domingo, 29 de abril de 2012

Una escuela del servicio divino (RB Pról. 45-50) - III


«Por tanto, hemos de instituir una escuela del servicio divino». La respuesta de S. Benito a este reverdecimiento de la llamada no es la de un francotirador. No es un voy a, sino un vamos a; ciertamente porque toda vocación tiene una dimensión eclesial, mas algunas el dan un tono particular al nosotros: no hay maestro sin discípulos, padre sin hijos, regla sin monjes ni abad. En cuanto discípulo, S. Benito se ha implicado en este prólogo en un nosotros en el que no dejaba de perder su carácter de maestro-padre. Ahora el nosotros se va a dilatar.

S. Benito, su magisterio y paternidad, no van a quedar circunscritos al presente, el nosotros no va a ser algo entre él y sus contemporáneos, sino que ahora va a quedar abierto para que en él se impliquen otros en el futuro. El presente del patriarca de Montecasino es singular, de ahí que podamos llamarle patriarca. En su ahora ha recibido la tradición del monacato anterior, pero él no va a ser simplemente un maestro espiritual que trasmita a su vez lo recibido, por mucha huella que pudiera haber dejado en esa tradición.

En la continuidad de la tradición, ahora se constituye algo nuevo hacia el futuro: una escuela del servicio divino. Al principio, ese nosotros estará constituido sólo por contemporáneos: S. Benito, como creador-padre de la escuela del servicio divino y como abad, y los monjes que con él empiezan ese camino. En el futuro, en ese nosotros, además del abad/es y los monjes, permanecerá S. Benito como creador-padre de la escuela del servicio divino.

¿Pero qué es una escuela del servicio divino?

domingo, 22 de abril de 2012

Una escuela del servicio divino (RB Pról. 45-50) - II


Hasta ahora, el prólogo de la Regla había puesto su centro de atención en el lector-oyente. A él se dirigían las palabras del maestro-padre, se solicitaba de Dios una respuesta para aclarar su camino, el Señor hablaba para indicarle cómo proceder. Y es que ese destinatario ideal de las palabras de S. Benito se encuentra en un momento crucial de su vida de creyente.

Sin embargo, pese a que sabemos que tenemos entre nuestras manos una regla monástica, pese a que el autor se ha asociado con el pupilo frecuentemente en un nosotros, no deja de sorprendernos el giro que da en este momento nuestro prólogo. Quien dirigía las palabras a alguien necesitado de ellas se ve interpelado por esa situación. Ciertamente es esa penuria la que le ha llevado a escribir, a dirigirnos, lo que hasta ahora hemos venido mascando. Pero la necesidad y la respuesta lo han impelido a ir un poco más allá de lo que hasta ahora habíamos encontrado.

No es suficiente una relación interpersonal entre discípulo y maestro; el nosotros que hasta ahora habíamos escuchado parece quedar corto, no basta esa empatía. El «hemos de preparar nuestros corazones  y nuestros cuerpos para militar en la santa obediencia de los preceptos» se ha convertido en un «ergo» que ha desbordado el transcurso del discurso y de su vida.

El diálogo que hasta ahora hemos escuchado, en la vida del patriarca de Montecasino, había tenido lugar hasta ese momento de muchas maneras. Desde su etapa de ermitaño en Subiaco, muchas fueron las personas que se acercaron a él. Ha vivido al frente de otros monjes. Pero es ahora cuando la historia destilada en experiencia se convierte en llamada a responder de una manera nueva a la vocación de otros. El maestro vivo ha sido llamado por Dios a algo más y responde. Cuando parecía estar pendiente en el aire la respuesta del lector-oyente, asistimos al nacimiento de la vocación de S. Benito dentro de su vocación de monje y maestro espiritual. Su antigua llamada reverdece.

domingo, 8 de abril de 2012

Una escuela del servicio divino (RB Pról. 45-50) - I


Por tanto, hemos de instituir una escuela del servicio divino. Al hacerlo, esperamos no establecer nada áspero, nada pesado [cf. Mt 11,30]; pero si, con todo, por requerirlo una razón ponderada, se dispone algo un tanto más riguroso, con vista a la enmienda de los vicios o la conservación de la caridad, aterrado por el miedo no huyas inmediatamente de la vía de la salvación, la cual no ha de comenzarse sino por un angosto inicio[cf. Mt 7,14]. Pero con el progreso en el modo de vida y en la fe, se corre, con el corazón dilatado, con la inefable dulzura del amor, por la vía de los mandatos de Dios [cf. Sal 119(118),32]. En efecto, quienes nunca abandonen su enseñanza, quienes perseveren en su doctrina hasta la muerte en el monasterio, participaremos de la pasión de Cristo por la paciencia, para que también merezcamos compartir su reino [cf. Hch 2,24; Rm 6,3-11; 1Pe 4,13]. Amén.
[Ante todo, ¡Feliz Pascua! Lo siento pero hoy estoy muy atareado y solamente me ha dado tiempo a traducir lo que nos toca comentar a partir de ahora, el final del prólogo de la regla. Otro día empezaremos a hincarle el diente]

domingo, 1 de abril de 2012

Obediencia atemperada (RB Pról. 35-44) - VI


Y todo eso para lo que somos posibilitados por la gracia tiene una dirección y sentido precisos. No se trata sin más de huir del infierno, sino que es ante todo un ir al cielo. No es simplemente dejar de estar en una tierra lejana alimentando a los cerdos para estar simplemente como jornaleros en la casa del Padre, como una simple criatura. El camino vital del hombre, aunque se da siempre en la dirección que definen el cielo y el infierno, solamente tiene un sentido de plenitud, la vida divina, el cielo. Como pecadores que somos, tenemos un punto de partida, pero solamente hay una forma de dejar Sodoma que es, sin mirar atrás, ir hacia lo alto de los montes, a la Jerusalén celeste.

Y, para ello, mientras vivimos en este mundo, hay tiempo. ¿Cuánto? La existencia mortal es siempre limitada y, por ello, la vida es permanentemente una urgencia. Si el tiempo fuera ilimitado, ahí estaría continuamente la tentación de posponerlo todo, de dejar para mañana lo importante. Pero el conocimiento de la limitación atempera nuestra obediencia a un urgente presente de responsabilidad, en el que he de dar respuesta a la llamada divina.

Pero la limitación temporal, el que esté en-plazado al presente, no quiere decir que el tiempo sea un espacio de imposibilidad. Limitado por lindar con la muerte, mi presente está cualificado por la gracia. De modo que el ahora es ocasión salvífica.

No hay lugar a la demora porque el tiempo es limitado, hay posibilidad de correr y obrar obediencialmente porque hay gracia para hacerlo ahora. De modo que el breve presente, por ser ocasión salvífica, es puerta de eternidad. Una obediencia así atemperada está ciertamente limitada, pues no deja de ser nuestra vida un breve ahora, pero la limitación del tiempo es lindero, que, en la diligencia, colinda con la eternidad del cielo.