domingo, 18 de diciembre de 2011

Verificación de la llamada (RB Pról. 14-21) - VI



En el Evangelio, el poder de la oración se encuentra fundamentado en la bondad de Dios (cf. Mt 7,7-11; Lc 11,9-13). Si nosotros, siendo pecadores, nos dejamos conmover por la petición de algo bueno que alguien necesita y que nosotros podemos dárselo, con cuanta más razón podemos esperar los dones de divina bondad que le pidamos al Padre.

La verdad de la bondad divina, de su misericordia, conocida en la fe nos hace presente su belleza que, en atracción de esperanza, nos mueve a pedirla. Cuanto más purificado se halla el corazón, más patente es la presencia de la belleza de la bondad divina en su verdad y, por ello, su atractiva moción se va haciendo más diáfana. De modo que la oración deja de ser, poco a poco, una simple reiteración de actos, con la interrupción propia entre uno y otro, para dar lugar a la oración sin intermisión; la vida se convierte en un solo acto de oración que no queda interrumpido ni por el sueño ni por la multitud de solicitudes de la vida cotidiana, pues todo queda asentado en carne viva de deseo ante el Padre: también las pequeñas oraciones.

Pero esa poderosa oración, que alcanza cuanto espera, si bien tiene su orto en la bondad divina, está condicionada a la obediencia. Es decir, a nuestra implicación en el diálogo amoroso que Dios gusta de entablar con nosotros.

El orante verdadero cree en Cristo, vive de Cristo y en su nombre, en Él, pide (cf. Jn 14,12-14). Y la fuerza de la súplica está en esa comunión de vida con el Señor, pues es Él quien ora por nosotros al Padre: «Si me amáis, guardaréis mis mandamientos. Y Yo le pediré al Padre que os dé otro Paráclito, que esté siempre con vosotros, el Espíritu de la verdad» (Jn 14,15-17). El Emmanuel, el Dios con nosotros, nos alcanza la presencia divina en el Santo Espíritu.

Con razón el padre-maestro S. Benito pone en boca de Dios estas palabras: «Y cuando hayáis hecho esto, mis ojos estarán sobre vosotros y mis oídos hacia vuestras peticiones, y antes de que me invoquéis, os diré: "Aquí estoy"».

La oración continua se hace oración de unión. Al configurarse con la voluntad divina, el verdadero discípulo solamente desea y quiere lo que Dios quiere. La oración, siempre voz de la debilidad humana, se ha hecho puramente expresión de la eterna voluntad del Padre, que está en el cielo.

[La foto es gentileza de una contertulia]

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