domingo, 27 de noviembre de 2011

Verificación de la llamada (RB Pról. 14-21) - III


Y quien no solamente siente ese apetito de divinidad, quien no solamente sufre esa sed acuciante y tanto más dolorosa cuanto más oscura e insaciada, sino que ha cobrado en él rostro de palabras, se ha hecho interrogación, puede darle respuesta. La claridad se va haciendo poco a poco  e ir sabiendo, aunque sea en forma de pregunta, que de lo que se esta sediento es de agua de divinidad, va siendo un alivio.

Sentir necesidad y no saber de qué es un oscuro tormento en el que miles de hombres caminan.  Retorcidos, combados, contraídos,... por él, buscan, en medio de la muerte, en ese dolor sentida, y en el miedo a ella, algo que los sacie, que calme su interno sufrir. Y se entregan a cualquier apariencia de agua, o bien, desengañados de espejismos, se aduermen en algo que de analgésico les sirva. Sirviéndose de esto, nos esclaviza Satanás (cf. Hb 2,14-15).

Por ello, que el deseo muestre su rostro en pregunta es un consuelo. Más si no es conceptual cuestión, sino palabra que de alguien viene, de quien con interés busca a su obrero.

No solamente es un empezar a saber quién sea uno –quien apetece divinidad–, sino también un conocer inicialmente a Dios. El apetito de divinidad se muestra como deseo de Dios, de ese Dios que empieza a conocerse en el anhelo de Él, pues ir percatándose de la necesidad de vida eterna es irlo haciendo de la necesidad de Dios, de participar en su divinidad y de que sea Él quien haga lo para nosotros imposible.

Y ese conocimiento lo es de que desde siempre, no ha habido momento en que no lo hayamos sido, hemos estado en una invitación al diálogo. No somos una palabra cuya respuesta sea el eco producido por el choque del sonido contra algo. Somos una palabra con capacidad de decidir ser o no respuesta. Dijo Dios «hombre» una y otra vez y a una la llamó María, a otro lo llamó Pedro, a otra Magdalena, a otro Juan,... Y esas palabras nombradas tienen libertad y voluntad y, por gracia, capacidad de decir Amén.

Es más, como dice la Regla, de decir «Yo», nuestro amén somos nosotros mismos. En ese diálogo, decir sí es decirse, es darse, hacer de sí oblación, es abrazar el impulso que preña la pregunta: «¿Quién es el hombre que quiere la vida y desea ver días buenos?». Y decir no es sustraerse a ella. Matarse, pues es salir de la vida.

[La foto es cortesía de una contertulia del blog]

viernes, 25 de noviembre de 2011

En Alfa y Omega

En  Alfa y Omega, ha aparecido una reseña sobre mi libro El problema del sobrenatural en Miguel de Unamuno

domingo, 20 de noviembre de 2011

Verificación de la llamada (RB Pról. 14-21) - II


Pero la llamada es de verificación en un doble sentido. Al que está presente en la llamada –porque la vocación divina no es simplemente un enunciado que se oiga, sino que es atracción y mistérico ámbito de actualidad–, al que está siendo en ella, la verificación es un cobrar una actualidad nueva en la actualidad en que está. La verdad de su respuesta es a-firmada.

Y quien no estaba siendo en la autenticidad de la respuesta es con-firmado en otra actualidad, en la ajena al llamamiento de Dios. Y así el que se sabe lejos puede entender como llamada lo que ahora lee en la Regla. Es ocasión para responder afirmativamente o bien para continuar en una lectura curiosa, informativa, meramente cultural, etc.

Es llamativo que buscando a su obrero, operarium suum, nos diga S. Benito que Dios haga esa pregunta: «¿Quién es el hombre que quiere la vida y desea ver días buenos?» . ¿Era ya su jornalero o no lo era? Es más, ¿se trata de un obrero o de un hijo?

¿Dónde está la vida para el hombre, dónde los días de felicidad? El hombre ha sido creado para la divinización, para participar de la vida divina, esto es lo único que lo plenifica, es ahí únicamente donde es feliz. Y ese es el deseo más profundo que hay en el hombre. Pero siendo lo único necesario, para él es imposible alcanzarlo.

Toda nuestra vida, todas las decisiones que tomamos giran en torno a ese apetito, a esa sed de vida eterna. Lo único es que algunos tratan de hacerlo con diversos sucedáneos que momentáneamente parecen matar el gusanillo y otros, rendidos y desorientados, intentan aturdirse para no sentir esa acuciante voracidad que les duele por insaciada y creen imposible se pueda colmar.

Ahí, a lo más radical va la llamada. Pero el  vocado a ser hijo es criatura y, por tanto, es siervo, es su servidor; como todas las demás criaturas, no tiene que hacer nada para llegar a serlo. La diferencia está en que el hombre, al igual que lo han hecho algunos ángeles, puede desobedecer, en cambio, los seres materiales no, siguen sin vacilación ni libertad las leyes de la creación.

Adán, tras el pecado, salió de la comunión con Dios, del Edén, pero no dejo de ser servidor, aunque perdiera los dones de gracia en que había sido creado. Con sus obras de mero jornalero el hombre no puede comprar el ser hijo. Con su esfuerzo no puede volver a la comunión divina, sin la gracia ni puede vivir como hijo ni sus obras dan frutos de vida eterna.

Dios busca a su obrero para que vuelva a ser hijo y, como tal, sirva como el Hijo. Y si ya es hijo por el bautismo, para que viva filialmente, que es vivir cumpliendo la voluntad del Padre. Sólo en esa comunión de vida se puede obedecer, ya que no es otro nuestro servicio que obrar divinamente, que llevar a cabo graciosamente la tarea que se nos encomiende.

[La foto es cortesía de una lectora del blog]

domingo, 13 de noviembre de 2011

Verificación de la llamada (RB Pról. 14-21) - I

Y el Señor, buscando a su obrero en la multitud del pueblo a la que clama, dice una vez más: «¿Quién es el hombre que quiere la vida y desea ver días buenos?» [Sal 34(33),13; cf. 1Pe 3,10-12; Mt 20,1-16]. Si tú,  al oírlo respondes: «Yo», Dios te dice: «"Si quieres tener vida verdadera y perpetua, aparta tu lengua del mal y no hablen tus labios el engaño; apártate del mal y haz el bien, busca la paz y síguela" [Sal 34(33), 14-15]. Y cuando hayáis hecho esto, mis ojos estarán sobre vosotros y mis oídos hacia vuestras peticiones, y antes de que me invoquéis, os diré [cf. Sal 34(33), 16; Is 58,9: 65,24]: "Aquí estoy" [Is 58,9]». ¿Qué hay para nosotros, hermanos carísimos, más dulce que esta voz del Señor que nos invita? He aquí al Señor, en su paternal ternura, mostrándonos el camino de la vida [cf. Sal 16(15), 11; Prov 6,23; Jer 21,8]. Ciñéndonos, pues, nuestros lomos con la fe o, si se quiere, con la observancia de las buenas obras, sigamos sus caminos conducidos por el Evangelio para que merezcamos ver a Aquél que nos ha llamado a su Reino [cf. Lc 12,35; Ef 6,14; 1Tes 2,12] (RB Pról. 14-21).
¿Quién presta atención a lo que está diciendo el maestro-padre? ¿Quién es el lector de la Regla? Son muchos los intereses que pueden conducirnos a ella, pero no todos serán los lectores auténticos de la misma. ¿Quienes son estos?

Desde el primer momento, S. Benito ha dado por supuesto que el lector-oyente es alguien que siendo cristiano ha decidido seguir al Señor en profundidad. Transcurridos ya unos párrafos parece llegar el momento de verificar si es esto así o no.

El lector auténtico no es aquél que ha tomado la iniciativa, no es alguien en quien la escucha de la Regla haya nacido de su propio amor, querer e interés. El verdadero oyente ha respondido, la iniciativa ha sido de Dios. Como  el propietario de la parábola que sale a buscar jornaleros, así nos lo presenta S. Benito (cf. Mt 20,1). Su voz se dirige a la multitud, a todos, pero busca un obrero; busca muchos, pues abundante es la mies, pero es tan personalizada la llamada que es como si buscara a uno.

Y una vez más, iterum, suena la palabra. Esa palabra pronunciada de una vez para siempre, suena como recién pronunciada una vez más para cada uno. El cristianismo no es la onda expansiva de una primera palabra que se pronunciara en el pasado y allí quedara. La palabra divina se pronuncia para cada uno en su aquí y ahora. Pero también se nos llama a cada uno una y otra vez, pues rara vez nuestra diligencia con celeridad lo deja todo para seguir al Señor.

Y busca a su obrero, no simplemente a un obrero, sino al suyo.

viernes, 11 de noviembre de 2011

Jalones de cultura

Os invito a leer el artículo que me han publicado en Libertad Digital sobre el libro Dios en la sociedad postsecular.

sábado, 5 de noviembre de 2011

La «santa coacción»


Un amigo me ha consultado sobre un número del libro Camino y, como puede ser enriquecedora para otros la respuesta, la comparto aquí con los contertulios del blog.


Se trataba concretamente del número 399:
Si, por salvar una vida terrena, con aplauso de todos, empleamos la fuerza para evitar que un hombre se suicide..., ¿no vamos a poder emplear la misma coacción —la santa coacción— para salvar la Vida (con mayúscula) de muchos que se obstinan en suicidar idiotamente su alma?
Que es explanación de uno de los tres puntos del número 387:
El plano de santidad que nos pide el Señor, está determinado por estos tres puntos: La santa intransigencia, la santa coacción y la santa desvergüenza.
Evidentemente ese punto de Camino se tiene que interpretar a la luz de la revelación divina y no al revés, que es la mejor manera de entender a los santos. Y Lc 14,23 y 2Tim 4,2 –a los cuales se suele remitir para comprender ese 399– en el contexto de toda la revelación, que lo es del amor divino:
No hay temor en el amor, sino que el amor perfecto expulsa el temor, porque el temor tiene que ver con el castigo; quien teme no ha llegado a la plenitud en el amor (1Jn 4,18).
Concretamente la fuerza de la interpretación usual se pone en el compelle intrare (anagkason eiselthein=obliga a entrar) de Lc 14,23; no olvidemos que es una parábola. Dios, como rey (cf. Mt 22,1-14), nos impone obligaciones. En el caso de Lc 14, la obligación de entrar en la Nueva Alianza a todos, no sólo a los judíos, para participar del banquete del Reino de Dios; y la coacción que tiene esta obligación es la pena eterna. Los reyes (hoy habría que hablar de legisladores) y poderosos de la tierra amenazan, para el cumplimiento de las leyes, con penas, la máxima es la de muerte, pero son siempre penas que se quedan en el plano de las criaturas. La pena eterna es una pena sobrenatural. Las penas terrenas, como se ciñen a un uso de la fuerza, las puede ejercer cualquiera; la ejecución de la eterna solamente está en manos del Juez eterno y tendrá lugar tras la muerte.

Es la única manera que entiendo se debe interpretar la «santa coacción»; su santidad no estaría en el fin que justificaría los medios coactivos, sino en la santidad de quien impone la pena eterna por el incumplimiento de la obligación, que es Dios.

2Tim 4,2, cuando habla de reprensión y exhortación, incluso si se tradujera como amenaza, me parece que hay que entenderlo en ese sentido, la amenaza máxima es el recuerdo de la pena eterna. Pero ese recuerdo no puede ser manipulado para romper la libertad en el grado que sea, sino más bien para favorecer la libertad, para que el otro tenga presente cuales serían las consecuencias de sus actos.

El ejemplo del rescate del suicidio no parece muy afortunado, creo que puede distorsionar la compresión. Me quedo, como no puede ser de otra manera, con la imagen evangélica de un poderoso que impone obligaciones; pero, como metáfora, hay que entenderla. Como diría S. Ignacio de Loyola: «El llamamiento del rey temporal ayuda a contemplar la vida del Rey eternal» (EE 91). Y Jesús, nuestro Salvador, es el enviado del Padre que nos trae a todos la invitación al banquete de bodas del Cordero.

Pero más que el miedo a la pena, lo que nos obliga es el amor.
Porque nos apremia el amor de Cristo al considerar que, si uno murió por todos, todos murieron. Y Cristo murió por todos, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para el que murió y resucitó por ellos (2Cor 5,14-15).