sábado, 26 de febrero de 2011

Antífona de comunión TO-VIII.1 / Salmo 13(12),6

Cantaré al Señor por el bien que me ha hecho, entonaré himnos al Dios Altísimo (Sal 13,6).
Son muchos los bienes que Dios nos ha otorgado y todos los encontramos y rememoramos en la Eucaristía. En ella nos encontramos con la Imagen de Dios invisible (cf. Col 1,15), Cristo el Señor. Nosotros fuimos creados a imagen y semejanza (cf. Gn 1,26). Solamente con que nos hubiera dado la vida hubiera sido bastante para cantar agradecidos, pero además no solamente somos criaturas, sino que somos imagen de la imagen.

Al ir a comulgar, nos encontramos con un descendiente de Abraham. Era motivo de sobra ser imagen de la imagen para cantar, pero además después del pecado tuvo misericordia de nosotros y pacto con nuestro padre en la fe. Esto es un gran motivo de alegría, pero además en las manos del sacerdote vemos al profeta del que habló Moisés al pueblo (cf. Dt 18,15).

Ya era una inmensa gracia la elección de Abraham, pero no fue suficiente para Dios y formó un pueblo, lo llevó por el desierto, selló con él una alianza, le donó las diez palabras y le dio la tierra que había prometido tras derrotar a sus enemigos. Y allí le dio un rey, David. Y nosotros contemplamos a su descendiente, al Cristo de Dios. Con esto sería más que de sobra para dar gracias, pero para Dios no fue suficiente y su amor lo llevó a más.

Y, en la ciudad de David, había un templo en el que Dios estaba presente. Y nosotros en la Eucaristía contemplamos al Hijo que se hizo hombre, que se hizo carne; su humanidad es el verdadero templo de Dios. Con cuánta razón tenemos que cantarle a Dios. Pero su amor lo llevó a más.

Y en aquél templo los descendientes de Aarón ofrecían a Dios sacrificios. Y nosotros en la Eucaristía movidos a cantar estamos porque Jesús, el Sumo y Eterno Sacerdote, es quien celebra el memorial de su Misterio Pascual, del sacrificio de sí mismo ofrecido de una vez para siempre. Y al ser el culto agradable al Padre y salvación para nosotros es infinitamente más de lo que nuestros pecados podrían esperar. Pero su misericordia lo llevó a más.

Y nos regaló en la última cena la Eucaristía, para celebrar por siempre su amor y la alianza sellada en su sangre, y nos dio el mandato del amor. Y ya no es el maná del desierto, sino que es el mismo Cuerpo de Cristo el que se nos da en alimento. Y no es el vino de las viñas de la tierra de Israel, sino que es su Sangre la que sacia nuestra sed. Por cuántas cosas tenemos que cantar himnos al Señor. Pero su amor no tuvo con esto suficiente.

Ya era motivo de alegría poder comer la Pascua cada año en Jerusalén y lo es también celebrar la de Cristo cada domingo, pero además en ella pregustamos, si lo demás no fuera ya más que bastante, el banquete celeste. Cuánto por cantar y tanto más esperamos cuanto más tenemos que agradecer.

Antífona de entrada TO-VIII / Salmo 18(17),19s

El Señor fue mi apoyo; me sacó a un lugar espacioso, me libró, porque me amaba (Sal 18,19s).
La participación en la Eucaristía no es sin más algo que nazca en el vacío, hay un pasado de misericordia sobre el cual es, para cada uno, posible. El hombre vive en la ilusión de hacer pie en algo sólido. Cada quien edifica su vida sobre lo que considera que le va a aportar robustez. Pero ésta, a lo más, es solamente aparente. La ruina de nuestras construcciones nos dejan desorientados, a veces en medio de un gran sufrimiento. Pero la ruina de lo que creíamos era seguro nos abre la interrogación sobre el fundamento de nuestra existencia. Podemos volvernos a engañar o desesperar, pero ese vacío es ocasión para tomar firmeza en la firmeza misma, que es Dios, y que así se nos ofrece.

Ese apoyo nos saca de la angustia. Toda vida humana está marcada por ella, por el miedo a la muerte. Y solamente Dios nos puede sacar de esa angostura y llevarnos a la anchura de la dilatada vida de los hijos de Dios. De la estrechez de la esclavitud del pecado es el Señor quien nos saca no a la amplitud del desierto del Sinaí para emprender un éxodo hacia una tierra de este mundo, sino que nos pone en marcha en la holgura de la gracia hacia la vida eterna en su amor.

Y todo por amor, porque me amaba. Un amor que habiendo sido así, puro de eternidad pura, viene al recuerdo no en su ausencia sino en su presencia, nunca amenazada por el futuro y, por ello, amor preñado de esperanza en su constante permanencia. La memoria de su misericordia no es sino manifestación de su presencia prometedora.

En la celebración, nos encontraremos con esa misericordia anchurosa que nos salvó, pues nuestro apoyo fue la Pascua del Señor, y que nos regala divino amor que llena de esperanza en una vida en Él por toda la eternidad.

sábado, 19 de febrero de 2011

Antífona de comunión TO-VII.2 / Juan 11,27

Señor, yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo (Jn 11,27).
A lo largo de la celebración eucarística, varios son los momentos en que se muestra a los fieles el cuerpo de Cristo para la confesión del misterio y su adoración: inmediatamente después de la consagración se invita a la aclamación; tras la fracción del pan, a confesar, con el amén, que es el Cordero de Dios; e individualmente a cada comulgante se le muestra e invita a confesar que es el Cuerpo de Cristo lo que ve y va a recibir.

Y se muestra precisamente para fijar los sentidos en Él, para mirarlo, no para bajar la cabeza. Lo primero es que, gracias a la fe, lo que sentientemente cobra en cada creyente actualidad, presencia, no es la simple apariencia de pan, sino que esas notas sentientemente percibidas con apariencia de pan son de otra realidad, del cuerpo de Cristo. Lo primero es que ante mí está un Tú.

¿Y quién es ese Tú? La antífona nos da, para nuestra confesión de fe, las palabras de Marta. Palabras para decir que es Tú, que es alguien, que es el Hijo de Dios, es el Señor, por tanto, Dios; que es el anunciado por los profetas y que había de venir al mundo, es el Mesías. En Él, se revela la intimidad divina y su plan de salvación, en la realización de ésta.

El misterio pascual, cuyo memorial celebramos, es misterio de revelación, salvación y recapitulación. Al decir amén al ministro de la comunión, confesamos que en Cristo Dios se nos da a conocer, nos libera de la atadura del pecado y nos devuelve a la comunión de vida divina para la que habíamos sido creados.

[El comentario a la otra antífona de comunión lo encontráis AQUÍ]

Antífona de entrada TO-VII / Salmo 13(12),6

Señor, yo confío en tu misericordia: alegra mi corazón con tu auxilio y cantaré al Señor por el bien que me ha hecho (Sal 13(12),6).
La misericordia de Dios, tantas veces dada a conocer a lo largo de la historia de Israel, alcanza su máxima manifestación en la Cruz. ¿Pero quién puede pensar que esa muerte sea un sacrificio redentor y no más bien simplemente otro hombre muerto de manera terrible? Y esa es la tierra sobre la que hacer pie al comenzar la celebración de la misa. Ni la confianza es un salto en el vacío ni el conocimiento del misterio divino es una conquista de nuestro entendimiento. Es Dios quien pone ante nuestro ojos ese suelo sobre el que hacer pie y el que nos da el verlo como tal y la capacidad para aceptarlo así y afirmarnos sobre lo que nos da firmeza.

Sobre ese firme en el que confiamos nuestro peso, posesión anticipada de la tierra de promisión celeste, la esperanza nos mueve a la oración. ¿Qué pedir al Resucitado en el memorial de su central misterio? Alegría para el corazón, la de Pascua, la que se nos regala domingo a domingo en la Eucaristía.

En la alegría, no solamente estamos gozosos, sino que también nos sentimos ligeros, briosos, prestos,... Y pedimos, con la alegría, la ligereza de llevar el yugo del Señor y su carga; el brío para correr con el corazón dilatado por el camino de la voluntad divina; la diligencia para dejarlo todo y seguirlo. Alegría que es dicha de bienaventuranza eterna vivida anticipadamente en esta tierra. Pedir de verdad alegría es pedir el pan vivo bajado del cielo.

Y el bien de ese gozo, inalcanzable por nuestras fuerzas, solamente disfrutable como don divino, que una vez más se nos ofrece en la celebración, nos abre al agradecimiento que se hace canto.

domingo, 13 de febrero de 2011

Thérèse

Thérèse (1986) de Alain Cavalier fue reconocida como una gran obra en Cannes y figura en la lista del Vaticano como una de las mejores peliculas religiosas de la historia. ¿Sólo de entre las religiosas? Ahora, un cuarto de siglo después, la recuperamos en España. Desafortunadamente, cuando pude ir a verla, solamente una sala la proyectaba y no en versión original. No obstante fue un auténtico deleite de silencio, quietud y luz.

Es una película bella, sencillamente hermosa. Centenares de planos de composición profundamente gestada se suceden unos a otros sin dejar espacio a los movimientos de cámara. La abundancia de tomas frontales da una fuerza y significatividad a la perfil final, de derecha a izquierda el sentido de la mirada, que sobra toda explicación. Fondos monócromos sin solución de continuidad con el suelo, de inconfundible sabor velazqueño (cf. el cuadro Pablo de Valladolid), aunque acaso, por ser el director francés, le llegue la influencia a través de Manet. Banda sonora poblada únicamente por la voz humana y el ruido de las cosas. Texturas de sonidos y objetos. Silencio de un mobiliario reducido al mínimo imprescindible. Los cuadros vivos, en la sobriedad del escenario y puesta en escena, nunca se convierten en obra teatral. Es cine, sólo buen cine. Es difícil decir tanto con tan pocos elementos.

El director, no creyente al menos en aquel momento, se sitúa respetuosamente a distancia. El título es sólo el nombre de pila; la opción que hace por los movimientos de cámara trata de ahogar cualquier atisbo de subjetividad. Los planos frontales y los encuadres subrayan la horizontalidad. Un par de superpicados al comienzo y al final enmarcan la historia en una sutil inclusión. Al final, un juicio explícito, una voz en off señala que su Historia de un alma fue publicada con éxito y que fue canonizada por la Iglesia. Para el cineasta, para el no creyente, es un enigma, una pregunta, un reto.

Y esa tensión finamente está; tanto para el espectador ateo como para el religioso, ahí esta la cuestión, ahí la atracción de un profundo drama humano en suave belleza. Los noventa minutos de película transcurren como un sosegado paseo sobre el fino filo de una navaja. A un lado la burla, la cínica ironía; al otro, la ñoñería beata. No busque el espectador una biografía literalista, de servidumbre a la letra que mata. La verdad más profunda difícilmente puede quedar reflejada en la reconstrucción de lo que una cámara o micrófono podrían grabar. Lección imprescindible para poder leer dignamente la Biblia.

Sí, la vida de santidad es dramática y la de Sta. Teresita también. No tragedia griega, sino pugna nocturna en el torrente Yaboq. Y, en la lucha de Teresa, está el combate del verdadero discípulo, de la Iglesia, con pequeñeces burguesas, con los subjetivismos jansenista y modernista, con los voluntarismos de toda especie y los edulcoramientos color pastel de espiritualoides devocionalismos. Toda esta bisutería muere en Teresita, su fracaso es su victoria y así, gracias a las negruras del silencio divino en la fe, puede dar aire al crucificado hasta la última frontera de la misión.

Qué hermosas sobre el suelo sus desnudas alpargatas vacías.

sábado, 12 de febrero de 2011

Antífona de entrada TO-VI / Salmo 31(30),3s

Sé la roca de mi refugio, Señor, un baluarte donde me salve, Tú que eres mi roca y mi baluarte; por tu nombre dirígeme y guíame (Sal 31(30),3s).
Las cosas están ahí. Con ellas podemos hacer otras muchas, las manejamos, les damos una determinada finalidad, incorporándolas en nuestra vida; en el último sentido que le demos a ésta, las nombramos. Pero el hacerlas útiles, enseres, al darles un sentido, un nombre, tiene unos límites. Puedo hacer de una roca mi refugio, sin que ella se resista, siempre y cuando tenga la configuración y el tamaño adecuado, es decir, condiciones para ser lo que uno quiera.

Con Dios no ocurre así. Más que nada puede ser nuestro refugio, pero no basta con que lo queramos, no puede ser manipulado como una piedra. Sólo nos cabe pedir que lo sea y aceptar que lo sea como Él haya querido ser baluarte donde salvarnos. Dios es la la posibilidad de todas nuestras posibilidades, pero no podemos imprimirle forma como a cualquier material.

En esta humildad conviene comenzar la Eucaristía. Aconteciendo los sacramentos ex opere operato, sin embargo, no son mecánica que podamos manipular; la gracia no es manufacturable, menos la presencia eucarística.

Dios es roca, refugio y baluarte, para los que con humildad y menesterosidad a Él se acercan; quien se deja guiar y conducir, intra-atraer, hacia Él por Él es quien encuentra cobijo en la hendidura de la roca. Y, en la Eucaristía, se nos da como Él quiere ser nuestro alcázar; nuestra defensa es la debilidad de la Cruz. Y, desde el hueco rocoso abierto por la lanza, no la espalda de Dios al pasar vemos, sino, en fe, el rostro de su Ungido y el latir, ahí reposados, de su corazón escuchamos.

[Los comentarios a las antífonas de comunión los podéis encontrar uno AQUÍ y el otro ACÁ]

jueves, 10 de febrero de 2011

Una llamada muy urgente II

El otro día os pedía oraciones por una mujer que estaba pensando abortar. No ha vuelto a querer hablar conmigo. Tengo noticias de que está muy decidida a hacerlo. Como no me coge el teléfono, le he mandado un SMS. No sé qué más hacer, aparte de oración y ayuno. No cejéis.

domingo, 6 de febrero de 2011

Antífona de comunión TO-V.2 / Mateo 5,5s

Dichosos los que lloran, porque ellos serán consolados. Dichosos los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos quedarán saciados (Mt 5,5s).
¿Cómo acercarnos a comulgar? ¿Cómo poder hacerlo? Dios se me da entero, ¿pero hasta qué punto lo recibo? La gracia nos capacita para lo divino, pero así como en lo meramente humano las capacidades debemos ejercitarlas y actuarlas, así también en las llamadas sobrenaturales. Las Bienaventuranzas nos marcan caminos de comunión. Hoy dos sendas.

En la medida que la gracia se desborda en llanto, así comulgamos en mayor profundidad y esto nos lleva a crecer en llanto. Lágrimas que serán muy variadas, pero siempre motivadas por las cosas divinas, no por cualquier otra causa. Llora quien, ante el amor de Dios, cobra noticia del pecado y nace en él, movido por la misericordia divina, el arrepentimiento y entonces las lágrimas lo lavan como si, de nuevo catecúmeno, entrara en el baño bautismal. El llanto y, si fuera el caso, la absolución sacramental nos abren el apetito de divinidad y la capacidad de acoger el manjar del cielo. Dichoso quien así llora, porque, en la medida que lo haga, recibirá el consuelo de la Cruz redentora, participará en el misterio pascual del Señor y caminará al consuelo eterno.

Pero también lágrimas de agradecimiento. Ante tanto don, nuestra pequeñez queda desbordada y se vierte ese más en agradecido llanto. Dichoso el que así se halle, porque recibirá el consuelo de recibir el don eucarístico que lo engrandece, que lo diviniza. Y cuanto más dilatado, mayor capacidad de percibir la distancia entre Creador y criatura, y mayor capacidad de llanto agradecido y, por tanto, de comulgar y así, en ascendente espiral, ir caminando hacia el consuelo de la vida perdurable, en la que solamente hay eterna profundización en el amor divino, sin riesgo ninguno de pérdida.

Quien tiene verdadero apetito de divinidad está sediento y hambriento de justicia, de la divina. Esa justicia que se nos manifiesta en la Cruz. Ahí Cristo recibió el no de Dios a nuestros pecados, pero manifestó también su misericordia en la Resurrección. El verdadero discípulo puede acercarse esperanzado al no de Dios a sus pecados porque, en el misterio pascual, se le ha desvelado que si morimos con Cristo con el resucitaremos; si con Él acudimos en esta vida a recibir lo que en verdad merecemos, encontraremos misericordia. En la comunión, decimos sí a la justicia divina y, al aceptarla, somos saciados de ella. En la Eucaristía, encontramos la muerte del pecador que somos y la vida divina por pura misericordia. Dichoso el que así se acerca, porque será saciado de justicia y misericordia. Y por serlo de ésta, en justicia misericordiosa recibirá el sí en el final juicio, pues gracias al Crucificado, el Padre en el juicio verá, en él, el rostro de su Hijo resucitado.

[Un comentario a la otra antífona de comunión lo podéis encontrar AQUÍ]

sábado, 5 de febrero de 2011

Antífona de entrada TO-V / Salmo 95(94),6s

Entrad, postrémonos por tierra, bendiciendo al Señor, creador nuestro. Porque Él es nuestro Dios (Sal 95(96),6s).
Una vez reunidos en torno al altar, dentro del espacio en que va a tener lugar la celebración, suena la antífona. Salvo los ministros que entrarán en procesión, todos ya están dentro y, sin embargo, comenzamos con una invitación a entrar.

Las cosas materiales, sean inanimadas o no, tienen una presencia muy limita en los lugares, es un estar en simple respectividad física con las otras cosas. Pero esto no es lo más grave, ciertamente tienen una única forma de estar presentes, pero lo más radical es que su estar presente no viene decidido por ellas; están así y no pueden no estar de esa forma o estarlo de otra.

Los seres espirituales tienen distintos modos de presencia por la intensidad de la misma y deciden sobre ellos. El hombre, al ser material y espiritual, está presente como cualquier cosa material y se puede además hacer presente o ausente desde sí mismo con intensidad diversa.

De ahí que, a los que estén presentes en el templo, se les pueda hacer una llamada a entrar, es decir, a estar presentes desde sí mismos con la mayor intensidad. ¿Pero sería esto suficiente? ¿Por mucho que desde uno mismo se estuviera presente a los demás, se estaría presente en la liturgia que se celebra en unión a la celeste?

Hay un modo de presencia que no está al alcance de las criaturas, es el propio de Dios. Su modo de estar presente es estarlo trascendiendo las cosas en que está presente; es presencia de santidad. Por don divino, los bautizados participan de la vida divina y, por tanto, de un modo de presencia que no es meramente creatural. De ahí, entre otras cosas, que podamos confesar la comunión de los santos.

Solamente la soberbia nos di-socia de la gracia para quedarnos en nuestras posibilidades meramente creaturales. Para hacerse presente desde sí en presencia de santidad es menester que sea presencia desde la humildad; ahí, en la medida que estemos, nuestro obrar es un obrar agraciado.

La antífona nos pide la actitud propia ante los misterios divinos, la actitud desde la cual podemos estar presentes: la humildad. Por ello, la llamada a comenzar postrándonos en tierra, en humus, en humildad, bendiciendo la criatura al Creador. Y todo ello por la única motivación que nos lleva a la humildad. No se es humilde por voluntarismo, nos humildamos porque Él es Dios. Su divinidad nos lleva a la humildad.

jueves, 3 de febrero de 2011

De nuevo


A una quijotesca heroína

Sabiendo de cartón
ya tu celada,
de nuevo con Sancho
saliste a cabalgar;
no es ilusión,
sino esperanza.
Y otra vez del suelo
el polvo en la caída
vuelves a limpiar.
¿Dónde la derrota?
Todo ahora es victoria,
acción sola, amor,
contemplar.

Buscando el sepulcro de D. Quijote, hallé en un archivo parroquial, en un lugar de La Mancha, unos legajos que habían durante siglos guardado una información sorprendente. Cervantes no había escrito la segunda parte de su historia por acallar a Avellaneda, como algunos dicen, sino a petición del sin par caballero. Sí, había vuelto a salir con Sancho a los caminos en busca de aventuras que le dieran nombre y fama perdurables y, vencido en Barcelona por el Caballero de la Blanca Luna, cabizbajo había regresado a su pueblo, donde, enfermo y en el lecho de muerte, había recobrado el juicio. Pero no había muerto. Contrariamente a lo que dice Cervantes al comienzo del postrer capítulo, "como la [vida] de don Quijote no tuviese privilegio del cielo para detener el curso de la suya, llegó su fin y acabamiento", sí lo tuvo y no murió. Y por ello le pidió al autor de su historia que escribiera el final dándole por muerto, que se fingiera su entierro. Pues ahora, sabiendo ya la verdad, que la celada era de cartón, que Rocinante no más que un pobre jamelgo, que su armadura fuera de tiempo y él débil e impotente para enderezar entuertos y cuidar de huérfanos y viudas, era el momento para salir con Sancho a los campos, pero en silencio, sin fama ni audiencia, sólo con la verdad y la realidad entre sus manos. Y aún no ha muerto, siguen los dos cabalgando. Pero ahora, cuando no busca trofeo, nada más allá de su obrar, es cuando encuentra la victoria. Ahora los dos unidos, son uno en pura acción. Y no sé por qué, cómo voy a saberlo, pero por designio del cielo he encontrado esos papeles, acaso para decir que don Quijote ha vuelto y nuevo. ¿Habrá como él más caballeros?

martes, 1 de febrero de 2011

Una llamada muy urgente

Acabo de hablar con una mujer embarazada que está dudando si abortar o no, por lo menos hemos establecido relación y está abierta a seguir hablando. Por favor, rezad con todas vuestras fuerzas para que Dios nos ilumine a los dos. ¡Qué débil me siento! ¡Qué impotente! Madre de Dios, cógela en tus manos.