viernes, 31 de diciembre de 2010

Antífona de entrada. Sta. Mª. Madre de Dios / cf. Is 9,2.6; Lc 1,33

La antífona de entrada es la misma que la de la misa de la aurora del día de Navidad; un comentario lo podéis leer aquí.
Un comentario a la antífona de comunión lo tenéis aquí.

miércoles, 29 de diciembre de 2010

Antífona de entrada. Navidad.3 / cf. Is 9,2.6; Lc 1,33

[Esta antífona corresponde a la misa de la aurora de Navidad]
Hoy brillará una luz sobre nosotros, porque nos ha nacido el Señor y es su nombre: "Admirable, Dios, Príncipe de la paz, Padre perpetuo"; y su reino no tendrá fin (cf. Is 9,2.6; Lc 1,33).
Porque nos ha nacido el Señor, porque se ha hecho hombre, tiene un Cuerpo y una Sangre que se pueden hacer presentes. Pero no solamente se ha hecho hombre, sino que también ha querido tener presencia eucarística. Por eso, al comenzar cualquier celebración de la misa, el creyente sabe que sobre toda la asamblea va a brillar una luz y no cualquiera, sino la Luz. Y lo hará porque Él lo quiso así en su Última Cena, no porque tengamos poder sobre Él.

Y se hace presente Aquél de quien el profeta Isaías nos dio esos nombres. Esos y más, con que es nombrado en las Escrituras, tiene. Se hace cercano en la pequeñez de su humanidad y su nombre, que dice toda su grandeza, es, al ponerlo Él en nuestros labios, la cercanía de quien quiere ser nombrado, de quien quiere ser llamado, de aquel al que se puede hablar. Poder decir su nombre es poder orar.

El memorial de su Pascua, de la del Rey sin fin, de quien fue entronizado en una cruz. Para eso se hizo hombre, para redimirnos con su sacrificio en el Calvario. Y para eso instituyo la Eucaristía, para que, en esa ofrenda de sí mismo realizada de una vez para siempre, pudiéramos participar los que queremos ser de ese reino-sin-fin para siempre.

Y la pequeña luz de la lámpara junto al sagrario dice que ahí está la Luz, el Rey.

martes, 28 de diciembre de 2010

Antífona de comunión. Navidad.2 / Juan 1,14

La Palabra se hizo carne, y hemos contemplado su gloria (Jn 1,14).
En la Eucaristía, tiene un puesto central la humanidad de Cristo. Es su Cuerpo y su Sangre los que se hacen presentes bajo las especies de pan y de vino. Sin la Encarnación esto no sería posible. El Hijo se hizo hombre y el que se hizo hombre se hace presente en el Sacramento.

En su humanidad, se revelaba a sus contemporáneos la divinidad. Por ello, podía escribir el evangelista en otro prólogo, el de su primera epístola:
Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos acerca del Verbo de la vida; pues la Vida se hizo visible, y nosotros hemos visto, damos testimonio y os anunciamos la vida eterna que estaba junto al Padre y se nos manifestó (1Jn 1,1s).
Y la Vida se hace visible, para nosotros, bajo la apariencia de pan y de vino. Nosotros por la fe vemos al Verbo de la vida y pues lo vemos, podemos dar testimonio y anunciar esa vida eterna que estaba desde la eternidad junto al Padre y se nos manifiesta.

En esa humilde epifanía de la gloria divina en las especies sacramentales, se nos brinda también la comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo en el Espíritu. Y el anuncio a los que no creen es para que se incorporen a esa comunión que a nosotros se nos regala, en la que comenzamos a vivir en el Bautismo y que alimentamos con la comunión eucarística (cf. 1Jn 1,3).

Esta Vida que se nos hace encontradiza en la misa y en cuya comunión encontramos plenitud verdadera, es la fuente de nuestra felicidad. Dicha que nos mueve a anunciar, para que, participando en ella los que no la conocen, ese gozo que tenemos sea completo (cf. 1Jn 1,4).

lunes, 27 de diciembre de 2010

Antífona de entrada. Navidad.2 / Salmo 2,7

[La solemnidad de la Navidad tiene cuatro formularios de misas, ya he comentado las antífonas de uno, ahora continúo con el de la misa de medianoche]
El Señor me ha dicho: "Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy" (Sal 2,7).
Preguntado por Jesús en la región de Cesarea de Filipo, Pedro hace su confesión en la divinidad del Señor: «Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo» (Mt 16,16). No es algo que haya llegado a saber él solo por sí mismo, sino que se lo ha revelado el Padre y por eso es dichoso.

La humanidad de Jesús es para nosotros siempre una interrogación sobre su más profunda identidad y esa cuestión es el comienzo de la autocomunicación de Dios en la debilidad de la carne que ha asumido en la Encarnación. Pero a ello no le vamos a poder dar respuesta con nuestra razón.

Al comenzar la celebración del misterio de Navidad, necesitamos que sea el Padre quien nos manifiesta que es su Hijo eterno el que nace en Belén. Y es también gracias a Él como conocemos que quien se hace presente bajo la apariencia de pan y vino es el engendrado desde toda la eternidad, el Verbo que existía desde el principio. El Padre da testimonio de Jesús (cf. Jn 5,37; 6,45).

En la humildad del Bautismo de Juan o en la gloria del Tabor, necesitamos que sea el Padre quien sacie la necesidad que Jesús abre en nosotros de saber quién es Él, solamente la voz celeste que eternamente le habla en el seno de la Trinidad nos desvela el secreto mesiánico y sólo en el Espíritu la escuchamos.

En el misterio de Jesús, se nos da la dicha de la Trinidad.

domingo, 26 de diciembre de 2010

Antífona de entrada. Sagrada Familia / Lucas 2,16

Los pastores fueron corriendo y encontraron a María y a José y al niño acostado en el pesebre (Lc 2,16).
Los pastores han recibido un anuncio y acuden corriendo. Solamente acudimos a la Eucaristía si respondemos a una convocatoria; no es algo que nazca de nosotros sin más, solamente secundamos la atracción con que, en muchas maneras, Dios nos atrae hacia Él. Y los pastores lo hacen con diligencia, corriendo. El amor es así, no pierde tiempo, no queda retenido por nada y ligero se encamina hacia lo que lo llama.

Y, en la celebración del misterio pascual, encontramos a Jesús en sus distintos misterios a lo largo del año litúrgico. Siempre encuentro con su humanidad en la que se nos manifiesta el único Dios verdadero; por medio de Jesús, del Hijo hecho hombre, conocemos, en el Espíritu, al Padre. En la humanidad de Cristo, Dios nos sale al encuentro, se autocomunica y realiza nuestra redención y divinización.

Encuentro con una humanidad que no es una abstracción. Jesús en sus misterios es siempre un Jesús con los hombres, Dios con nosotros; en sus misterios su humanidad es signo que hace presente su divinidad e instrumento mediante el cual realiza la salvación y recapitulación. Toda la vida de Jesús, todos sus momentos, todos sus aconteceres, son misterio que nos conducen a su divinidad y a su misión salvífica.

El crucificado, el que muere y resucita, es el que ha sido niño y se ha criado en una familia; el que ha nacido de María, al que ha cuidado José. Al acudir al sacrificio del altar, acudimos al encuentro de sus misterios, al encuentro hoy del misterio de la familia de Nazaret. Y con Jesús encontramos a S. José y a la Virgen María; la Eucaristía es el manadero de la comunión de los santos. En la comunión de la Sagrada Familia, del amor que hay entre Jesús, María y José, aprendemos y gustamos la comunión de los santos. Al misterio de la familia de Jesús nos incorporamos como los pastores, adorando al Hijo de Dios que se nos hace presente en el sacramento del altar.

[Un comentario a la antífona de comunión de esta fiesta lo podéis encontrar aquí]

viernes, 24 de diciembre de 2010

Antífona de entrada. Navidad.1 / cf. Éxodo 16,6s

Hoy vais a saber que el Señor vendrá y nos salvará, y mañana contemplaréis su gloria (cf. Ex 16,6s).
Así comienza la misa vespertina de la vigilia de Navidad. Toda celebración eucarística es memorial del misterio pascual y del único misterio que es la vida de Cristo. Aunque hablamos de distintos misterios y el central sea el de su muerte y resurrección, sin embargo toda su vida es un único misterio de revelación, redención y recapitulación. Habiendo multitud de misterios, la vida de Jesús es un único misterio; cada uno remite a los otros y en cada misterio singular encontramos los demás. En todos ellos, en todas sus palabras y acciones se revela la intimidad divina, se realiza la salvación de nuestros pecados y Jesús restablece al hombre en su vocación primera. En cada misterio, encontramos el misterio y el todo está en cada uno de ellos.

En la Eucaristía, encontramos esto. Siendo memorial del misterio pascual, a lo largo del año litúrgico, la celebración de los misterios de Cristo, pone de manifiesto la unidad de todos en el único misterio que es su vida. Esto es especialmente claro en la liturgia de la Palabra; centrada en la proclamación de algún misterio, en la redacción de uno de los cuatro evangelios del único Evangelio, la lectura del pasaje evangélico enriquece las otras lecturas y éstas hacen brillar el paso del Señor escuchado: la unidad de la Biblia se hace patente a la fe en el misterio de la vida de Cristo. Y la liturgia de la Palabra queda acrecida por el misterio eucarístico y éste manifiesta su riqueza con el eco de la Sagrada Escritura en el contexto de la celebración litúrgica.

La celebración eucarística es lugar para la certeza de la fe. Hoy es momento de saber de su nacimiento y de su gloria. Y el misterio de su Nacimiento nos remite a su venida sacramental, a la presencia de su cuerpo y su sangre, pero también a su Parusía. Y todo ello nos remite al misterio de la contemplación de su gloria por toda la eternidad. Cada uno de sus misterios nos revela al Dios que veremos cara a cara, nos purifica de lo que nos separa del cielo y es causa de nuestra divinización.

[Un comentario a la antífona de comunión de la misa vespertina de la vigilia de Navidad lo tenéis aquí]

¡Feliz Navidad!



El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaba tierra y sombras de muerte, y una luz les brillo. […] Porque un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado; lleva a hombros el principado, y es su nombre: “Maravilla de Consejero, Dios fuerte, Padre de eternidad, Príncipe de la paz” (Is 9,1.5).

Que Dios nos conceda celebrar con gozo el nacimiento del Salvador y que derrame su bendición sobre nosotros el año que viene.

jueves, 23 de diciembre de 2010

¡Qué regalo de Navidad!

Gracias a Dios, en el último momento, la chica de que os hablé ayer decidió no abortar. Acudamos con esta alegría al Portal de Belén.

Así comienza el evangelio de hoy:

«A Isabel se le cumplió el tiempo del parto y dio a luz un hijo» (Lc 1,57).

miércoles, 22 de diciembre de 2010

Hay que salvar a un nascituro y a su madre

Me cuenta una amiga que una alumna suya de 15 años le ha dicho que está embarazada y que va a abortar porque le han dicho los médicos que viene con problemas. Es posible que esto último no sea verdad, sino una manera de ayudar a la adolescente a inclinarse por el aborto y a los padres que están por terminar con su nieto. Mi amiga se ha puesto en contacto con una fundación pro-vida para intentar salvar a los dos, a la madre y al niño, y están tratando de hacer todo lo posible. Hay poco tiempo. Pido vuestras oraciones para que Dios les guíe a todos y pueda acabar bien. Encomendémoslo a la Virgen-Madre y al Niño-Dios cuyo nacimiento vamos a celebrar. Es solamente un caso entre los cientos de miles en todo el mundo, pero uno solo es un infinito.

sábado, 18 de diciembre de 2010

Antífona de entrada A-IV / cf. Isaías 45,8

Cielos, destilad el rocío; nubes, derramad al Justo, ábrase la tierra y brote al Salvador (cf. Is 45,8).
Parece como si todo el Antiguo Testamento se concentrara en esta antífona. El obrar de Dios en la historia va preparando a la humanidad para este momento, va haciendo de la necesidad de salvación, tras el pecado de Adán, una oración que pida al único que puede darle aquello que ha menester. Pedir un Salvador de una manera inimaginable hasta que tuvo lugar. La historia de salvación previa a Jesús es ir formando la explicitud de la petición de la Encarnación, como petición al cielo para que se anonade el Justo (cf. Flp 2,7), pero también para que el arcángel pida a la tierra virginal de María que se abra a la acción del Espíritu y nazca el Salvador.

Empezamos, nosotros que ya conocemos lo anunciado, la celebración uniéndonos a la historia salvífica.

Pero ésta es una palabra viva, no muerta, y, aunque cumplida, sigue operativa en el presente. Comenzamos la Eucaristía cantando este versículo. Y, con Él, pedimos el don de participar en ese gran sacramento en el que el cuerpo y la sangre nacidos del seno purísimo de María se hacen verdadera, real y sustancialmente presentes en esos frutos de la tierra que son el pan y el vino. Pedimos que su rocío de gracia dé fertilidad a ese pobre barro de pecadores que somos cada uno.

Y también que el Cuerpo místico de Cristo, que es la Iglesia, sea la tierra donde brote para todos los hombres la salvación, bañándose en las aguas del bautismo.

viernes, 17 de diciembre de 2010

La Vulgata española

[Normalmente los artículos que me publican en Libertad Digital aparecen algo corregidos respecto al original. El de hoy lo ha sido, a mi modo de ver, en exceso. Les he pedido que pongan el original, pero, como en el momento que escribo este comentario no lo han hecho aún, os copio, tal cual, lo que envié al periódico. Espero que lo hagan a lo largo del día.
Me lo han restaurado algo, pero no del todo]

A finales del segundo siglo de nuestra era (ca. 180 d.C.), el número de cristianos de habla siríaca, copta y latina había aumentado considerablemente, por lo que las versiones de la Biblia, a la que para ellos era lengua vernácula, fueron apareciendo. La razón de ello cae por su peso, tanto el Nuevo Testamento en su original griego, como el Antiguo Testamento, bien en el original hebreo bien en la traducción griega, resultaban incomprensibles para quienes no dominaban esas lenguas.

Este fenómeno, que ya había tenido lugar, entre los judíos, antes del nacimiento de Jesucristo, marca una clara diferencia con el Islam: el Corán para él es intraducible. En cambio, para el cristiano, la Biblia no es un libro que recoja palabras que dictara Dios en el pasado y que, por ello, quedaran congeladas e intocables en una lengua pretérita sin más interpretación que la literal; por el contrario, es palabra divina –en palabras de verdaderos autores humanos y no de taquígrafos– que se está diciendo aquí y ahora para cada oyente en concreto. De modo que el cristianismo no se entiende a sí mismo como una religión del Libro –pese a lo que muchos digan siguiendo el parecer de los musulmanes–, sino de la Palabra viva de Dios, «no de un verbo escrito y mudo, sino del Verbo encarnado y vivo» (S. Bernardo de Claraval).

Antes de finales del s. IV, había diversas versiones latinas, ninguna de ellas oficial, cuyo conjunto se conoce como Vetus latina. La traducción al latín que se conoce como Vulgata, por ser la divulgada y que llegaría a ser la oficial del occidente latino de la Iglesia, fue realizada en aquéllas fechas por S. Jerónimo; un trabajo en el que el sabio dálmata empleó lo mejor de la filología de aquella época. Algo en ello parece que tuvo que ver un papa originario de la Hispania, S. Dámaso I; pudiera ser que esta colosal empresa comenzara al haberle éste encargado la traducción de los evangelios.

El pasado 14 de diciembre, la Conferencia Episcopal Española presentó la primera versión completa oficial en español de la Biblia; sería, por tanto, en lengua castellana, lo que fue la Vulgata en latín. Esta traducción ha sido posible gracias al trabajo que han llevado a cabo, durante diez años aproximadamente, más de una veintena de especialistas, algunos ya fallecidos, y la ha publicado la Biblioteca de Autores Cristianos (B.A.C.).

Será la que la Iglesia católica en España emplee en las celebraciones y libros litúrgicos, en sus documentos y en la enseñanza escolar y catequética; pero, en modo alguno, el que sea la versión oficial quiere decir que vaya a ser la única, aunque es previsible que se vaya imponiendo como la dominante. En Italia, por ejemplo, la versión oficial la publican distintas editoriales, sin tener el monopolio ninguna; la originalidad está en el modo de editarla, en que cada edición ofrece sus propias notas explicativas o de pasajes paralelos, en las que muchas veces se sugiere al lector, a pie de página, alguna traducción alternativa para versículos concretos.

Hasta ahora, aunque ha habido variedad de traducciones completas fruto de distintas iniciativas, solamente se contaba, como traducción oficial, con lo correspondiente a los leccionarios litúrgicos –en ellos tuvo un papel fundamental Luis Alonso Schökel, junto a Ángel González Núñez, José María González Ruiz, José María Valverde y también Juan Mateos–, lo cual, pese a su amplitud, no abarcaba la totalidad de la Biblia.

El proyecto surgió con fuerza en Madrid, en septiembre de 1995, a raíz de un encuentro de obispos y teólogos sobre el documento La interpretación de la Biblia en la Iglesia. Lo que se pidió, en aquel momento, fue una versión completa en la que se integraran revisados los textos que ya se utilizaban en la liturgia. Para llevar a cabo esta ambiciosa empresa, se creó, en 1996, un comité técnico compuesto por un presidente, Domingo Muñoz León, un secretario, Juan Miguel Díaz Rodelas, y tres vocales, con los que ha colaborado un nutrido grupo de biblistas. En 2007, ya se contaba con un primer texto que, tras ser revisado, fue aprobado por la Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal el 26 de noviembre de 2008. Como conclusión de tan largo proceso, el texto aprobado recibió la recognitio de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos el 29 de junio de 2010.

Éste ha sido, de momento, el último capítulo de la historia de la Biblia en español. El primero lo escribieron aquellas biblias romanceadas que empezaron a aparecer en el siglo XII y más concretamente aquellos pasajes del Antiguo Testamento traducidos, entre 1126 y 1142, a un castellano contemporáneo del Poema del Mío Cid, por Almerich Malafaida, que llegó a ser patriarca de Antioquía, y que envió a su amigo de juventud, el arzobispo Don Raimundo de Toledo. Ni la historia del castellano ni la de España son comprensibles sin la Biblia.

sábado, 11 de diciembre de 2010

Antífona de entrada A-III / Filipenses 4,4.5

Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito: estad alegres. El Señor está cerca (Flp 4,4.5).
El morado de las celebraciones del Adviento pone de manifiesto el carácter penitencial de este tiempo. Si esto es algo que debe estar siempre presente en el cristiano, sin embargo hay momentos del año litúrgico en que se pone más de relieve. El tercer domingo del Adviento, sin dejar lo penitencial, queda matizado con la alegría, que se vierte en la posibilidad de usar ornamentos rosas. La penitencia es alegre por esperanzada.

El apóstol, por muchas veces que hayamos cantado la antífona, no deja de sorprendernos. No solamente, siguiendo el mandato del Señor (cf. Lc 18,1), nos manda orar siempre sin interrupción (cf. 1Tes 5,17), sino que también nos impera a estar siempre alegres. Y tan importante debe ser esto que lo repite; si redoblado es el mandato, parece que redoblada deberá ser la obediencia.

Y lo que es así en la celebración eucarística, también lo ha de ser en la vida de la comunidad de creyentes y en la individual de cada uno de ellos. La liturgia responde a la revelación y es espejo de la fe. Las celebraciones concretas ponen de manifiesto la verdad de nosotros mismos como comunidad creyente y como fieles; y cómo se ha de celebrar es la guía de cómo se ha de vivir. Si nuestras celebraciones son tristes es que la nuestra es una triste vida de fe; si la celebración ha de ser alegre, así nuestro vivir debiera serlo.

¿Y cómo vivir este mandato? De las mayores penas que pueden darse en la vida de fe, una es la reducción del crecimiento espiritual a tratamiento de los síntomas. Estar siempre alegres no es simplemente tener una sonrisa en los labios, no es fingir algo, por más que en algunas circunstancias, por caridad, no haya que mostrar la tristeza a alguien. Pero la imitación externa de lo que en los santos se manifiesta no puede ser una constante. Estar siempre alegres ha de ser por tanto algo más radical.

La alegría, la tristeza, el miedo, la esperanza,… no se pueden fabricar directamente. Hay cosas que son resultado inmediato de nuestra voluntad y quehacer, otras son consecuencia de un fin alcanzado. «Allí donde esté tu tesoro, estará también tu corazón» (Mt 6,21). Sufrimos cuando nuestro tesoro es dañado, tememos cuando es amenazado. Solamente hay una forma de estar siempre alegres: que nuestro tesoro sea uno que no pueda sufrir daño, que sea imperecedero, que no falle nunca. Ese tesoro invulnerable solamente es Dios.

Estar siempre alegres es una consecuencia de estar siempre y totalmente en el Señor. El apóstol nos manda estar en Él y nosotros lo cantamos alegres en esta antífona. El Señor está cerca, ¿cómo no estar alegres, si es Él nuestra riqueza? Los santos, en medio de grandes sufrimientos externos e internos, a los ojos de los demás desbordaban gozo.

[Un comentario a la antífona de comunión de este domingo lo tenéis AQUÍ]

miércoles, 8 de diciembre de 2010

Antífona de entrada. Solemnidad de la Inmaculada Concepción / Is 61,10

Desbordo de gozo con el Señor y me alegro con mi Dios; porque me ha vestido un traje de gala y me ha envuelto en un manto de triunfo, como novia que se adorna con sus joyas (Is 61,10).
El texto de Isaías habla de la nueva Jerusalén. El contexto celebrativo, como si de un clima apropiado fuera, hace que, de este versículo, se desprenda una riqueza de significados, como un capullo que en flor se abriera regalando, en la hermosura de colores y perfumes, gran belleza.

En la visión de una ciudad reconstruida y llena de gozo por el resplandor recobrado, se vehicula la promesa de un futuro aún más grandioso. Una virgen, toda pureza, revestida de santidad, es ciudad en que se encuentra el templo de su seno, en el que está presente la gloria de Dios, el Hijo eterno del Padre que se ha hecho hombre.

La Iglesia es ciudad, en cuyas piedras doradas por el Sol de justicia, que es Cristo, refleja a todo el mundo la Luz divina. Desbordada del gozo de la victoria de su Señor, de la que viven sus hijos, en plenitud en el cielo, en vía de purgación o en el combate de los peregrinos, la Iglesia la celebra en la Eucaristía y anuncia a los hombres el triunfo de la resurrección, para que ellos también participen de la vida eterna. Ciudad que es lugar de encuentro con Dios.

Y la asamblea reunida, para celebrar el triunfo del sacrificio de la Cruz, está con la Virgen y con toda la Iglesia llena de gozo. Sobre el traje de la humildad y el manto de la vida divina, sus hijos son también adornados con las joyas de las más preciosas virtudes. Quienes están vestidos con el traje de fiesta pueden sentarse a la mesa. Los que no, encuentran la pulcritud en la penitencia sacramental. Y esta asamblea y la Iglesia vive en esperanza.
Y vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que descendía del cielo, enviada por Dios, arreglada como una novia que se adorna para su esposo. Y escuché una voz potente que decía desde el trono: "Esta es la morada de Dios con los hombres: acampará entre ellos. Ellos serán su pueblo y Dios estará con ellos y será su Dios. Enjugará las lágrimas de sus ojos. Ya no habrá muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor. Porque lo de antes ha pasado" (Ap 21, 2ss).

[Un comentario a la antífona de comunión de esta solemnidad lo encontráis aquí. En un piso de la torre de la izquierda hay una capilla, en la capilla hay un sagrario y junto al sagrario una luz verde día y noche encendida]

sábado, 4 de diciembre de 2010

Antífona de entrada A-II / Cf. Isaías 30,19.30

Pueblo de Sión: Mira al Señor que viene a salvar a los pueblos. El Señor hará oír la majestad de su voz y os alegraréis de todo corazón (cf. Is 30,19.30).
Como pueblo, al comenzar la celebración, recibimos y cantamos una llamada a contemplar. En esta ocasión no es el momento de pedir, sino de recibir. Lo cual no es pasividad. El Señor viene a salvar a los pueblos, es su amor quien lo mueve; nuestra actividad no está en hacer que haga, en moverlo. Aquí la acción es contemplar, acoger, recibir,... no es padecer lo inevitable, lo que de todas formas acontecerá.

En la Eucaristía, contemplamos cómo se hace presente bajo las especies de pan y vino, escuchamos la majestad de su voz. Si en la fe contemplamos su acción salvadora, el misterio de su amor, el memorial de su sacrificio redentor, si en la fe escuchamos la proclamación de su palabra, entonces abrimos las puertas a la alegría plena de nuestro corazón.

Otros tesoros, en los que están los corazones de los hombres, dan alegrías, pero no la que da la venida del Señor. Son contentos parciales, que están limitados por la caducidad que marca el tiempo, que solamente alcanzan a una parte de nosotros o a unos cuantos de nosotros, que nunca llegan a la profundidad de lo que somos y anhelamos.

Solamente alegran en lo que podemos conquistar con la fuerza de nuestro brazo, pero no nos pueden salvar de la esclavitud en la que estamos, ni sentarnos a la mesa del Padre como hijos. Por eso el pueblo, en que se reúnen todos los pueblos, donde pone su atención, su mirada, su corazón, es en esa salvación que le viene, en esa palabra de majestad que lo recrea.

Y mirando y escuchando en la Eucaristía, miramos y escuchamos más allá de lo que en misterio acontece para nosotros, porque, sacramentalmente también acontece ahora que se nos da a contemplar la venida en gloria del Señor, la voz del Rey que sella la historia. En mistérica pregustación, podemos paladear la alegría de su Parusía.

[Un comentario a la antífona de comunión de este domingo la tenéis AQUí]