domingo, 28 de agosto de 2011

Lecciones de Císter


Uno de los momentos más significativos de la historia de la espiritualidad es la fundación del monasterio de Císter. En ella, como relata el Exordio de Císter, el retorno a las fuentes, la vuelta a la Regla de S. Benito, es central.
Sabido es que en la diócesis de Langres hay un celebérrimo monasterio llamado Molesmes, de una religiosidad ejemplar. Desde su mismo inicio en poco tiempo la divina clemencia lo embelleció con los grandes dones de su gracia, lo ennobleció con hombres ilustres y lo hizo tan abundante en posesiones como preclaro en virtudes. Pero, como las riquezas y las virtudes no suelen ir mucho tiempo en compañía, algunos hombres sabios de aquella santa comunidad, comprendiendo bien esto, prefirieron ocuparse de las cosas celestiales más que complicarse en negocios terrenos. Por eso, cuantos amaban las virtudes pronto empezaron a añorar la pobreza, fecunda en hombres fuertes. Al mismo tiempo se daban cuenta de que, si bien allí se vivía santa y honestamente, sin embargo la Regla que habían profesado se observaba menos de lo que era su deseo y propósito.
Como en todos los impulsos de reforma, encontramos en este párrafo medieval algunos elementos que cabría subrayar para nuestro tiempo. No se trataba de un problema entre el bien y el mal, sino de radicalidad evangélica. Ser simplemente bueno no es suficiente, no basta solamente una fidelidad mínima, el empuje del amor lleva siempre a vivir en deseo de más, pues la vida cristiana no es una estadía, es un seguimiento, un caminar, un subir con Él a morir en Jerusalén.

El Señor, a quien ha seducido y se ha dejado seducir por Él, lo mueve a un amor exclusivo. El que quiere seguirlo debe negarse a sí mismo. Como las víctimas de los sacrificios veterotestamentarios, no debe tener defecto, para poder participar como tal en el sacrificio pascual. Y esta purificación se sustancia en radical pobreza, en el vaciamiento no sólo de pecado, sino también de todo afecto desordenado, en la negación de la falsa figura de uno mismo que ha quedado moldeada por aquello que se ha considerado valioso, pese a entrar en conflicto con la exclusiva soberanía del único Dios. Toda auténtica reforma supone la afirmación en la cima del monte Carmelo del único Dios. Y se afirma siguiendo a Jesús y sólo se le sigue dejándolo todo.

Sí, hay que dejarlo todo y también seguirlo; la pobreza está en función de la absoluta riqueza. Pero, ¿cómo hacerlo? La vuelta a las fuentes es mirar a la cristalina imagen de aquello que hemos de ser y beber del manantial que nos sostiene en la realización de lo auténtico.

Una fuente que no está en el pasado, sino siempre en el presente. El Evangelio es principio que no quedó en el ayer, sino que es siempre originante. Y es también fundamento permanentemente fundante. Y, por estar en el hoy, siempre demandándonos ser actualizado en un mundo concreto. Por ello, también con el riesgo de que nos quedemos con el rostro que haya tomado en un momento, lo que es una forma de poner nuestro corazón en lo superficial. Volver a lo originario es el cauce para lo original. Quien queda en una realización temporal, reduce la vida evangélica a taxidermia; quien prescinde de lo originario, para dar a luz lo original de cada momento, se pierde en un huero ejercicio de mundanal imaginación, en fugaz ocurrencia.

Entre integrismos y progresismos, siempre nos llega la llamada a la auténtica actualización del Evangelio, a hacerlo carne y sangre nuestros. Por ello, humildemente, como quien sabe no saber, doctamente ignorantes, salimos a preguntar a un maestro, a S. Benito. En él encontramos viviente la fuente evangélica y desde ella hemos de entenderlo a él; en su Regla, nos topamos con las fuentes de Europa, de Occidente, no sólo para los monjes, sino también para todos los creyentes en esas tierras.

Mirar a S. Benito es querer respirar aire fresco que, si ya no fuera posible prolongar lo que desde el nació y configuró un continente, acaso sea el paso necesario para el nacimiento de un porvenir del cual ahora sólo tendremos una esperanza de rostro aún incierto.

Sirvan estas líneas como preludio al comentario a la Regla de S. Benito que vamos, en este blog, a comenzar.

martes, 23 de agosto de 2011

Después de Cuatro Vientos


En aquella inmensa explanada, en que lo humano parecía perderse como gotita en el océano, nunca los presentes tuvimos la impresión de estar participando en un acto de masas. El clima celebrativo, la palpable fe, el recogimiento y silencio hablaban de asamblea de personas, nunca de turbas. La fe es encuentro con Jesucristo, con Alguien, no con algo. Una ideología es algo y un algo no puede personalizar. En cambio el encuentro con una persona divina, en la que hallamos también al Padre y al Espíritu Santo, es máximamente personalizador.

En Dios tenemos la humanización máxima del hombre, pues en Él somos divinizados. Ésta es nuestra vocación, es para lo que fuimos creados, y, por ello, solamente ahí encontramos nuestra plenitud, nuestra auténtica realización. De donde nace el gozo con que hemos vivido estos días, la inigualable experiencia que palpamos en unos y otros, y con otros. Y, al mismo tiempo, la gran pregunta que me hacen aquí y allá, y me hago: ¿Sabremos aprovechar este acontecimiento?

Respuesta que no creo que se deba limitar a la Iglesia en España. Creo que las JMJ deberían de dar un paso más allá, un paso de maduración, de germinación y crecimiento de lo que en ellas se ha estado gestando desde tiempos del beato Juan Pablo. De ser un acontecimiento, ahora cada dos años, debería de pasar a ser un momento central en un itinerario de iniciación cristiana.

Pienso que un fruto decisivo de las JMJ debería ser que naciera de ellas ese itinerario y, como momento del mismo, fueran a un tiempo punto de llegada de los que lo hubieran hecho y, a la vez, punto de partida para otros participantes que comenzaran con motivo de las mismas su iniciación cristiana. De modo que, para unos, después de una conversión inicial, pudiera ser el comienzo de su iniciación cristiana que podría culminar, después de dos años, en otra JMJ.

Lo cual podría suponer su apertura más allá de los jóvenes. Pues no solamente tienen estos necesidad de ser evangelizados. Hay muchos adultos que lo necesitan también, la evangelización no puede ser un simple relevo generacional, pues unos son llamados a la primera hora del día, otros a media jornada y los hay también que son contratados para trabajar cuando ya va de caída el Sol.

¿Y los que se quedaran en casa y no pudieran viajar a donde se celebrara el encuentro mundial? Que lo vivieran en paralelo en su ciudad. Los medios de comunicación dan oportunidad de participar de muchas maneras.

Una modesta idea apenas esbozada.

viernes, 19 de agosto de 2011

Con Benedicto XVI en El Escorial

Conocí al Cardenal Ratzinger, siendo yo estudiante, en el monasterio de S. Lorenzo de El Escorial. Hoy, como Papa, me he vuelto a encontrar con él en esa pétrea palabra de España, en ese edificio que en su construcción respiraba los aires de Las Moradas de Sta. Teresa, la inigualable lírica del Cántico Espiritual de S. Juan de la Cruz, Las disputaciones metafísicas de Suárez, la polifonía de T. L. de Victoria, los ahusados colores de El Greco,... Ahí está mirando a la Sierra que lo fuerza a contemplar el cielo, mientras sus cimientos buscan la meseta y sus sillares meditan el Logos de ese paraje brizado durante siglos por los cantos de alabanza de los monjes.

Ahí está con la gravedad hispana que, en aquel entonces, tanto asombro robaba a los europeos al ver cómo en las más esforzadas y difíciles empresas los españoles no perdían el temple del sereno ánimo. Ahí está. Un testigo mudo de un modo de ser hombre que pudo ser. Y tal vez sea éste el mayor estremecimiento que uno pueda sentir al pasar por sus callados patios, por el silencio de sus corredores. Ahí está esa gravedad, liviandad y armonía en granito; en su aquí, está, en un estar sin estar: llamada a la trascendencia. Y estar aquí tal vez sea la invitación que, desde el s. XVI, nos haga ahora que estamos en el crepúsculo de la modernidad.

Y ahí hoy el Papa nos ha hablado a un grupo de profesores –a todos los del mundo– sobre nuestra vocación: la búsqueda y manifestación de la verdad. Buscarla no como quien va a conquistarla para luego reducirla a fragmento manipulable, sino como quien espera no poseerla, sino ser poseído por ella. La búsqueda de la verdad que lleva al encuentro con el amor y por ello tarea de inteligencia y voluntad, de fe y caridad. Labor llevada con la humildad de quien se sabe, con otros, necesitado de ser plasmado por ella para verter amorosamente en encarnación ejemplar la amorosa belleza de la verdad.

Ahí está el verdadero magisterio, en dar perceptibilidad en propia vida al Logos divino.

Y nos bendijo.