sábado, 30 de abril de 2011

Llenarse de alegría. Juan 20,19-31

¡Qué poco sería si los discípulos se hubieran alegrado solamente porque un ser querido siguiera viviendo! Sí, ciertamente eso fue motivo de gozo. Pero que Jesús viviera era más que un simple seguir viviendo.

Jesús es el viviente, es la Vida. Su vida tras la resurrección no es sin más una vida de creatura sin peligro de mortalidad. La vida del resucitado es la vida de un hombre que vive por siempre vida divina. Y esto es desde luego motivo de gran alegría.

Y los discípulos ven plenamente aquello para lo cual han sido creados, aquello que anhela el corazón de todo hombre. Lo oscuramente percibido en el interior de todos, lo vaga e imperfectísimamente bocetado por las religiones, está ante ellos. Aquí está la alegría del que se topa con la verdad, con que eso barruntado por todo hombre tiene un rostro. Y no sólo lo atisbado, el cumplimiento de lo prometido por Dios en los profetas se les hace presente.

Pero el cuerpo resucitado de Jesús no les pone solamente el gozo de la verdad, en ella el discípulo también es atraído por la belleza de la vida glorificada. Se da la alegría de la pregustación; la seducción de ese fin visible en el cuerpo de Jesús, aunque aún no alcanzado, felizmente se saborea anticipadamente.

Y la dicha de que el resucitado es el dador de esa vida. Él ha sido crucificado y ha vencido a la muerte para que nosotros resucitemos con Él. La alegría de que la plenitud es posible porque está por Él posibilitada.

jueves, 28 de abril de 2011

Belleza, hermosura, pulcritud…

[Os copio un fragmento de la introducción que estoy escribiendo para un libro. Habrá que darle algunas vueltas más y pulirlo, pero como anticipo aquí lo tenéis]

[…] Al final de su diálogo Fedro, Platón, tras el mito de Theuth y Thamus, pone en boca de Sócrates estas palabras:

Es impresionante, Fedro, lo que pasa con la escritura, y por lo que tanto se parece a la pintura. En efecto, sus vástagos están ante nosotros como si tuvieran vida; pero, si se les pregunta algo, responden con el más altivo de los silencios. Lo mismo pasa con las palabras. Podrías llegar a creer como si lo que dicen fueran pensándolo; pero si alguien pregunta, queriendo aprender de lo que dicen, apuntan siempre y únicamente a una y la misma cosa. Pero, eso sí, con que una vez algo haya sido puesto por escrito, las palabras ruedan por doquier, igual entre los entendidos que como entre aquellos a los que no les importa en absoluto, sin saber distinguir a quiénes conviene hablar y a quiénes no. Y si son maltratadas o vituperadas injustamente, necesitan siempre la ayuda del padre, ya que ellas solas no son capaces de defenderse ni de ayudarse a sí mismas.

La palabra escrita, una vez depositada en el papel, no tiene la vida que da la inmediatez de la autoría, del estar a la par siendo creada y recibida por alguien. Es una palabra que se pronunció en un determinado momento que ya queda lejano; aunque se nos conserven en el papel, sin embargo, la distancia que hay entre la lectura y el momento en que nacieron esas palabras es insalvable. Unamuno se da cuenta de ello, una vez escritas, las palabras se distancian del padre, se independizan. Por eso, se apropia de El Quijote y escribe su Vida de Don Quijote y Sancho. Podría haber obrado como un cervantista intentando hallar qué quiso decir, a comienzos del s. XVII, Miguel de Cervantes –tarea necesaria y siempre inconclusa–, pero prefiere insuflarle su aliento de vida y gesta a una un Quijote y su comentario.

3. Con todo, ni los diálogos platónicos ni la historia del sin par caballero ni el comentario que de él hizo el rector de Salamanca están muertos del todo. No tienen vida por sí mismos, pero tienen la peculiaridad de cualquier obra de arte, pueden revivir ante el espectador, si bien con vida distinta, diferente.

¿Las realidades materiales son bellas o solamente hermosas? ¿Los ángeles son hermosos o solamente bellos? El hombre necesita de la hermosura para que, en la verdad, la bondad lo atraiga con la belleza. Y es que, aunque el alma no se agota en ser del cuerpo, de ése que es del alma, sin embargo, todo conocimiento es sentiente, también el de fe; podrá Dios tocar directísimamente ese más del alma, el nous, el espíritu, pero, por puramente intelectual que sea, nunca será a-sentiente, será a lo más in-sentiente, sentirá que no siente: «Acaece, estando el alma descuidada de que se le ha de hacer esta merced ni haber jamás pensado merecerla, que siente cabe sí a Jesucristo nuestro Señor, aunque no le ve, ni con los ojos del cuerpo ni del alma» (Sta. Teresa de J.). Necesitamos de la hermosura, formosura, de la carne de la forma, en que cobre presencia de perceptibilidad la belleza afectante en atracción.

En el hacerse presente sentientemente en la intelección, las cosas nos dan su verdad, verdadean, y, al hacerse presentes, al cobrar actualidad de verdad, la bondad de las cosas nos atrae con su belleza. El poder de la realidad ahí se muestra como atracción; en la verdad se impone y en la bondad es poder de plenitud, plenificante. Lo sentiente de la actualidad, en cuanto vehicula esa atracción, es hermoso. ¿Pero no necesitan las cosas de mí, de nosotros, para ser bellas?

Las cosas imponen su realidad, pero nos la imponen a cada uno y, por ello, su realidad, en cuanto sentientemente inteligida, queda inevitablemente inscrita en un telos, en un fin, en el que cada uno se haya dado. Sí, en ese y ciertamente también en el que Dios quiere para cada hombre, para el que lo ha creado. Por acallado que se tenga, por negado que esté por otro fin, ahí está como sed de divinidad que tinta todo otro fin, aunque sea oscuramente intraconsciente. Y ese telos preferido, por sediento que esté, determina la atracción de la belleza, porque da relieve valorativo a todo. El avaro siente con fuerza la atracción del oro en una determinada dirección; el goloso, la del dulzor en otra bien concreta. Cosas horribles a unos, les resultan a otros bellas.

¿Acaso es que no son de suyo bellas, no tienen por sí mismas belleza? La gran belleza de cada cosa está en su más plena bondad para cada uno. Las cosas han sido creadas con servicial disponibilidad para que el hombre las use para el único fin para el que ha sido creado. La bondad es la condición que tienen para ser usadas en servicio y alabanza divinos; su pulcritud, esa abertura a ser así usadas. Pulcras, limpias, puras para el servicio divino. Cuando el corazón del hombre está puramente ordenado al amor de Dios, entonces en la verdad se hermosea la atracción de la belleza de la bondad de las cosas, nos lanza hacia su pulcritud, a su apertura para que les demos nombre de instrumento litúrgico.

Pero las cosas no están creadas simplemente para que las usemos en orden al único fin auténtico. Antes que eso, son material creado para el arte divino. A diferencia de los demás artistas que parten de materia dada, Dios es creador y poeta: «Dijo Dios: “Exista la luz”. Y la luz existió. […] Llamó Dios a la luz “día”» (Gén 1,3.5). En cambio los hombres solamente ponemos nombre a las realidades creadas (cf. Gén 2,20); no somos creadores, solamente poetas.

Como mero material, en su sola condición creatural, las realidades son ya obra artística de Dios, con la singularidad de ser obra primaria, puramente re-obrable, pero no reobrada, sino pura creación, no poema, no fruto de poíesis. Una obra que está abierta a que su hacedor reobre sobre ella; como realidades están, las creaturas están abiertas a ser empleadas en la economía mistérica de Dios.

Como meras realidades creaturales son palabras de su Creador que se nos dice modestamente, en un decirse que puede ser escuchado por la inteligencia; creaturas para ser contempladas por el hombre. Y, en cuanto obras de arte divinas, son graciosas, tienen una abertura de claro y gozoso brillo, tienen donaire: ser dócil instrumento en las manos de Dios. Este estar abiertas a un reobrar divino es un modo de belleza sobrecogedor, enigmático, estremecedor. En cuanto esa abertura nos lanza al artista divino, están orladas de gloria: «Lo invisible de Dios, su eterno poder y su divinidad, son perceptibles para la inteligencia a partir de la creación del mundo a través de sus obras» (Rom 1,20). De ahí que el conocimiento de Dios con el mero entendimiento humano haya de partir de una contemplación desnuda de las cosas, libre de todo afecto desordenado; he ahí la radical dificultad para llegar a conocer así lo que de este modo pueda de Él conocerse. Pero en cuanto en esa abertura Dios se nos da en ausencia, esa gloria es temible; atrae hacia ese más divino ausente a la mera inteligencia –nunca desnuda de apetito de divinidad por acallado que se tenga–, manifiesta la incapacidad del hombre para el misterio divino y estremece: fascinante y tremenda. Experiencia que no tuvo Adán en el Paraíso antes del pecado, cuando vivía en justcia y santidad, cuando aún la flamígera espada no vedaba la entrada en Edén (cf. Gén 3,24).

Mas Dios se sirve también de las cosas para un conocimiento mayor de Él, para el conocimiento de la fe y no de la sola inteligencia. Entonces las cosas ya no están en el orden de la mera realidad, sino que están en la economía de los misterios. Entonces son mistérica obra de arte. Y sea cual fuere el arte divino siempre tiene espectador, pues todo en Dios no se da al margen del diálogo amoroso de las divinas personas. Pero ese arte de realidad o mistérico lo es para el hombre, que no solamente es espectador también es obra de arte creatural, imagen de la imagen, en la que Dios se dice, y material para el arte divino.

4. Las personas por ser libres, a diferencia de las cosas materiales, nos damos y damos. Nos ofrecemos o retraemos nuestra bondad, nuestra condición para ser obra de arte divina o instrumento litúrgico queda modulada por el ejercicio de nuestra voluntad, por nuestra obediencia o rebeldía. La historia de la salvación es como una gran ópera sacra, sonoro auto sacramental.

Cada uno de los instrumentos tiene su belleza; el oboe nos da dulzura de madera, la trompeta determinación metálica,… Metal, madera,… realidades de las que el hombre ha hecho instrumentos en sus manos, les ha dado una forma, un nombre, una norma. Pero el hombre puede ser intérprete e instrumento a la par: soprano, bajo, tenor, contralto, coro,… Mas sin duda el instrumento musical más hermoso, el que más belleza comunica, es el conjunto de orquesta, coro y cantantes solistas. El director conjunta voluntades instrumentales haciendo de todos un instrumento-músico sin que cada uno deje de ser el suyo propio. El Autor por medio de su Hijo dirige la obra que suena en el soplo del Espíritu.

Hay obras de arte que están hechas con materia muerta, no así las artes escénicas: teatro, danza, música,… En ellas, el autor necesita de voluntades que hagan presente al espectador la obra de arte. En el caso de un cuadro, el contemplante, como ocurre con todo espectador, es intérprete, pero lo es sin ese intérprete que es voluntaria materia artística. Es el caso de la palabra escrita, queda distante de su autor y el lector le tiene que dar vida. […]

martes, 26 de abril de 2011

viernes, 22 de abril de 2011

Quiso triturarlo. Isaías 52,13-53,12

De manera chocante, hasta para escándalo de muchos, dice Isaías que "el Señor quiso triturarlo con el sufrimiento". La pasión no fue un accidente que a Dios se le escapara de las manos, no hay rincones del universo o de la historia que eludan el ámbito de su voluntad. Ni causa directamente el mal ni se da a escondidas de Él.

El Siervo quiere cargar con el pecado de todos, con el mal del mundo. Su cuerpo destrozado da perceptibilidad de lo que es el mal del mundo y del sufrimiento interno de Jesús. En el crucificado, conocemos lo que es el pecado, se nos hace patente. Y, en las almibaradas imágenes que de Él hacemos, se pone de manifiesto lo mucho que eludimos mirar de frente la verdad: "Ante el cual se ocultan los rostros". En la medida que vamos mirando el desfigurado rostro de Jesús, vamos siendo capaces de mirar nuestro propio pecado; vamos pasando de la atrición a la contrición, de evitar temerosos las consecuencias del mal causado a mirar con amor a quien hemos triturado con el sufrimiento que han originado nuestros pecados.

La hermosura destrozada hace perceptible el mal, pero también el amor misericordioso de Dios; el elevado en la Cruz nos atrae hacia sí, la belleza del Amor divino se nos hace ahí presente. En el Crucificado vemos el juicio divino, el no al mal, nos queda patente nuestra condición pecadora. Pero el que se ha dejado seducir por la atracción de su belleza desvelada bajo el velo de lo repulsivo y lo mira no queda encerrado en la desesperación del mal en que se encuentra, sino que, a la par que conoce la justicia, el no de Dios, ve abierta la esperanza a la misericordia.

Triturado por el sufrimiento para la misericordia.

jueves, 21 de abril de 2011

Haced esto. 1 Corintios 11,23-26

San Pablo nos dice que ha recibido una tradición. No es algo que él haya inventado, procede del Señor; ése es su manadero. Así le ha llegado a él el Jueves Santo y así lo hemos acogido nosotros para entregarlo. Todo nos llega en la tradición viva de la Iglesia. El "haced esto" tiene un primer significado, aunque no sea el más importante, en esta transmisión. La permanente presencia del mandato se da en la entrega y recepción de la tradición y la tradición es cumplimiento del mandato.

En esta tradición, unidos la una al otro, están presentes la Eucaristía y el Sacerdocio de la Nueva Alianza. La una no es posible sin el otro y éste no tiene sentido sin el Sacrificio. En la tradición nos llegan ambos sacramentos en este "haced esto". Y esa tradición tiene como primeros receptores del mandato a los Doce y como primeros sacerdotes a ellos, quienes fueron los primeros comulgantes.

El "haced esto", el mandato, lo reciben después de que Jesús dijera: "Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros". El Sumo y Eterno Sacerdote es Jesús que se entrega por nosotros. Jesús se da primero como sacrificio y como alimento. Y, en esa donación, nos da la Eucaristía e instituye el sacerdocio. En esa tradición que comienza esa noche, un elemento esencial y vertebrador será la sucesión apostólica.

Ese mandato, "haced esto", lo es a celebrar el memorial del misterio pascual: "en memoria mía". "Haced esto" es celebrar el memorial; lo cual no es hacer memoria psicológica. Por la celebración del memorial, se hace de nuevo presente el misterio de la fe. Y, por esa presencia mistérica, tomamos parte en el sacrificio de la Nueva Alianza, que es también sacrificio expiatorio; la Eucaristía es verdadero sacrificio. En el memorial, la víctima tiene presencia eminente. El Cuerpo y la Sangre se hacen verdadera, real y sustancialmente presentes. Y, por esta presencia, el sacrificio lo es también de comunión. Lo mismo que el Jueves Santo primero, podemos comer y beber el Cuerpo y la Sangre del Cordero Pascual.

Esa oblación de sí mismo, en la que se nos da el mandado "haced esto", es el contenido de lo que hemos de ser y hacer. Quienes participan de la Eucaristía han de ser eucarísticos. Gracias al misterio pascual, recibimos la vida del Resucitado, somos configurados conforme a su Pascua y, por ello, hemos sido elegidos para vivir la vida que se nos ha donado en el Bautismo. Por ello, el mandato lo es a vivir vida pascual, por tanto a amar como Él nos ha amado. La vida eucarística es una vida sacrificial, una vida que ama hasta morir crucificada.

"Haced esto".

domingo, 17 de abril de 2011

Pregunta alborotada. Mateo 21,1-11

La entrada de Jesús en Jerusalén supone, para la ciudad, una conmoción. Como por un terremoto, queda internamente agitada y se pregunta quién sea ese personaje que a sus calles llega.

Toda novedad causa un cierto desconcierto; de algún modo deja momentáneamente en suspenso nuestra comprensión de las cosas. ¿Qué es esto? Todo lo que somos queda transformado en pregunta y necesitamos saber qué sea para poder entrar otra vez en reposo. En una especie de homeostasis en la que cada cosa esté en su sitio dando equilibrio a un conjunto armónico. La realidad de nuevo ha sido controlada, sé a qué atenerme.

Hay veces en que esa quietud tarda en llegar, la realidad se rebela a ser dominada e incluso puede llegar a poner en peligro el conjunto. Entonces nuestro esfuerzo es mayor porque se trata de rehacer una cosmovisión. En un principio, tratamos de defender la vieja, la que ha dejado de ser evidente, la que nos sostenía, pero que ahora tratamos de apuntalar con la razón. Lo sustentante pasa a ser sostenido. Mas llega un momento en que es insostenible; ningún epiciclo añadido nos puede engañar, ninguna violencia puede acallar. Entonces la crisis llega a su fondo y, ante el innegable fracaso de lo que parecía evidente, tenemos que gestar una mentalidad nueva, que nunca será una creación de la nada, pero sí lo suficientemente radical como para poder decir que es nueva.

Dios es la novedad absoluta. Su irrupción en la historia de los hombres es totalmente estremecedora, porque lo no-mundano se hace presente en el mundo, lo trascendente en lo inmanente, la total allendidad en la aquendidad. "¿Quién es éste?" Todo es puesto en cuestión. ¿Podré dominar esa novedad? ¿Tendrá encaje en mi mundo? ¿En qué anaquel colocarla?

Jesús se resiste e insiste. No deja de atraer, de remover, de dejar inquieto. Y el hombre también puede ofrecer mucha resistencia. Una y otra vez trata de meterlo en sus razones, en sus conceptos, en su sistema. Es inútil, acaso sea mejor aturdirse para no sentirlo o enfrentarse con violencia para quitar de delante todo aquello que lo haga presente.

Hay muchas formas de matar a Jesús y es tan fácil. Porque Él no se impone con violencia, lo suyo es la atracción. Sí, su amorosa bondad presente en la verdad nos atrae con su belleza; la auténtica lo hace en dilatación de libertad. Pero es tan difícil matarle, tan imposible retenerlo en la muerte. Es el Resucitado y una vez más no se resigna a que alguien se niegue a su seducción.

"¿Quién es éste?" A responder esta pregunta no se llega con conocimiento de dominación sobre algo. Jesús no es un qué, sino un quién y un Quién mayúsculo (1). Se da... a conocer, se dona y como don hay que conocerlo; hasta la capacidad para ello nos regala: la fe. Y se nos dona en la Cruz, ahí se nos revela la intimidad divina. Conocer a Jesús es una gran muerte, por eso nos resistimos tanto, porque tenemos que morir y, tras el pecado, tememos la muerte. Pero la Resurrección y la Vida sólo es cognoscible a través de la Cruz.

[(1) El verdadero conocimiento de las cosas tampoco lo es de dominio; cuando es así, por amplios que sean los conocimientos de la ciencia, son romos. El verdadero conocimiento de la realidad lo es también por donación. Ahora bien, las cosas no son personas, no se nos dan, pero su Creador nos las da. El conocimiento verdadero de la realidad supone el Quién divino, el Donador que en sus manos nos da a conocre la realidad que Él ha creado.]

viernes, 15 de abril de 2011

De ti, a ti


Callas, sonríes, sufres, amaneces...
Me has dado con qué mirarte,
con qué posar en ti mis sentires.
No hacerlo pudiera,
mas quiero.
No importa el silencio hodierno,
es tuyo.
Sí, es tuyo.

domingo, 10 de abril de 2011

Antífona de comunión DC-V.1 / Juan 11,26

El que está vivo y cree en mí no morirá para siempre –dice el Señor– (Jn 11,26).
¿Quién está vivo? Quien no ha sufrido la muerte biológica. Pero, al escuchar estas palabras de Jesús en el momento de la comunión, no podemos por menos de pensar en otro sentido de vida, pues a comulgar se acercan los que están vivos, los que tienen la vida del Espíritu, los que están en gracia. La vida es lo previo a cualquier acto y todo acto no es sino estar viviendo, es vivir la vida.

Todo ser vivo tiene un momento en su existencia, el primero, que es único e incomparable con los demás. Ese momento que hacia el pasado linda con su no-ser, ese momento que no tiene pasado, sino solamente presente y futuro. Atrás hay otro pasado biológico -cómo sea éste dependerá del tipo de ser vivo que sea-, pero ese pasado no es propiamente suyo, porque antes no era. Un instante misterioso en el que una realidad está constituida con todo para vivir y empieza a vivir con ese trans-currir al momento siguiente en el que ya habrá pasado, presente y futuro; en el que ese primer instante será pasado, pero no perderá nunca su singularidad, pues será lo único pretérito que no tenga tras de sí pasado. Presente en forma de pasado, siempre será último en cuanto pasado, siempre será patencia de finitud.

Análogamente ocurre con la participación en la vida divina; en todos nosotros hubo un primer momento único en el que solamente había presente y futuro en cuanto a esa vida, un instante en el que vemos que se trata de una nueva creación, que nos recrea, que nos pone, siendo para nosotros imposible, en ese momento. El que está en gracia, está vivo y vive viviendo esa vida, la que tiene gracias al Espíritu que resucitó a Jesús de entre los muertos; tiene una fe viva y, ante la presencia del Cuerpo de Cristo, puede confesar su fe en que está ahí, que es verdaderamente su Cuerpo lo que parece pan. Creer es un acto en que se vive esa vida sobrenatural.

Confesar ese creer con el amén es confesar creer que es el pan que da vida eterna: "Yo soy el pan vivo bajado del cielo, el que coma de este pan vivirá para siempre" (Jn 6,51). Comer ese pan vivo bajado del cielo es vivir esa vida comiendo la Vida. Una vida que aquí, mientras somos peregrinos, tiene su cima en morir con Él en la cruz, en vivir el misterio pascual del que es memorial la Eucaristía. Vivir vida divina es dar la vida con Jesús, pues esa vida es amar divinamente.

Y quien muere con Cristo con Él resucitará.

[Un comentario a la antífona de entrada de este domingo lo encontráis AQUÍ]

sábado, 9 de abril de 2011

Dos abortos abortados

Como recordaréis, por este blog han pasado peticiones de oración y sacrificio por dos casos de mujeres que estaban pensando abortar. Una de ellas, en diciembre, decidió no hacerlo y se ha mantenido firme, hasta el punto de que ahora esta ingresada para dar a luz; de modo que si no ha nacido el niño, pudiera hacerlo en cualquier momento.

La otra parecía más resistente a dar marcha atrás, incluso puso todo tipo de barreras para dejar de tener contacto con quienes intentaban ayudarla a ser madre. Pero –¡maravillas de la bondad divina!– casualmente, de modo indirecto, me he enterado de que finalmente va a tener el niño.

Así que ahora a dar gracias por tanto fruto de vuestras oraciones y sacrificios.

domingo, 3 de abril de 2011

Antífona de comunión CD-IV.1 / Cf. Jn 9,11

El Señor me untó los ojos, fui, me lavé y empecé a ver y a creer en Dios (cf. Jn 9,11).
Del Señor es siempre la iniciativa, es Él quien da el primer paso, a nosotros corresponde secundarlo. En nuestra conversión, también fue Él el primero; nuestro bautismo es fruto de su elección. ¿Y por qué? ¿Qué había en nosotros que lo moviera a elegirnos? Hasta en esto Él se adelanta, no había nada que en mí lo moviera, nuestro único mérito es que nos amó.

A comulgar son llamados los elegidos sin mérito propio. Los elegidos son los recreados en el bautismo. En el Génesis, la imagen del barro moldeado es empleada para hablarnos del acto por el que Dios crea al hombre. En el pasaje en que se inspira esta antífona, Jesús hace barro con su saliva y, al ciego de nacimiento, le unta los ojos con dicho barro. Tras el pecado, el hombre queda ciego para ver, para percibir, el amor de Dios en todas las cosas. El bautismo, en el que se nos dona la virtud de la fe, somos recreados, en las aguas del bautismo somos hechos una criatura nueva; por la acción del Espíritu, participamos en la muerte y resurrección de Cristo.

La fe es capacitación para el conocimiento de las cosas divinas. El que no podía percibir ahora, recreado, ve, oye, toca, huele, saborea,... de forma nueva. No es que las cosas tengan colores u olores distintos, es que por la fe podemos percibir más allá de la mera realidad; ahora se abre ante nosotros el mundo como horizonte del misterio divino, quedamos en posición de poder abrirnos a la auto-comunicación divina.

Percibir para creer. El momento de la comunión es un momento muy sensorial, bajo las especies de pan y vino, bajo unas apariencias de texturas, olores, sabores, colores, etc., en un aquí y ahora se nos da Cristo. Y percibido en fe, el misterio nos invita a creer en él, que lo que parece pan es el Cuerpo de Cristo, que lo que parece vino es la Sangre de Cristo.

Y creer, decir amén, para comulgar.

[Aquí tenéis un comentario a la antífona de entrada de este domingo]