes, 10 de septiembre de 2010

domingo, 5 de septiembre de 2010

Antífona de comunión TO-XXIII.2/Juan 8,12

Yo soy la luz del mundo –dice el Señor–. El que me sigue no camina en las tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida (Jn 8,12).
La presencia eucarística del Señor es un faro en medio de la noche de este mundo, es luz que brilla en las tinieblas (cf. Jn 1). Adán en el Paraíso vivía en un mundo luminoso, porque veía todas las cosas en Dios y contemplaba el misterio divino, tenía familiaridad con quien se paseaba por el Edén a la hora de la brisa (cf. Gn 3, 8). Pero tras el pecado no solamente perdió el poder conocer el misterio divino, sino que también su capacidad creatural de entendimiento se vio afectada. Pues lejos de quien nos da armonía y plenitud, hasta lo más propio se ve afectado: tan enraizada en nosotros está la necesidad de lo sobrenatural.

Jesús es luz en la que podemos ver las cosas como son en sí mismas y en cuanto formando parte del designio divino. Y luz en la que nos vemos en la verdad y en la que se nos desvela el para de nuestra existencia.

La presencia de Cristo lo ilumina todo y es luz que llama hacia sí, pues ese es nuestro destino. En la procesión de la comunión somos barcos peregrinos que, guiados por ese radiante faro divino, surcamos en la noche las aguas para alcanzar nuestro puerto definitivo.

Y al comulgar lo pregustamos. Alcanzamos el término de nuestra singladura, pero, al mismo tiempo, es también etapa en una navegación de cabotaje hasta llegar definitivamente a la patria celeste.

Es luz que nos guía hacia sí misma y luz que nos hace luminarias, no solamente que nos ilumina. Como en el cirio pascual encendimos nuestras pequeñas velas en el bautismo, así al comulgar nos alimentamos de luz divina y somos encendidos en fulgente fuego de amor, en luz de vida. Así es como se hace verdad lo que la luz del mundo, que es Cristo, nos dijo: "Vosotros sois la luz del mundo" (Mt 5,14).

[El comentario a la otra antífona de comunión lo tenéis AQUÍ ]

sábado, 4 de septiembre de 2010

Antífona de entrada TO-XXIII / Salmo 119(118),137.124


Señor, tú eres justo, tus mandamientos son rectos. Trata con misericordia a tu siervo (Sal 119(118),137.124).
¿Con qué acudimos a la celebración, con nuestra justicia, con nuestras cuentas pendientes, con la lista de lo que nos pueda adeudar Dios o con nuestra necesidad de amor y compasión? ¿A quién acudimos al Dios justo o al misericordioso?

Acudir, habríamos de acudir con nuestra miseria y también con la verdad de nuestra justicia, y necesitamos acudir al Dios justo y misericordioso, pues no hay otro. No es un Jano bifronte. En Él, misericordia y justicia son inescindibles, ambas lo es absolutamente. Pero no de forma aditiva, no son dos infinitos que se sumen. Dios es simplicísimo y las distinciones en su esencia son cosa nuestra, pues nuestro entendimiento no da para más.

Pero además necesitamos que Dios sea justo y misericordioso. Si no fuera justo, si no juzgara mi maldad o bondad, ¿cómo iba a saber que necesito misericordia? Necesito su justicia, para que rebose en mi su misericordia. Y necesito todo Dios, pues uno a medias no lo es. Y, en la Eucaristía, se ponen de manifiesto la una y la otra, pues es el memorial del misterio de la Cruz, que es siempre gloriosa.

En ella, se me manifiesta la rectitud de sus mandatos, pues veo la obediencia de Cristo a la voluntad del Padre y cómo el cumplimiento del mandato del amor, en el que todos se contienen y llevan a término, es en donde toda la realidad se ajusta a su creador.

Y, en ella, veo su justicia. Veo cómo he sido juzgado y declarado culpable. La sentencia sobre Jesús es la mía. Ahí cobro con-ciencia, con-sé junto al saber de Dios. La Cruz me da con-sabiduría de dónde estoy respecto a Dios. Y, en ella, entro en comunión con la ejecución de mi sentencia.

Sólo en la Cruz salvadora, sólo en el misterio de redención, muerte y resurrección, justicia y misericordia los encuentro para mí unidos. Eso que vivimos en nuestro bautismo, lo actualizamos en cada celebración eucarística. Ahí soy ajusticiado y misericordiado. Con ella podemos morir para vivir; sin ella tendremos justicia y sólo el ofrecimiento de la misericordia, pues no habremos querido la justicia misericordiosa-la misericordia justa, al negar la Cruz redentora.

Dame la Cruz, que yo quiera tu justicia y misericordia.

miércoles, 1 de septiembre de 2010

Unas orquídeas blancas

Blanca tu boca saluda
y hacéis coro
en busca de un abrazo,
del mío.
Bocas que besarme quieren
y el beso deseado
es que las bese.