domingo, 30 de octubre de 2011

Atención obediencial (RB Pról. 8-13) – III

La escala que nos propone S. Benito concluye en una diligente carrera, en acción activísima. La escucha es para la respuesta obediente. Y esta visión de la vida como diálogo, como prestar atención a Alguien, que me habla, se me dice, y contestarle con una palabra que no es otra cosa que uno mismo, hace referencia a la vida toda y a los pequeños momentos que en ella se dan.

La existencia del cristiano puede ser vista en toda su longitud y entonces el futuro se presenta como una tarea en la que, con dinámica creciente, unas etapas van sirviendo de base a las siguientes, en la que en cada una tiene protagonismo un determinado aspecto que se convierte en el deber fundamental. Si al principio lo dominante es el ir prestando atención, al final, limpia la mirada, la acción se alimenta puramente de amor y sin distorsiones efunde bondad divina, es decir, ama. Toda la actividad es contemplativa, con el corazón dilatado se corre por el camino de la voluntad divina.

Pero esta visión global no puede hacernos perder de vista que todos nuestros pequeños momentos tienen esa dinámica. Cada ocasión es lugar de diálogo, en todo está abierta la conversación divina, en todo Dios nos sale al encuentro y, querámoslo o no, le damos una respuesta. Ésta podrá ser una u otra, decidimos libremente, pero, sea cual fuere nuestra decisión, ésta siempre será una respuesta en la que estemos nosotros implicados. Ante la iniciativa divina, lo que decidimos nos implica y nos define en orden a Dios. Y ahí es donde la pequeña dinámica de cada momento puede o no estar incorporada a la gran dinámica, a la senda de crecimiento desde la creciente atención al radiante amor, a que en amar esté todo nuestro ejercicio.

Y quien está ya en la ligera carrera no corre lastrado por la preocupación de mirarse a sí mismo, ni siquiera  espejado en los resultados de sus obras. El efecto de todas sus acciones es la acción misma y todo otro efecto, más que un producto, es una irradiación. En la acción es contemplativo y la contemplación es la más fecunda acción.

Todo ello mientras aún hay luz, mientras podemos decidir en la claridad divina. Todas nuestras respuestas a la voz de Dios que nos llama son definidoras, sólo la muerte es definitiva, sólo en ella queda conclusa la figura que, en diálogo con Dios, hayamos ido modelando con nuestras acciones.


martes, 25 de octubre de 2011

El problema del sobrenatural en Miguel de Unamuno 

Ediciones Encuentro acaba de publicar mi último libro: El problema del sobrenatural en Miguel de Unamuno. Si os interesa, AQUÍ podéis encontrar más información.



viernes, 21 de octubre de 2011

Atención obediencial (RB Pról. 8-13) – II

En la medida que no endurecemos  el corazón por la soberbia de dejar que nuestra vida sea guiada por los fines que sólo desde nosotros mismos nos hayamos dado, en cuanto que en la humildad permanecemos en el corazón que se deja afectar únicamente por el bien divino que hacia sí lo atrae, entonces no solamente tenemos la perceptividad de la fe, sino que la tenemos en disposición para percibir. Tenemos oídos para oír.

¿Pero de qué nos serviría tener un oído alerta si nadie nos hablara? Si Dios nos da la fe, es para que conozcamos la intimidad divina que nos desvela, la misericordia con la que quiere enriquecernos. Si nos dota de gracia suficiente para crecer en la humildad de la purificación del corazón, es porque quiere divinizarnos con su autocomunicación. Pero ello no quiere decir que se nos haya de dar conforme a nuestras expectativas. Los silencios, tan atormentantes a veces, son parte de su inconmensurable pedagogía, no lo es solamente la aliviante saturación de su presencia, la claridad de su intangible tacto.

Y el Espíritu dice: «Venid, hijos, escuchadme; os enseñaré el temor del Señor». En la atención del humilde corazón dispuesto, se escucha una llamada en que queda afirmada la filiación y con ella la fraternidad: «hijos». Ser llamado hijo con otros hijos, es ser llamado hermano de los hermanos en la Iglesia. Una llamada a acercarse, a caminar hacia Él, para escuchar. El que ha escuchado es llamado a irse sumergiendo en una creciente escucha, a entrar en la pedagogía divina, a dejarse instruir por el Espíritu.

El maestro-padre, S. Benito, se muestra verdadero maestro pues encamina hacia el auténtico, el divino Espíritu. Y Él es quien nos enseña dónde está el verdadero temor del Señor. Porque éste es comienzo de la sabiduría, mas ésta se encuentra en el amor. El temor divino del cual partió el lector-oyente está llamado a culminar en el amor.

domingo, 16 de octubre de 2011

Atención obediencial (RB Pról. 8-13) – I

Levantémonos, pues, de una vez; la Escritura nos espabila diciendo: «Ya es hora de despertarnos del sueño» [Rm 13,11], y abiertos los ojos a la luz deífica, con admirados oídos escuchemos lo que nos advierte la voz divina que diariamente clama: «Si hoy escucháis su voz, no endurezcáis vuestros corazones» [Sal 95(94),8]. Y también: «Quien tenga oídos para oír, oiga lo que el Espíritu dice a las Iglesias» [Ap 2,7; cf. Mt 11,15]. ¿Y qué dice? «Venid, hijos, escuchadme; os enseñaré el temor del Señor» [Sal 34(33),121]. «Corred mientras tenéis luz, no os sorprendan las tinieblas de la muerte» [Jn 12,35].
Dada la urgencia escatológica en que nos situaba la anterior afirmación de la Regal, S. Benito, con un trenzado de citas del Nuevo y Antiguo Testamento –la unidad de la revelación queda patente–, nos pone ante la apremiante invitación de la Escritura. Unas y otras se van intercalando en un crescendo. Desde la inicial modorra, hasta acabar en presurosa carrera. Se trata de una gradación, una escala.

No hay que ir posponiendo uno y otro día la respuesta radical al evangelio, la tibieza está en la demora de la rotundidad del sí. El sueño es imagen de vida disminuida, quien duerme no está muerto pero no vive en plenitud, mientras que la vigilia es imagen de vitalidad plena. Y mientras se duerme se sueña, se cree que es real lo que no lo es, lo que al contacto con la realidad se desvanece, muestra su vanidad. Así los hombres no conocen la realidad, sino que ésta está velada por su interpretación del mundo, está deformada por la valoración que recibe desde sus afecciones desordenadas, los pensamientos (logismoi) enmascaran la realidad, la cubren y ocultan, y, en ella, las realidades. Despertar es salir de los ensueños, es poner la atención en la verdad. Y ello, claro, supone la purificación de todo aquello que vela la luz.

Y abierta nuestra atención, la perceptibilidad de la fe, a la luz deífica, no simplemente a la inteligible luz de la realidad, en que nuevas se captan todas las realidades, ahí, en el ámbito del misterio divino, con los oídos atónitos por esta vivencia de gloria divina, límpidamente, sin distorsiones, podemos prestar nuestra escucha a la voz divina que en él suena. Palabras que diariamente llaman, uno y otro día, todos los hoyes; hay que permanecer ahí, en el ámbito del misterio divino, en la pureza de la inteligencia creyente o fe inteligente.

Y para permanecer no hay que salir. Por ello, se nos llama a no endurecer el corazón, a no desviar esa atención de nuevo por los afectos desordenados. Para quien no haya llegado a esa pureza del corazón, la llamada es a seguir purificándolo de toda afección desordenada.

domingo, 9 de octubre de 2011

Camino de humildad (RB Pról. 4-7) – III

En ese paraíso de contemplación, donde todo es uno y cada realidad es más ella misma, toda acción, bien sea de contemplación caritativa o de caridad contemplativa, sin dejar de estar en la inevitable sucesión del tiempo en que somos, se encuentra embebida de eternidad. Pero el principiante, que ha sido ya incluido en el número de los hijos, en sus comienzos torpemente, como quien aprende a caminar, no puede por menos de vacilar, de orar tambaleándose; su insistencia en la humilde petición es balbuciente.

Esta debilidad, este palpable fraccionamiento de su obrar en todos los aspectos, discernidamente sentido con la ayuda del buen maestro espiritual, se convierte en fuente de acción ascética, en tierra/humus sobre el que apoyar el pie para poder dar el siguiente paso en un caminar agraciado.

Un andar por un camino cuyo trazado, como cuerda de violín bien templada, está fijado por la tensión entre la elección y el juicio, entre la debilidad de haber sido elegido por gracia y el estar convocado al juicio sobre la respuesta a esa llamada. Es un peregrinar en gozosa penumbra, en estar saliendo de la negra noche y estar ya palpando la luz de un Sol cuyo cenit en su amanecer anuncia. Por ello, vivimos ya en las últimas realidades.

Y ese camino lo recorremos y nos lleva. Como río que porta las naves a su destino, es Cristo quien lleva a término nuestra jornada, mas con su gracia la recorremos. Y siendo ya hijos, no dejamos de ser siervos. Siendo nada, lo tenemos todo. No teniendo con qué merecer, recibimos gracia para hacerlo. Es un camino de humildad.

domingo, 2 de octubre de 2011

Camino de humildad (RB Pról. 4-7) – II


Se trata de una oración de una gran intensidad, sumamente apremiante. Y lo ha de ser tanto en su profundidad como en su duración. Una oración que ha de serlo de todo nuestro ser, pero no en un momento ni siquiera con gran reiteración en una prolongada sucesión de momentos. Toda la vida ha de convertirse en una única oración. Llegar a vivir en estado de oración.

Seguramente una de las constantes en el monacato primitivo sea la preocupación por la oración continua, sin intermisión. Pronto quedaron atraídos por el mandato del Señor: «Es necesario orar siempre, sin desfallecer» (Lc 18,1; cf. 1Tes 5,17). Y al mismo tiempo comprendieron la lejanía del ideal y la dificultad para alcanzarlo. No se trata de orar con frecuencia, sino ininterrumpidamente, llegar a un estado en que la atención esté permanentemente en Dios. 

Por ello, la oración se convierte en un combate y el camino ascético para llegar hasta ahí es propiamente la vía del guerrero. Toda una diversidad de elementos internamente atraen y dividen nuestra atención. Todo tipo de pensamientos, imágenes, sensaciones, mociones,... detraen nuestra atención de lo eterno e infinito y la atraen a la dispersión de lo finito y fragmentario, dividiéndonos entre lo externo y lo interno, entre el falso yo y los objetos y a estos entre sí.

Esta inicial llamada del maestro-padre sitúa al lector-oyente de la Regla ante su incapacidad y, por tanto, como hijo empieza a ser gestado para la humildad. La gracia nos capacita para la lucha, pero no nos exime de ella. Intentar abrir nuestra atención de manera permanente a Dios nos pone rápidamente ante el fracaso. Palpar esa pequeñez será también un primer triunfo, pues todo lo que es sentir aceptantemente nuestra imposibilidad es crecer en humildad.

El combate contra ese torbellino de sugestiones no es posible desde la soberbia, con nuestras solas fuerzas y desde ellas, pero tampoco es un tramo del camino del que nos vaya a privar la gracia, aunque muchas veces el Señor, para acrecer nuestra esperanza y, por ello, nuestro ánimo en la lucha, nos da, en momentos puntuales, a gustar la paz y reposo de una atención abierta ilimitadamente a Dios, la unión en Él de todas las cosas y cómo la anulación del ego no es nuestra aniquilación. Ahí la libertad alcanza una plenitud inimaginable, libre de todo, también de la mera realidad, se es libre para Dios, porque se es libre en el misterio divino. Ahí todo muestra su hermosura y la luz parece recién nacida, pues no está velada por el desorden del corazón.

Comienza un combate humilde por la oración, por vencer todo afecto desordenado, para que nuestra atención esté solamente seducida por Dios. El primer fracaso es una magnífica ocasión para empezar a vencer nuestra tendencia a ser nuestros propios maestros, nuestro opinionismo. Es momento para comenzar a pedir a quien curtido por los combates tiene experiencia: «Dame una palabra para que pueda salvarme».

Y, al final, como la amada del Cantar, decir: «Yo dormía, pero mi corazón velaba» (Cant 5,2).